Para mi amigo Antonio Hernández, por la serena conversación que no tan fácilmente se encuentra.
Fue en una mesa de análisis en Estados Unidos de no recuerdo qué cadena de televisión en donde pude corroborar una vez más la confusión, que es ya, a mi juicio, generalizada. Me parece que acababa de ganar recién Donald Trump las elecciones, y estaba a punto de asumir el mando. Entonces dijo un joven, atildado y autosatisfecho comentarista algo más o menos como esto: “me extraña mucho que Donald Trump y Nicolás Maduro se lleven tan mal siendo que los dos son populistas”. Nadie refutó la comparación, dando a entender quizá, pienso yo, que se compartía en cuanto a su concepto, y el debate continuó.
Tengo noticia de que hay una joven mujer de nacionalidad guatemalteca que, trabajando no se sabe muy bien para quién, anda haciendo campaña continental contra el populismo y los populistas con una retórica muy bien trabajada: es la retórica de la clásica demagogia liberal de factura kantiana cuyo apriorismo arbitral formalista permite encubrir, bajo ropaje de imparcialidad, una parcial y concreta toma de partido (la de los patricios contra los plebeyos, para ponerlo en términos de la Roma de Julio César, el gran populista del mundo clásico que militaba, por cierto, en el partido de los segundos, en herencia por línea directa de Mario y de los Gracos), y que impide entender que tan abstracto o genérico es el concepto de libertad o de institución como lo es también el de pueblo o voluntad general si no se dan al instante los parámetros de funcionalidad histórica o política, o social. Es una imposibilidad que me hace recordar aquél apunte de Carlos Marx del 18 Brumario con el que -por decirlo de algún modo- evidenciaba el desbordamiento de las formas jurídicas por los contenidos políticos, diciendo que “la burguesía liberal del siglo diecinueve pedía a gritos el voto universal: lo que obtuvo como resultado fue la lucha de clases”.
Estamos en todo caso ante otro problema de confusión o abuso conceptual. El de populismo se ha convertido en criterio de catalogación indiscriminado y en instrumento de golpeo ideológico nada más, pero que es más oscurecedor que clarificador. Porque si bien es cierto que puede haber quienes detesten por igual a Donald Trump y a Maduro o a Hugo Chávez, no lo hacen, aunque lo crean, por las mismas razones. ¿Alguien imagina una misma biblioteca con el libro Queremos que seas rico del flamante populista -según el analista en cuestión- de Trump y Kiyosaki, al lado de, pongamos por caso, El libro azul de Hugo Chávez Frías, seguidos, los dos, además, de las memorias de Jean Marie Le Pen? Yo tampoco. ¿En qué sentido son todos, a la vez, populistas? ¿Y qué es entonces el populismo?
Y más aún: ¿cómo es posible que dos figuras tan antagónicas ideológicamente como Donald Trump o Chávez o Maduro sean tenidos en un mismo concepto político? La respuesta puede parecer de escándalo. Y de hecho lo es (o lo es quizá para muchos), porque la tesis que queremos aquí defender es que, a partir del siglo XIX, toda política, o más bien todo discurso político es, o debe ser, por principio, populista. Por eso es que la confusión aparece una y otra vez.
¿A qué podemos atribuir esta cuestión? Al hecho de que el concepto de nación política que emerge de las revoluciones atlánticas (la francesa, la norteamericana y las hispánico-americanas) tiene como fundamento doctrinario el desplazamiento de la base histórica sobre la que se asienta la soberanía, que de ser dinástica pasa a ser popular. El súbdito deja de serlo para transformarse en ciudadano, que lo es a su vez, más que por tener derechos en abstracto, porque está armado para defender a la nación política –que homologa a las naciones étnicas- en la vida dentro de la cual tales derechos cobran sentido: la ciudadanía no es otra cosa, por tanto, que el pueblo en armas, razón por la cual dijo Lukács que la Revolución francesa y Napoleón hicieron de la historia una experiencia de masas.
Pero al hacerlo, al hacer de la historia un acontecimiento de masas, se tuvo entonces que hacer inteligible para todos el hecho de que la guerra patriótica o nacional estaba vinculada con toda la vida: ‘¿Qué es el tercer estado? Todo. ¿Qué ha sido hasta el presente en el orden político? Nada. ¿Cuáles son sus exigencias? Llegar a ser algo’ (¿Qué es el Tercer Estado?, Sieyes, 1789). El cambio es de primer orden en términos cualitativos, sobre todo en cuanto a los métodos de la propaganda político-ideológica, que es a donde queremos llegar. Porque lo que cambia de manera radical son las variables definitorias del contenido del discurso político en función del nuevo esquema de relaciones que se establece con las masas populares en tanto que parte formal de la soberanía. Es el tránsito de la Edad aristocrática a la Edad democrática de la que habló Tocqueville:
‘… la diferencia entre un ejército mercenario y uno de masas es precisamente cualitativa en lo que respecta a la relación con las masas de la población. Cuando no se trata de reclutar pequeños contingentes de déclassés para un ejército profesional (o de obligar a ciertos grupos a enrolarse), sino de crear un ejército de masas, el significado y el objetivo de la guerra deben explicarse a las masas por vías propagandísticas. Esto no sucede sólo en Francia durante los tiempos de la defensa revolucionaria y de las posteriores guerras de ofensiva. También los otros estados se ven obligados a emplear este medio cuando pasan a formar ejércitos de masas… Pero la propaganda no puede de ningún modo limitarse a una guerra única y aislada. Tiene que develar el contenido social y las condiciones y circunstancias históricas de la lucha; tiene que establecer un nexo entre la guerra y toda la vida, entre la guerra y las posibilidades de desenvolvimiento de la nación.’ (George Lukács, La novela histórica, énfasis añadido, I.C.).
Se trata de un escenario histórico nuevo en el que ‘en vez de unas cuantas fracciones de la burguesía, todas las clases de la sociedad francesa se vieron de pronto lanzadas al ruedo del poder político, obligadas a abandonar los palcos, el patio de butacas y la galería y a actuar personalmente en la escena revolucionaria’ (Carlos Marx, La lucha de clases en Francia). Es nuevo el escenario, además de problemático, porque lo que al instante emerge como nudo ideológico es el problema de la representación, y con él el de la democracia. ¿Quién representa a quién y según qué y cómo y a cuenta de qué? ¿Y dónde y de qué forma se ejerce la representación?
Con esto entramos de lleno, en efecto, en el núcleo de la doctrina, vale decir también problema, de la democracia moderna. Quienes creen que la única forma de ejercer la democracia es por vía indirecta, ven en las instituciones representativas (parlamento, consejos, cámaras) el único ámbito legítimo para su ejercicio. Quienes quieren romper las vías indirectas por considerarlas corrompidas o burocratizadas o ensimismadas (la ley de hierro de la oligarquía de Michels), serán vistos por los primeros, en efecto, como populistas, que se tendrán a sí mismos, a su vez, como verdaderos representantes del pueblo (como ocurría con los tribunos de la plebe en época de la república romana, como lo fue Tiberio Sempronio Graco, precisamente, o como ocurrió también con Julio César).
No se trata tanto, entonces, de que el populista busque “adular al pueblo”, porque -del siglo XIX a esta parte según tenemos dicho- todo político, en principio, tiene que hacerlo en realidad (si miente para ello o no es problema de otro orden, porque todos lo hacen, no sé si me explico), siempre que se crea en la doctrina de la soberanía popular y en sus mecanismos de representación.
Otra cosa es que no se crea en ellos. Henry Kissinger, por ejemplo, sostiene con buena parte de razón que nuestro mundo, en términos geopolíticos, se perfila luego de la Paz de Westfalia a partir de 1648, cuando surge el sistema mundial de estados-nacionales soberanos, y no a partir de las revoluciones atlánticas de fines del XVIII y principios del XIX, lo que supone entre otras cosas que la doctrina de la soberanía popular y su representación democrática le tienen a Kissinger sin cuidado, tal como ocurre también con Mearsheimer.
En todo caso, es sólo situándonos históricamente en el ámbito doctrinal e ideológico de la democracia en la que llevamos poco más de dos siglos metidos, como nos es posible dimensionarlo como marco epocal en el que el populismo, más que como perversión mesiánica, se nos manifiesta entonces, y en definitiva, como efecto condicionado por la propia dialéctica ideológica de la que es expresión, en medio de cuyo encadenamiento causal no va a ser tan fácil salir. Por eso es que la confusión aparece y aparecerá, ésta es la cuestión, una y otra vez.
Ismael Carvallo Robledo / Director de la Facultad de Filosofía de León
León. Guanajuato. México.
[Imagen: Julio César, el gran populista del mundo clásico]
Me gusta esto:
Me gusta Cargando...
Fue en una mesa de análisis en Estados Unidos de no recuerdo qué cadena de televisión en donde pude corroborar una vez más la confusión, que es ya, a mi juicio, generalizada. Me parece que acababa de ganar recién Donald Trump las elecciones, y estaba a punto de asumir el mando. Entonces dijo un joven, atildado y autosatisfecho comentarista algo más o menos como esto: “me extraña mucho que Donald Trump y Nicolás Maduro se lleven tan mal siendo que los dos son populistas”. Nadie refutó la comparación, dando a entender quizá, pienso yo, que se compartía en cuanto a su concepto, y el debate continuó.
Tengo noticia de que hay una joven mujer de nacionalidad guatemalteca que, trabajando no se sabe muy bien para quién, anda haciendo campaña continental contra el populismo y los populistas con una retórica muy bien trabajada: es la retórica de la clásica demagogia liberal de factura kantiana cuyo apriorismo arbitral formalista permite encubrir, bajo ropaje de imparcialidad, una parcial y concreta toma de partido (la de los patricios contra los plebeyos, para ponerlo en términos de la Roma de Julio César, el gran populista del mundo clásico que militaba, por cierto, en el partido de los segundos, en herencia por línea directa de Mario y de los Gracos), y que impide entender que tan abstracto o genérico es el concepto de libertad o de institución como lo es también el de pueblo o voluntad general si no se dan al instante los parámetros de funcionalidad histórica o política, o social. Es una imposibilidad que me hace recordar aquél apunte de Carlos Marx del 18 Brumario con el que -por decirlo de algún modo- evidenciaba el desbordamiento de las formas jurídicas por los contenidos políticos, diciendo que “la burguesía liberal del siglo diecinueve pedía a gritos el voto universal: lo que obtuvo como resultado fue la lucha de clases”.
Estamos en todo caso ante otro problema de confusión o abuso conceptual. El de populismo se ha convertido en criterio de catalogación indiscriminado y en instrumento de golpeo ideológico nada más, pero que es más oscurecedor que clarificador. Porque si bien es cierto que puede haber quienes detesten por igual a Donald Trump y a Maduro o a Hugo Chávez, no lo hacen, aunque lo crean, por las mismas razones. ¿Alguien imagina una misma biblioteca con el libro Queremos que seas rico del flamante populista -según el analista en cuestión- de Trump y Kiyosaki, al lado de, pongamos por caso, El libro azul de Hugo Chávez Frías, seguidos, los dos, además, de las memorias de Jean Marie Le Pen? Yo tampoco. ¿En qué sentido son todos, a la vez, populistas? ¿Y qué es entonces el populismo?
Y más aún: ¿cómo es posible que dos figuras tan antagónicas ideológicamente como Donald Trump o Chávez o Maduro sean tenidos en un mismo concepto político? La respuesta puede parecer de escándalo. Y de hecho lo es (o lo es quizá para muchos), porque la tesis que queremos aquí defender es que, a partir del siglo XIX, toda política, o más bien todo discurso político es, o debe ser, por principio, populista. Por eso es que la confusión aparece una y otra vez.
¿A qué podemos atribuir esta cuestión? Al hecho de que el concepto de nación política que emerge de las revoluciones atlánticas (la francesa, la norteamericana y las hispánico-americanas) tiene como fundamento doctrinario el desplazamiento de la base histórica sobre la que se asienta la soberanía, que de ser dinástica pasa a ser popular. El súbdito deja de serlo para transformarse en ciudadano, que lo es a su vez, más que por tener derechos en abstracto, porque está armado para defender a la nación política –que homologa a las naciones étnicas- en la vida dentro de la cual tales derechos cobran sentido: la ciudadanía no es otra cosa, por tanto, que el pueblo en armas, razón por la cual dijo Lukács que la Revolución francesa y Napoleón hicieron de la historia una experiencia de masas.
Pero al hacerlo, al hacer de la historia un acontecimiento de masas, se tuvo entonces que hacer inteligible para todos el hecho de que la guerra patriótica o nacional estaba vinculada con toda la vida: ‘¿Qué es el tercer estado? Todo. ¿Qué ha sido hasta el presente en el orden político? Nada. ¿Cuáles son sus exigencias? Llegar a ser algo’ (¿Qué es el Tercer Estado?, Sieyes, 1789). El cambio es de primer orden en términos cualitativos, sobre todo en cuanto a los métodos de la propaganda político-ideológica, que es a donde queremos llegar. Porque lo que cambia de manera radical son las variables definitorias del contenido del discurso político en función del nuevo esquema de relaciones que se establece con las masas populares en tanto que parte formal de la soberanía. Es el tránsito de la Edad aristocrática a la Edad democrática de la que habló Tocqueville:
‘… la diferencia entre un ejército mercenario y uno de masas es precisamente cualitativa en lo que respecta a la relación con las masas de la población. Cuando no se trata de reclutar pequeños contingentes de déclassés para un ejército profesional (o de obligar a ciertos grupos a enrolarse), sino de crear un ejército de masas, el significado y el objetivo de la guerra deben explicarse a las masas por vías propagandísticas. Esto no sucede sólo en Francia durante los tiempos de la defensa revolucionaria y de las posteriores guerras de ofensiva. También los otros estados se ven obligados a emplear este medio cuando pasan a formar ejércitos de masas… Pero la propaganda no puede de ningún modo limitarse a una guerra única y aislada. Tiene que develar el contenido social y las condiciones y circunstancias históricas de la lucha; tiene que establecer un nexo entre la guerra y toda la vida, entre la guerra y las posibilidades de desenvolvimiento de la nación.’ (George Lukács, La novela histórica, énfasis añadido, I.C.).
Se trata de un escenario histórico nuevo en el que ‘en vez de unas cuantas fracciones de la burguesía, todas las clases de la sociedad francesa se vieron de pronto lanzadas al ruedo del poder político, obligadas a abandonar los palcos, el patio de butacas y la galería y a actuar personalmente en la escena revolucionaria’ (Carlos Marx, La lucha de clases en Francia). Es nuevo el escenario, además de problemático, porque lo que al instante emerge como nudo ideológico es el problema de la representación, y con él el de la democracia. ¿Quién representa a quién y según qué y cómo y a cuenta de qué? ¿Y dónde y de qué forma se ejerce la representación?
Con esto entramos de lleno, en efecto, en el núcleo de la doctrina, vale decir también problema, de la democracia moderna. Quienes creen que la única forma de ejercer la democracia es por vía indirecta, ven en las instituciones representativas (parlamento, consejos, cámaras) el único ámbito legítimo para su ejercicio. Quienes quieren romper las vías indirectas por considerarlas corrompidas o burocratizadas o ensimismadas (la ley de hierro de la oligarquía de Michels), serán vistos por los primeros, en efecto, como populistas, que se tendrán a sí mismos, a su vez, como verdaderos representantes del pueblo (como ocurría con los tribunos de la plebe en época de la república romana, como lo fue Tiberio Sempronio Graco, precisamente, o como ocurrió también con Julio César).
No se trata tanto, entonces, de que el populista busque “adular al pueblo”, porque -del siglo XIX a esta parte según tenemos dicho- todo político, en principio, tiene que hacerlo en realidad (si miente para ello o no es problema de otro orden, porque todos lo hacen, no sé si me explico), siempre que se crea en la doctrina de la soberanía popular y en sus mecanismos de representación.
Otra cosa es que no se crea en ellos. Henry Kissinger, por ejemplo, sostiene con buena parte de razón que nuestro mundo, en términos geopolíticos, se perfila luego de la Paz de Westfalia a partir de 1648, cuando surge el sistema mundial de estados-nacionales soberanos, y no a partir de las revoluciones atlánticas de fines del XVIII y principios del XIX, lo que supone entre otras cosas que la doctrina de la soberanía popular y su representación democrática le tienen a Kissinger sin cuidado, tal como ocurre también con Mearsheimer.
En todo caso, es sólo situándonos históricamente en el ámbito doctrinal e ideológico de la democracia en la que llevamos poco más de dos siglos metidos, como nos es posible dimensionarlo como marco epocal en el que el populismo, más que como perversión mesiánica, se nos manifiesta entonces, y en definitiva, como efecto condicionado por la propia dialéctica ideológica de la que es expresión, en medio de cuyo encadenamiento causal no va a ser tan fácil salir. Por eso es que la confusión aparece y aparecerá, ésta es la cuestión, una y otra vez.
Ismael Carvallo Robledo / Director de la Facultad de Filosofía de León
León. Guanajuato. México.
[Imagen: Julio César, el gran populista del mundo clásico]
Comparte:
Me gusta esto: