Julio 6, 2019. He comenzado a leer los Diarios de John Cheever, a quien además comencé también a leer -de manera general- tan sólo hace un par de semanas a lo mucho. Me ha cautivado de una manera sorprendente. Encontré El escándalo de los Wapshot en un pasaje de libros viejos en el Centro, en atractiva edición de Alfaguara. Yo ya tenía de hace años su biografía, la de Blake Bailey. Creo que la tengo comenzada -a leer, quiero decir-, aunque no necesariamente me haya cautivado en realidad. La tengo en mi biblioteca de León. Volveré a ella nomás pueda.
Hasta entonces, cuando la compré -la biografía-, supe de él. Fue en Mérida, a precio de remate: creo que de 50 pesos si no es que menos. Han de ser ahora tres años más o menos. Una ganga sorprendente. Era la primera vez que leía sobre Cheever, y la verdad de las cosas es que lo único que me atrajo del libro, además de lo risible de su precio, era la sinopsis de contraportada, que lo reputaba como una figura luminosa de las letras contemporáneas en lengua inglesa, y en cuya vida se resume de algún modo la historia de la literatura norteamericana del siglo XX. Eso fue lo que me animó a comprarlo (además de que me llamó la atención, según creo recordar, el hecho de que fue un escritor «fogueado» en las páginas de The New Yorker).
Pero ahora no puedo parar (reconozco que aquéllas ediciones de Alfagura de los 80 o los 90 son espléndidas en cuanto a tamaño y cuidado editorial). Ayer me preguntó una compañera sobre cómo o de qué forma se podría resumir el encanto de su prosa, a lo que contesté que Cheever se me reveló como un Edward Hopper trasladado a la narrativa: todo en él destila soledad. La soledad social, la soledad urbana, la soledad en el matrimonio o incluso en la familia («Amar a los hijos significa en parte renunciar a ellos», Diario), la soledad del aburrimiento, entre medio de la cual te sorprende luego Cheever, dejándote frío, con lo que Rodrigo Fresán ha dicho dando en el blanco, en el sentido de que en sus páginas se nos ofrece una sensible observación del paisaje fundiéndose con un astuto uso de la epifanía de despedida: ‘Era la sensación de que toda experiencia humana exaltada era una impostura, y que las cadenas del ser eran cadenas de humildes preocupaciones’ (El escándalo de los Wapshot). Soledad, epifanía, despedida constante. Como un adiós que no termina, y que prolonga una tristeza que se agranda con el alejamiento, transformando la distancia en belleza saturada de nostalgia. Eso es lo que transmite Cheever de manera magistral y única.
Debo continuar también con mis estudios de la obra de Koyré (Estudios galileanos y Del mundo cerrado al universo infinito), además de un texto (El hombre, animal político) de otro autor que ha resultado ser para mí un descubrimiento fundamental: Francisco Javier Conde, pilar de la Escuela española de Derecho político a cuyo estudio quisiera dedicar algo de entidad en su momento. Todo esto de cara a la segunda edición del curso de Introducción a una Teoría General de la Política, que comienzo nuevamente la semana que viene.
Entre una y otra cosa, me leo algunas entradas de ese ‘extenso poema en prosa brotando sin explicaciones desde las profundidades de la mansa desesperación del moderno hombre americano’, son palabras de John Updike, que son los Diarios de Cheever.
Mañana cumple mi padre setenta y dos años.
El día es siempre muy breve, demasiado breve.
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Julio 6, 2019. He comenzado a leer los Diarios de John Cheever, a quien además comencé también a leer -de manera general- tan sólo hace un par de semanas a lo mucho. Me ha cautivado de una manera sorprendente. Encontré El escándalo de los Wapshot en un pasaje de libros viejos en el Centro, en atractiva edición de Alfaguara. Yo ya tenía de hace años su biografía, la de Blake Bailey. Creo que la tengo comenzada -a leer, quiero decir-, aunque no necesariamente me haya cautivado en realidad. La tengo en mi biblioteca de León. Volveré a ella nomás pueda.
Hasta entonces, cuando la compré -la biografía-, supe de él. Fue en Mérida, a precio de remate: creo que de 50 pesos si no es que menos. Han de ser ahora tres años más o menos. Una ganga sorprendente. Era la primera vez que leía sobre Cheever, y la verdad de las cosas es que lo único que me atrajo del libro, además de lo risible de su precio, era la sinopsis de contraportada, que lo reputaba como una figura luminosa de las letras contemporáneas en lengua inglesa, y en cuya vida se resume de algún modo la historia de la literatura norteamericana del siglo XX. Eso fue lo que me animó a comprarlo (además de que me llamó la atención, según creo recordar, el hecho de que fue un escritor «fogueado» en las páginas de The New Yorker).
Pero ahora no puedo parar (reconozco que aquéllas ediciones de Alfagura de los 80 o los 90 son espléndidas en cuanto a tamaño y cuidado editorial). Ayer me preguntó una compañera sobre cómo o de qué forma se podría resumir el encanto de su prosa, a lo que contesté que Cheever se me reveló como un Edward Hopper trasladado a la narrativa: todo en él destila soledad. La soledad social, la soledad urbana, la soledad en el matrimonio o incluso en la familia («Amar a los hijos significa en parte renunciar a ellos», Diario), la soledad del aburrimiento, entre medio de la cual te sorprende luego Cheever, dejándote frío, con lo que Rodrigo Fresán ha dicho dando en el blanco, en el sentido de que en sus páginas se nos ofrece una sensible observación del paisaje fundiéndose con un astuto uso de la epifanía de despedida: ‘Era la sensación de que toda experiencia humana exaltada era una impostura, y que las cadenas del ser eran cadenas de humildes preocupaciones’ (El escándalo de los Wapshot). Soledad, epifanía, despedida constante. Como un adiós que no termina, y que prolonga una tristeza que se agranda con el alejamiento, transformando la distancia en belleza saturada de nostalgia. Eso es lo que transmite Cheever de manera magistral y única.
Debo continuar también con mis estudios de la obra de Koyré (Estudios galileanos y Del mundo cerrado al universo infinito), además de un texto (El hombre, animal político) de otro autor que ha resultado ser para mí un descubrimiento fundamental: Francisco Javier Conde, pilar de la Escuela española de Derecho político a cuyo estudio quisiera dedicar algo de entidad en su momento. Todo esto de cara a la segunda edición del curso de Introducción a una Teoría General de la Política, que comienzo nuevamente la semana que viene.
Entre una y otra cosa, me leo algunas entradas de ese ‘extenso poema en prosa brotando sin explicaciones desde las profundidades de la mansa desesperación del moderno hombre americano’, son palabras de John Updike, que son los Diarios de Cheever.
Mañana cumple mi padre setenta y dos años.
El día es siempre muy breve, demasiado breve.
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