Filosofía política Historia

La anomalía cortesiana como mito

La llegada,  Augusto Ferrer Dalmau, 2019.

Cuadro sobre la entrada de Cortés y sus aliados tlaxcaltecas en Tenochtitlán.

I

Este año se cumplieron 500 de la llegada de Hernán Cortés a lo que luego terminó transformándose en México, circunstancia que activó un debate general a raíz, sobre todo, de que el presidente López Obrador haya enviado una carta al Rey de España con la propuesta de construir  de manera conjunta –habiendo transcurrido ya medio milenio, ni más ni menos que medio milenio– un relato compartido, público y socializado en donde quedara consignado el reconocimiento, por parte de España, de los crímenes y atropellos –según dice la misiva, activando al hacerlo un problema metodológico interminable toda vez que, si de eso se tratara, por poner solo un ejemplo de los miles que podría haber, el Estado Islámico estaría hoy mismo en todo el derecho de pedir un reconocimiento similar por motivo de los crímenes y atropellos de la Reconquista de la España visigoda de los musulmanes, concluida en enero de 1492 con la Toma de Granada– cometidos en lo que habría de desembocar en la caída de Tenochtitlán en 1521, y en el posterior despliegue de lo que la historiografía ha computado como la Conquista de México a través de la cual nuestros hoy territorios quedaron incorporados a la plataforma geopolítica de la monarquía hispánica bajo la morfología política del Virreinato de la Nueva España.

Es a partir de entonces que se traza la línea que organiza las grandes fases de la historia nacional, que se desdobla con arreglo a un momento pre-hispánico o pre-cortesiano (dividido a su vez, resumiendo muchísimo, en una fase pre-clásica: orbe olmeca y maya; una fase clásica: orbe teotihuacano; y una post-clásica: orbe chichimeca-azteca), un momento virreinal novohispano y un momento o fase nacional mexicano.

El debate en cuestión, más que historiográfico, es de tipo ideológico. Y ahí es donde radica la dificultad. Es una batalla por el sentido común, la configuración del cual es obra de la sedimentación generacional que se estructura con arreglo a una mezcla de ideologías políticas con interpretaciones historiográficas, que a su vez se vierten en narrativas socializadas a través de los sistemas educativos de nivel básico que quedan afianzados con un muy alto grado de cristalización, y que luego se transmite de generación en generación. En esto estriba la gran dificultad de transformar el sentido común de una sociedad entera.

Pero decir que el debate es ideológico significa que, desde el terreno de la historiografía, las cosas no son, nunca, ni tan sencillas ni tan simples, razón que produce una cierta desesperación –vamos a decirlo así– en el gremio de los historiadores de la conquista o de la fase novohispana, que ven con recelo la aplicación de esquemas maniqueos (buenos contra malos, víctimas contra verdugos, vencidos contra vencedores, conquistadores contra conquistados) que reducen una dialéctica tan compleja como puede ser la de la Conquista de México –o, para el caso, la expansión del Imperio romano en el mundo antiguo–, a dicotomías polarizadoras en función de dos y solo dos alternativas, a saber: la alternativa del vencedor (el malo o victimario) o la alternativa del vencido (el bueno o víctima), sin término medio.

El problema no es nuevo ni mucho menos, y pone en colisión dos de las perspectivas globales de interpretación al margen de las cuales es imposible entender, en todo su dramatismo, a la política: la historia y la ideología. Para el caso que nos ocupa, he querido cifrar ese problema bajo el concepto de anomalía cortesiana según las consideraciones que siguen.

II

Cuenta John Elliott en algún lugar –me parece que fue una entrevista– que la decantación definitiva del perfil de sus intereses intelectuales se definió durante una visita a México por ahí de la quinta década del siglo pasado. Mientras caminaba por avenida Reforma, advirtió con sorpresa y extrañamiento una anomalía desconcertante: en el acomodo general de las estatuas a lo largo de la avenida –el Monumento a Colón, el Monumento a Cuauhtémoc, el Monumento a la Independencia, la Diana Cazadora– faltaba una, la más importante a juicio de alguien que, como él, interpretaba las cosas desde la objetiva distancia de historiador británico: la estatua de Hernán Cortés. ¿Cómo era posible, se preguntó entonces Elliott, que el personaje central y primer responsable político, que el estrategos del proceso de construcción histórica de lo que para entonces había alcanzado ya la altura de crucero como nación política independiente y soberana no figurara en el listado de monumentos simbólicos en cuya disposición urbanística se teje su retícula ideológica fundamental? Acaso fuera un extrañamiento, el de Elliott, similar, suponemos, al producido si de pronto desaparecieran, al conjuro de no importa qué designo, los restos romanos de cualquier ciudad europea, siendo lo cierto que es más bien ella misma, Europa, la que es, en definitiva, un resto romano.

¿Por qué Colón sí y no Cortés, en todo caso, habría entonces de preguntarse Elliott, si las acciones del primero son incomparables con las del segundo desde la perspectiva de la historia universal de la política (Colón realizó un viaje y un descubrimiento fundamentales, sin duda ninguna, pero Cortés fue el creador de toda una sociedad política nueva, además de que detrás de los dos estaba la estructura histórica de la monarquía hispánica en guerra geopolítica con el islam al comando de la cual estaban los Reyes Católicos)? ¿Por qué Cortés no y Colón sí si la lengua hablada por los mexicanos -y los venezolanos y los argentinos y los colombianos y los peruanos y los bolivianos y los hondureños y los uruguayos-, no es la de Cuauhtémoc ni la del segundo sino la del primero?

La anomalía no podía encontrar respuesta en el terreno estricto de la Historia como disciplina, sino en el de la ideología instrumentalizada por la dialéctica de la política. El cruce contradictorio entre ideología, historia y política es lo que estaba y está detrás de esa ausencia tan notable cuya detección en aquél viaje mexicano estaba llamada a marcar el sesgo decisivo en la vida del profesor John Elliott (Reading, Inglaterra, 1930), para hacer de él uno de los hispanistas más destacados y reputados del siglo XX y lo que va del XXI, habiendo sido precisamente esa anomalía cortesiana la que lo inclinó a dedicar sus empeños futuros de investigación a todo cuanto tuviera que ver con el orbe hispánico y su dialéctico drama histórico, y lo mismo en su manifestación europea que en la americana (y recordemos que fue en América donde se dio cuenta del problema en litigio: para saber por qué razón no hay una estatua de Cortés en México fue que consagró Elliott la totalidad de su vida académica a la comprensión de la historia universal de España), produciendo obras de rango ya canónico en su campo, y de definitivo fuste tucidideo, como lo son, por ejemplo, La España imperial, España y su mundo 1500-1700, Richelieu y Olivares, El Conde-Duque de Olivares, España, Europa y el mundo de ultramar, Un palacio para el Rey. El Buen Retiro y la corte de Felipe IV o Imperios del mundo atlántico: España y Gran Bretaña en América, 1492-1830.

III

Es posible que quien me haya seguido hasta aquí esté pensando en la obviedad del problema detectado por Elliott tal como lo hemos aquí formulado (y si es una obviedad se debe, precisamente, a que está ya resuelto todo en el terreno del sentido común): si Hernán Cortés no tiene estatua en lugar alguno de México, y mucho menos en su avenida principal, se nos dirá, es porque sencillamente no se lo merece. Porque Cortés es la encarnación del mal (y la Malinche la de la más abyecta traición que imaginar se pueda); un mal que alcanzaría los registros del mal absoluto por virtud de ser su maldecida estampa aquélla a partir de la cual se explica la Conquista de México y el aplastamiento, se nos seguirá diciendo, de las civilizaciones prehispánicas –o de las culturas de los así llamados “pueblos originarios”–. Cortés no tiene estatua, en definitiva, porque es la peor de nuestras maldiciones, porque es el conquistador de México.

Pero ocurre que, si nos situamos en tesitura semejante, se nos aparece un doble problema de carácter más bien metodológico, según tengo dicho. Por un lado, no se puede condenar a Cortés por haber sido quien conquistó México por la sencilla razón de que México no existía, como tal, antes de su llegada. Por otro lado, no se puede tampoco condenar a Cortés por haber sido un conquistador sin condenar al mismo tiempo, so pena de perder la consistencia crítica, a todos los conquistadores de la historia por igual: a Alejandro Magno, a Julio César, a Pompeyo, a Marco Antonio, a Temístocles, a Lisandro, a Napoleón, a Darío, a Bolívar, a Lenin, a Stalin, a Hitler, a Eisenhower, a Federico el Grande, a Carlomagno, a Fidel Castro, a Bush, a Obama o a Brézhnev (conquistador de Afganistán en 1978), a todos por igual; circunstancia que nos obligaría, irremediablemente, a borrar la historia universal, entera, de la política, en el entendido de que la de la política, a esa escala universal, es una historia de las guerras, las revoluciones y las conquistas, precisamente, es decir, que es más bien una historia de la política manifestándosenos como tragedia solemne.

La condena categórica e inequívoca de Hernán Cortés como la gran maldición de México, y como el error más atroz que pudo haberse dado en la historia universal no puede sostenerse, entonces, en pie, desde el escrutinio historiográfico más riguroso. Y si se mantiene viva esa condena es porque se alimenta de otra fuente, y se atenaza con los resortes de otro tipo de dispositivo. Esa fuente es la ideológica, precisamente. El dispositivo es el mito. La imagen de Hernán Cortés como nuestra maldición más detestable, en definitiva, no es otra cosa que un mito. De lo que se trata entonces es de saber qué clase de mito es, y cuál ha sido su función, su estructura y los mecanismos de su implantación política. En la medida en que se sepa detectar con claridad los mecanismos de operación de ese mito, estará dada también, en función directa, la capacidad para transformar el sentido común según vengo comentando.

Pero para saberlo, para desmontar críticamente ese mito no basta ya nada más con el escrutinio de la Historia. Es necesaria la filosofía, o mejor aún, un sistema filosófico. Porque más que volver sobre el abundantísimo e inabarcable campo historiográfico cortesiano o pre-cortesiano, para redactar biografías, o novelas históricas, o para producir miniseries ad hoc, lo que se requiere es el abordaje de ese campo desde un punto de vista de segundo grado y en perspectiva geométrica, para clasificar a partir de ahí la diversidad de manifestaciones en las que su imagen se nos ofrece de forma mítica, en función del análisis de los tratamientos históricos, ideológico-políticos o artísticos que de la dialéctica entre su imagen y sus actos han sido realizados en diferentes etapas o momentos del dilatado proceso de configuración del orbe novohispano-mexicano, a lo largo de los últimos siglos que están a punto de alcanzar, en cosa de días, el quinto corte de su cómputo histórico.

IV

En otros lugares he consignado la existencia de cuatro grandes alternativas de interpretación filosófico-política de la historia nacional (del despliegue de sus tres fases), que denominamos a) nacionalista radical (nacionalismo revolucionario), b) liberal-ilustrada, c) indigenista-etnologista y d) hispanista-hispanoamericanista. En las tres primeras es inequívoca y directa la interpretación de la anomalía cortesiana como natural y merecida: Cortés será visto, en cualquiera de las tres –pero sobre todo en la tercera alternativa (la indigenista-etnologista)–, como la más abyecta, genocida y siniestra marca de nacimiento de nuestra nacionalidad; una marca contra la cual hemos de luchar por nuestra verdadera y real liberación, para lo cual, también, estarán siendo redactados e impartidos cursos de filosofía de la liberación o de pensamiento crítico decolonial o “nuestroamericano”, todos ellos enderezados contra el statu quo y escritos y hablados, eso sí, en español si no es que en inglés, pero nunca en náhuatl o quechua o guaraní.

Es solamente desde la cuarta perspectiva, la hispanista-hispanoamericanista, como la anomalía cortesiana aparecerá como tal, como una anomalía en el sentido de algo que se desvía de lo que se tiene por normal, regular, natural o previsible; tal fue precisamente la perspectiva, en efecto, de John Elliott.

V

El debate muy seguramente se mantendrá vivo, por lo menos hasta 2021, fecha en que habrá de conmemorarse la caída de Tenochtitlán y límite fijado por el presidente López Obrador, en su misiva, para poder reconstruir la narrativa global en cuestión. Las alternativas de interpretación, en todo caso, solo pueden ser las enunciadas. Las consecuencias ideológicas y políticas en cuanto a lo que atañe al contenido esencial de nuestro sentido común, según la alternativa  que se elija, acaso puedan ser visualizadas y clasificadas con mayor precisión y claridad.

Que se tome o no en cuenta el problema de la anomalía cortesiana, tal como lo he formulado aquí, es algo sobre lo que no me es dado saber ni conjeturar nada. Sirva en todo caso como dispositivo crítico de contraste para quien tenga a bien tomarlo en consideración.

Diciembre 28, 2019.

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