Ismael Carvallo Robledo.
‘En 1820 se hallaban concentrados en Cádiz grandes contingentes de tropas destinadas a las colonias de América del Sur. De súbito, el ejército acantonado en la isla se pronunció por la Constitución de 1812, y su ejemplo cundió entre las tropas de otras localidades… Ya sabemos por Chateaubriand, embajador francés en el Congreso de Verona, que Rusia incitó a España a emprender la expedición de América del Sur e indujo a Francia a emprender la expedición contra España. Sabemos de otro lado, por el mensaje del presidente de los Estados Unidos, que Rusia prometió a este país impedir la expedición contra América del Sur.’
Esto era lo que escribía Carlos Marx desde Londres, en septiembre de 1854, en uno más de sus penetrantes y complejos análisis sobre la marcha general de la política española que desde siempre atrajo la atención de su luminoso genio dialéctico.
El destino de sus textos eran las páginas del New York Daily Tribune, periódico que por algún tiempo tuvo la fortuna inmensa de contar con la colaboración habitual de este poderoso teórico de Tréveris, que explicaba con precisión de relojero suizo la mecánica interna que hacía mover las piezas de un enorme tablero geopolítico que, sobre los restos del imperio español, estaba llamado a reorganizarse en función de las naciones políticas que constituyen hoy el orbe hispánico americano, conformado por un aproximado de 500 millones de hispanohablantes.
Desde los inicios de la revolución en España, activada con la invasión napoleónica de 1808, advirtió Carlos Marx la verdadera magnitud de lo que estaba ocurriendo en la plataforma articulada en torno de la Monarquía hispánica pero cuyo centro de gravitación fundamental -como se puede constatar hoy con más claridad- era Nueva España (no hay en el planeta país que tenga hoy más gente que hable español que México).
Era un proceso que para él, en dado caso, podía solamente medirse con el imperio otomano y el imperio ruso de los zares por cuanto a su densidad histórica y sus alcances geopolíticos. No se trataba de seguir o de copiar ‘la moderna moda francesa, tan en boga en 1848, de comenzar y llevar a cabo una revolución en tres días’: se trataba de defender un imperio realmente existente transformándolo en nación.
Sabemos muy bien que eso ya no pudo ser posible (revísese el artículo 10 de la Constitución de Cádiz, pero sobre todo el 11), y que el pronunciamiento aquél de 1820 era uno de los últimos episodios del proceso de transformación del imperio español -enfrentado a otros imperios como el inglés- en un conglomerado de naciones independientes en América. En lo que terminó siendo México, por ejemplo, el pronunciamiento habría de ser decisivo, pues cataliza y precipita la consumación de la independencia con Iturbide, de tan incómoda estampa para nuestra historiografía, en 1821.
Lo que estaba claro para Marx era que América no se entiende sin España, España sin América y las dos –obvio- sin el mundo. La clave era, y es, entender el contenido y coordenadas de la trabazón de los diversos planos de relaciones de esa dialéctica política tan complicada.
Los procesos electorales que recientemente tuvieron lugar en Argentina, Venezuela y España, en el cierre de 2015, confirman la tesis de esta interrelación histórica, ideológica e internacional. Y el dramatismo de cada proceso es tal, que no es posible -nos parece- encontrar otra comunidad cultural con semejante grado de imantación política, además de que el problema histórico de la nación española sigue latiendo con pulsaciones de renovado vigor.
Al cumplirse el primer cuarto de siglo sin la Unión Soviética en tanto que antagonista del capitalismo neoliberal-socialdemócrata de las grandes multinacionales, en Argentina pierde la presidencia quien, dentro de la matriz histórica del peronismo, había recuperado la beligerancia nacional popular anti-oligárquica y de alguna manera anti-imperialista, pero también la Leyenda Negra antiespañola de factura inglesa, nacionalizando, entre otras cosas, la petrolera que estaba en manos de la española Repsol, y aliándose estratégicamente con el régimen de la revolución bolivariana que recuperó, a su vez, el estandarte y proyecto de Bolívar (apoyado en su momento por el imperio inglés), reactualizando para ello, también, la Leyenda Negra en función del acometido, que logró, de reorganizar las relaciones de poder político y social en Venezuela, apuntalando sus programas mediante el articulado de alianzas geopolíticas con China, Putin y -muy peligrosamente- con Ahmadineyad.
Pero el bolivarismo en Venezuela perdió la mayoría parlamentaria, que quedó en manos de una oposición apoyada por Estados Unidos y la socialdemocracia española (Felipe González), que a su vez, en España, ha denegado la propuesta del PP para formar gobierno e intentar hacerlo con Podemos, un partido de universitarios neo-zapatistas antiglobalización que, por su parte, son ideólogos bolivarianos y piden, como condición sine que non, la secesión de Cataluña. La situación es tal que si el PSOE se alía con el PP, desaparece el PSOE; pero si se alía con Podemos, desaparece España (Alfonso Guerra). ‘Es una vieja historia, pero siempre es nueva’, habría dicho Heine, que cita Marx para, precisamente, hablar de España. Y España, venimos de decirlo, no se entiende sin América.
Diciembre 8, 2016. Diario Presente.
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