Ismael Carvallo Robledo
Para Porfirio Muñoz Ledo. Comisionado para la Reforma Política del Distrito Federal.
Se trata de una dialéctica cuya marcha inició hace ya muchos años. El estatuto de la ciudad de México ha sido siempre materia de discordia política, y tanto más cuanto que se sitúa como vértice político y sede de los poderes de la Unión. Carente de una Constitución homologable al resto de los estados de la federación, el Distrito Federal se ha mantenido en una suerte de limbo jurídico que reportaba algunos contratiempos tanto a su ciudadanía como, sobre todo, a su clase política, y que hacía de su régimen de gobierno una suerte de pivote sui géneris dentro de la estructura general de la república.
Ese proceso ha llegado hace algunos meses a un punto de inflexión histórico. El 29 de enero pasado el Congreso de la Unión aprobó la Reforma Política del Distrito Federal en virtud de la cual, entre otras cosas, la capital del país ha pasado a llamarse formal y estatutariamente Ciudad de México, además de que se ha puesto en marcha –y esto es lo más importante- un proceso constituyente del que habrá de derivarse, ahora sí, su Constitución Política.
Una consideración de tipo metodológico nada más para los efectos de ordenación de los debates suscitados a raíz de la convocatoria de este proceso tan importante.
Definamos primero dos perspectivas fundamentales: una primera, que llamaremos distributiva, y una segunda que llamaremos atributiva. Ambas se definen según la relación lógica que media entre las partes y el todo de referencia. La perspectiva distributiva es aquélla en la que las partes que conforman una totalidad tienen consistencia en sí mismas independientemente del lugar que ocupen dentro de la totalidad: el carburador de un motor, pongamos por caso, puede ser visto o entenderse como tal al margen de que se utilice como parte de un Corvette o de un Mustang. En esta perspectiva tienen lugar los procesos de homologación.
La perspectiva atributiva es aquélla en la que las partes que conforman una totalidad no tienen consistencia más que insertadas en la totalidad en cuestión: una pieza de rompecabezas no tiene consistencia en sí misma, pues sólo cobra sentido insertada exclusivamente en el conjunto de piezas del rompecabezas concreto del que forma parte y para el cual fue diseñada de manera exclusiva, atributivamente. En esta perspectiva tienen lugar los procesos de analogía.
Para los efectos que nos conciernen, podríamos decir entonces que, desde la perspectiva distributiva, la ciudad de México puede ser vista como tal independientemente del lugar que pueda llegar a ocupar en cualquier totalidad, es decir, que distributivamente el DF es homologable, por cuanto a sus problemas (pobreza, participación ciudadana, contaminación, corrupción, abastecimiento, desarrollo urbano, formas de gobierno), a cualquier otra ciudad del mundo: tan importante es el problema de la corrupción o la contaminación en la ciudad de Berlín como lo son en la de Managua, Ottawa o Tepic. Desde este punto de vista se nos aparece lo que llamaremos “los problemas” de la ciudad de México, que son sistematizados por las ciencias sociales en general: el derecho, la administración pública, la ciencia política, la arquitectura, el urbanismo, la antropología, la demografía.
Ahora bien, desde la perspectiva atributiva, la ciudad de México se nos aparece no ya desde los problemas que comparte (homologables) con cualquier otra ciudad, sino desde la singularidad (atributiva) que hace de ella una parte muy determinada que sólo cobra su sentido desde una totalidad igualmente determinada. Aquí aparece lo que podríamos llamar “el problema” de la ciudad de México, que ya no es homologable al de Berlín, al de Managua, al de Ottawa o al de Tepic, porque las ideas y procesos involucrados no son ya de naturaleza genérica sino específica: es un problema exclusivo, de alguna manera, de la ciudad de México, y que tiene que ver sobre todo con su identidad histórica. Su abordaje y resolución es ya una tarea de la historia y la filosofía.
Desde esta segunda perspectiva, la pregunta fundamental es ¿qué es, históricamente, la ciudad de México? Hay tres tipos de respuesta, según la fase que se considere: ha sido la capital azteca (fase prehispánica), la capital virreinal (fase novohispana) y la capital nacional (fase republicana).
La clave de “el problema” de la ciudad de México se sitúa, nos parece, en la fase que la vio convertirse en capital virreinal, porque fue sólo hasta entonces cuando quedó incorporada (atributivamente) a una totalidad geopolítica de grandes dimensiones, la monarquía hispánica, a través de la que quedó configurada una plataforma histórica y cultural, la hispanoamericana, que la conectó de manera irreversible con otras grandes ciudades arracimadas en una red de despliegue geoestratégico de escala universal: desde Oviedo hasta Buenos Aires, pasando por Santa Fe de Bogotá, León, Quito, Sevilla, Madrid o Monterrey. Sólo a partir de entonces la de México se constituyó en una verdadera metrópoli mundial, en una verdadera ciudad imperial (la Ciudad de los Palacios), conectada con los grandes procesos de la historia moderna. Hoy en día, no hay más personas que hablen español en el planeta que los que hay en la Ciudad de México, que es como si dijéramos, en otras palabras, que es la capital de la Hispanidad.
Hasta donde he podido observar, todos los debates sobre su Constitución se sitúan en la primera perspectiva. De lo que implica la segunda es muy poco, si no es que nada, lo que he podido escuchar. A qué se debe esto es algo respecto de lo cual les ruego yo que no me pregunten.
Viernes 22 de abril. Diario Presente. Villahermosa, Tabasco.
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