Ismael Carvallo Robledo
Dante Alighieri en la foto. La Divina Comedia, que es algo así como la poesía del tomismo, se estructura en torno del drama humano acontecido en función de la dialéctica de las virtudes.
La tolerancia es otra de las ideas que con más brillo se destacan en nuestro presente ideológico. Y lo hace además con luz propia, que refulge con una intensidad que se nos manifiesta como si proviniera de una fuente pura y esencial, inmaculada, a través de la que se desplaza hasta nosotros el significado rotundo e inequívoco que hace de ella la virtud fundamental del mundo contemporáneo. Al igual que ocurre con otros conceptos como el de la cultura o la felicidad –y ya hemos hablado aquí de ese par de mitos oscuros-, pareciera que la tolerancia es la vía directa que nos conduce a una suerte de estado de gracia santificante, haciendo de su contrario, la intolerancia, el peor de los vicios imaginables, algo así como la antesala del infierno.
El Museo Memoria y Tolerancia de la ciudad de México se organiza de este modo más o menos, mostrando a los ojos de quien lo visita el recuento de todas las atrocidades humanas de la historia moderna -del holocausto a las dictaduras en Hispanoamérica o los genocidios en África o en Bosnia- de un modo tal que en la disposición curatorial se cifra un mensaje de bien evidente elocuencia: los males del mundo, las guerras, las matanzas o los genocidios de la historia no son otra cosa que el resultado de la intolerancia. Solución: la tolerancia. Más claro ni el agua.
La ONU, institución especialista en llevar a las cimas del olimpo ideológico el panfilismo, la corrección política y la inanidad intelectual -y a Shakira, para que cante el Imagine de Lennon, sumo pontífice de la cursilería pop burguesa y capitalista-, declaró por otro lado, en 1996, que el 16 de noviembre habrá de ser tenido urbi et orbi como el Día Internacional para la Tolerancia, considerada como el “cimiento más firme de la paz y la reconciliación”.
Proveniente del latín tolerantia, el DRAE remite este término a algo que, o bien se aproxima al respeto a las ideas, creencias o prácticas de los demás cuando son diferentes o contrarias a las propias (segunda acepción), o bien al reconocimiento de inmunidad política para quienes profesan religiones distintas de la admitida oficialmente (tercera acepción). Es una definición abstracta, que sirve solamente para entrar en materia, porque el problema, como en todo, son los contenidos, que se definen dialécticamente a partir de los límites propios y ajenos, es decir, en la confrontación: ¿hasta qué punto es dable tolerar una religión que, por ejemplo, promueve la poligamia o el maltrato a la mujer? ¿Cómo es posible respetar una ideología política que busque, pongamos por caso, el renacimiento del nazismo, o un partido que busque la disolución de la nación política de la que se supone forma parte?
Históricamente hablando, se trata además de una idea que no tuvo siempre el peso político-ideológico que tiene hoy. En la tradición clásica de estirpe platónica, aristotélica y ciceroniana, la tolerancia no figura en el cuadro de las virtudes fundamentales, que son, como se sabe, la prudencia, la fortaleza, la templanza y la justicia. Pero tampoco figura la tolerancia en el cuadro de las virtudes teologales –fe, esperanza y caridad- en torno de las que gravita el mundo cristiano medieval, así como tampoco lo hace dentro de las correspondientes virtudes de la revolución francesa -libertad, igualdad y fraternidad-, partera ideológica de nuestro mundo.
Fue más bien hasta el término de la segunda guerra mundial (con el escándalo del holocausto), pero sobre todo tras la caída de la Unión Soviética y el fin de la Guerra Fría cuando la tolerancia cobró la relevancia luminiscente con la que se destaca hoy, de modo tal que, puestos a ello, podríamos muy bien decir que la tríada ideológica de nuestro presente estría conformada por los valores –ya no se habla de virtudes- de la tolerancia, la paz y los derechos humanos. Algo así, poniéndonos sarcásticos, como el “pensamiento Shakira”.
Pero yo no veo las cosas tan sencillas como muchos quisieran, sobre todo estando el mundo como está. Porque sencillamente no se puede tolerar todo en la vida. Yo, por ejemplo, no tolero la estupidez. Además de que me parece muchas veces que, en dado caso, se tolera solamente lo que no te importa, acercando la tolerancia a la indiferencia. Cuando algo te molesta, o te afecta de verdad, entonces tomas partido. Y pones límites y criterios, y peleas por ello, definiendo, en el combate, el perfil moral de tu persona, que resume el de tu pueblo, nación o plataforma histórico- cultural.
La tolerancia, más que un valor absoluto e inmaculado, es entonces una función, compuesta de variables y parámetros, que en cada momento se tienen que evaluar y ponderar para poder avanzar, o también para retroceder, según se trate de instituciones, de Estados o de personas. Tiene que ver, en definitiva, con lo que está bien y con lo que está mal, teniendo siempre en cuenta que, en ocasiones límite, es preferible un mal menor a una catástrofe. Y entonces toleras ese mal. ¿Quién, en la vida, en la política, en las relaciones personales, no ha tenido que actuar así? Los clásicos, y de entre ellos Aristóteles, le llamaron a esto prudencia.
Diario Presente. Villahermosa. Viernes 22 de enero, 2016.
Me gusta esto:
Me gusta Cargando...
Ismael Carvallo Robledo
Dante Alighieri en la foto. La Divina Comedia, que es algo así como la poesía del tomismo, se estructura en torno del drama humano acontecido en función de la dialéctica de las virtudes.
La tolerancia es otra de las ideas que con más brillo se destacan en nuestro presente ideológico. Y lo hace además con luz propia, que refulge con una intensidad que se nos manifiesta como si proviniera de una fuente pura y esencial, inmaculada, a través de la que se desplaza hasta nosotros el significado rotundo e inequívoco que hace de ella la virtud fundamental del mundo contemporáneo. Al igual que ocurre con otros conceptos como el de la cultura o la felicidad –y ya hemos hablado aquí de ese par de mitos oscuros-, pareciera que la tolerancia es la vía directa que nos conduce a una suerte de estado de gracia santificante, haciendo de su contrario, la intolerancia, el peor de los vicios imaginables, algo así como la antesala del infierno.
El Museo Memoria y Tolerancia de la ciudad de México se organiza de este modo más o menos, mostrando a los ojos de quien lo visita el recuento de todas las atrocidades humanas de la historia moderna -del holocausto a las dictaduras en Hispanoamérica o los genocidios en África o en Bosnia- de un modo tal que en la disposición curatorial se cifra un mensaje de bien evidente elocuencia: los males del mundo, las guerras, las matanzas o los genocidios de la historia no son otra cosa que el resultado de la intolerancia. Solución: la tolerancia. Más claro ni el agua.
La ONU, institución especialista en llevar a las cimas del olimpo ideológico el panfilismo, la corrección política y la inanidad intelectual -y a Shakira, para que cante el Imagine de Lennon, sumo pontífice de la cursilería pop burguesa y capitalista-, declaró por otro lado, en 1996, que el 16 de noviembre habrá de ser tenido urbi et orbi como el Día Internacional para la Tolerancia, considerada como el “cimiento más firme de la paz y la reconciliación”.
Proveniente del latín tolerantia, el DRAE remite este término a algo que, o bien se aproxima al respeto a las ideas, creencias o prácticas de los demás cuando son diferentes o contrarias a las propias (segunda acepción), o bien al reconocimiento de inmunidad política para quienes profesan religiones distintas de la admitida oficialmente (tercera acepción). Es una definición abstracta, que sirve solamente para entrar en materia, porque el problema, como en todo, son los contenidos, que se definen dialécticamente a partir de los límites propios y ajenos, es decir, en la confrontación: ¿hasta qué punto es dable tolerar una religión que, por ejemplo, promueve la poligamia o el maltrato a la mujer? ¿Cómo es posible respetar una ideología política que busque, pongamos por caso, el renacimiento del nazismo, o un partido que busque la disolución de la nación política de la que se supone forma parte?
Históricamente hablando, se trata además de una idea que no tuvo siempre el peso político-ideológico que tiene hoy. En la tradición clásica de estirpe platónica, aristotélica y ciceroniana, la tolerancia no figura en el cuadro de las virtudes fundamentales, que son, como se sabe, la prudencia, la fortaleza, la templanza y la justicia. Pero tampoco figura la tolerancia en el cuadro de las virtudes teologales –fe, esperanza y caridad- en torno de las que gravita el mundo cristiano medieval, así como tampoco lo hace dentro de las correspondientes virtudes de la revolución francesa -libertad, igualdad y fraternidad-, partera ideológica de nuestro mundo.
Fue más bien hasta el término de la segunda guerra mundial (con el escándalo del holocausto), pero sobre todo tras la caída de la Unión Soviética y el fin de la Guerra Fría cuando la tolerancia cobró la relevancia luminiscente con la que se destaca hoy, de modo tal que, puestos a ello, podríamos muy bien decir que la tríada ideológica de nuestro presente estría conformada por los valores –ya no se habla de virtudes- de la tolerancia, la paz y los derechos humanos. Algo así, poniéndonos sarcásticos, como el “pensamiento Shakira”.
Pero yo no veo las cosas tan sencillas como muchos quisieran, sobre todo estando el mundo como está. Porque sencillamente no se puede tolerar todo en la vida. Yo, por ejemplo, no tolero la estupidez. Además de que me parece muchas veces que, en dado caso, se tolera solamente lo que no te importa, acercando la tolerancia a la indiferencia. Cuando algo te molesta, o te afecta de verdad, entonces tomas partido. Y pones límites y criterios, y peleas por ello, definiendo, en el combate, el perfil moral de tu persona, que resume el de tu pueblo, nación o plataforma histórico- cultural.
La tolerancia, más que un valor absoluto e inmaculado, es entonces una función, compuesta de variables y parámetros, que en cada momento se tienen que evaluar y ponderar para poder avanzar, o también para retroceder, según se trate de instituciones, de Estados o de personas. Tiene que ver, en definitiva, con lo que está bien y con lo que está mal, teniendo siempre en cuenta que, en ocasiones límite, es preferible un mal menor a una catástrofe. Y entonces toleras ese mal. ¿Quién, en la vida, en la política, en las relaciones personales, no ha tenido que actuar así? Los clásicos, y de entre ellos Aristóteles, le llamaron a esto prudencia.
Diario Presente. Villahermosa. Viernes 22 de enero, 2016.
Comparte:
Me gusta esto: