Política

¿De quién es Chichen Itzá?

La pregunta podría extenderse sin problemas a otros dominios arqueológicos: ¿de quién es Teotihuacán?, ¿de quién es Palenque?, ¿y Petén?, ¿y Tulum? Y si quisiéramos ponernos internacionales, además de pesados, podríamos preguntarnos también por la propiedad de Machu Picchu o de Tikal. ¿De quiénes son estos sitios?

Llego a esta pregunta luego de una visita reciente a la ciudad de Mérida, Yucatán, en uno de cuyos periódicos locales observé de pasada el titular de primera plana, que daba cuenta de una polémica en marcha -aunque añeja como el brandy- llamando la atención del lector, y la mía, mediante un encabezado que decía algo más o menos como esto: “Chichen Itzá es de los yucatecos”.

Investigando un poco, observo que hay –y acaso ha habido por mucho tiempo- un conflicto entre ejidatarios y pobladores del área donde está la reliquia arqueológica en litigio y la instancia responsable de su resguardo y gestión, el INAH (Instituto Nacional de Antropología e Historia).

Desde la superficie parece ser que el problema radica en el hecho de que el dinero que por vía turística es recaudado por el INAH o por la Secretaría de Turismo, es decir, por el Gobierno Federal, no llega nunca, o en cantidades reducidas e indignas, a los pobladores o ejidatarios que viven en la zona, afectando tanto su economía local como la economía turística regional, que no ven llegar nunca el beneficio reportado por una atracción turística de tanta fama mundial como la del llamado mundo maya. El conflicto ha llegado a tal grado que, al parecer, los pobladores locales han implementado la estrategia de cobrar por su cuenta una cuota a los turistas bajo el argumento ya dicho.

Dispuestas las variables así pareciera razonable el reclamo de los ejidatarios. Pero me temo que las cosas no son tan sencillas, porque Chichen Itzá, y me van ustedes a perdonar, no es de los yucatecos. Chichen Itzá, al igual que Tulum o Teotihuacán, o Palenque o La Venta, es de todos los mexicanos. O de otra forma, es de la nación política, en cuya representación operan, gestionan, distribuyen y administran las cosas y los recursos de la República los poderes de la Unión. Y tan mío es Chichen Itzá o La Venta como de un zacatecano o tamaulipeco pueden serlo Teotihuacán, Mitla, Papantla o Monte Albán.

Es obvio que no hablo en términos de la propiedad individual de un sitio arqueológico, cosa tan absurda como la de pensar que quienes defendemos la propiedad nacional del petróleo lo hacemos porque creemos o queremos tener acciones de PEMEX, que es el argumento favorito de quienes detestan al nacionalismo y a Lázaro Cárdenas y su legado.

La dialéctica del problema se distribuye en varios planos que es preciso distinguir. Una cosa es la gestión, desde el plano burocrático-administrativo, de un sitio arqueológico determinado, y otra cosa es la propiedad de ese sitio, es decir, una cosa es el plano administrativo y otra lo es el jurídico constitucional, que además se cruzan -ambos- con el económico-turístico.

La disputa se puede dirimir prestando atención a los términos que conforman el nombre de la institución responsable (el INAH), es decir, que la disputa se dirime entre la antropología y la historia. La clave está en la diferencia entre la nación étnica, más cercana a las coordenadas de la antropología, y la nación política, entendida solamente desde la historia.

Naciones étnicas ha habido siempre, pero la nación política surge solamente con el gran ciclo de las revoluciones atlánticas de fines del siglo XVIII y todo el XIX: la revolución francesa, la norteamericana y la hispánico-americana. De manera muy esquemática, por nación étnica entendemos a los pueblos étnicamente homogéneos que conviven o coexisten en el interior o en las estribaciones de sociedades políticas más complejas como los reinos o los imperios. La nación política es el fruto del proceso decimonónico de reorganización de los imperios universales en unidades acotadas, más o menos, por los límites de los estados monárquicos preexistentes al ciclo revolucionario atlántico dicho, y que se caracteriza por el hecho central y decisivo de que las naciones étnicas se refunden en una sola nación política soberana y con igualdad ciudadana, como terminaron siendo Francia, España, Venezuela, México, Italia o Alemania.

Esto significa que la reorganización trae consigo una dialéctica de reapropiación territorial por vía de nacionalización, de modo tal que las reliquias antropológicas o arqueológicas, o artísticas, o el petróleo, pasan a ser propiedad de la nación política, sin perjuicio de que su procedencia “cultural” sea, en dado caso, de estirpe etnológica. Por eso el de antropología, en México, es un Museo Nacional de Antropología, el de arte es un Museo Nacional de Arte, y el de historia y antropología es un Instituto Nacional de Antropología e Historia, que es la escala desde la que se interpreta al mundo maya, o al olmeca o al teotihuacano, sin que pueda darse la recíproca.

Lo que habría que hacer en todo caso, para efectos turísticos, es establecer una gestión preferencial que beneficie directamente a nuestros queridos compatriotas yucatecos. Y lo mismo para los que, en dado caso, vivan cerca de Mitla o Monte Albán, que tampoco son, exclusivamente, no sé si me explico, de los oaxaqueños.

Diario Presente. Viernes 18 de marzo, 2016. Villahermosa, Tabasco.

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