Ismael Carvallo Robledo.
Aunque se considera que con las revoluciones nacional-liberales del siglo XIX en el mundo occidental greco-helenístico y judeo-cristiano -sobre todo la revolución francesa y las revoluciones hispanoamericanas- el conflicto entre la Iglesia y el Estado quedó de alguna manera resuelto con su separación formal (que en México se consolida con las Leyes de Reforma), lo cierto es que si se proyecta su relación a lo largo de los siglos la complejidad de su dialéctica cobra una notable densidad, porque, por lo menos desde la conversión del emperador romano Constantino el Grande al cristianismo en el siglo IV de nuestra era, la Iglesia (católica) y el Estado (el imperio romano) entrelazan su trayectoria de una manera tal que no puede haber en realidad aspecto de la historia del Estado que no esté vinculado a la historia de la Iglesia y en sentido inverso.
Miguel de Unamuno resumió de manera perfecta este entrelazamiento cuando dijo que la Iglesia católica no es otra cosa que una síntesis sinfónica de filosofía griega y derecho romano, pilares ambos tanto de la filosofía política como de la filosofía del derecho sobre los que se erigen las doctrinas fundamentales de los Estados modernos en los que vivimos en la actualidad. Henri Pirenne, el gran medievalista belga, lo dice de no menos clara manera al afirmar que, durante la Edad Media, toda disputa teológica era considerada como un asunto de Estado de primer orden, como pudo todavía observarse, en los albores del mundo moderno, cuando el emperador Carlos V arbitrara en la Dieta de Worms, en mayo de 1521, el conflicto provocado por las 95 tesis de Martín Lutero.
El siglo XIX fue entonces el conflicto entre las corrientes liberal-masónicas y la Iglesia católica, que se repliega en la defensa de su tradición y de su posición histórica en tanto que heredera genuina no ya nada más del Antiguo Régimen sino del Imperio romano mismo. La disputa queda resuelta, como decimos, en la institucionalización del Estado laico, que remite la cuestión religiosa al ámbito privado y obliga al Estado a mantenerse neutral (aconfesional) respecto de las manifestaciones religiosas y de las iglesias existentes, a las que debe garantizar libertad de organización y de proselitismo.
En el siglo XX, el antagonismo fundamental fue, como sabemos, el enfrentamiento entre el bloque democrático-liberal capitalista y el bloque del comunismo soviético. En este marco geopolítico de la Guerra Fría, la religión quedó de alguna manera eclipsada, en un segundo plano, siendo la colisión dibujada en el terreno económico-político y militar la que subordinó a cualquier otra.
Todo cambia con la caída de la Unión Soviética y el fin de la Guerra Fría en la última década del siglo XX, pues las variables y magnitudes que habían estado relegadas a la sombra se ponen nuevamente en primer plano. Y fue ese el caso de la religión, pues la caída de las Torres Gemelas de Nueva York, en septiembre de 2001, puso la variable del fundamentalismo islámico a la orden del día. Si con la caída del Muro de Berlín, en noviembre de 1989, llegó a su fin la Guerra Fría, con la caída de las Torres Gemelas de Nueva York no es que haya comenzado una nueva guerra sino que se actualizó una ya en marcha, pero de mucha mayor dilatación y alcance histórico, y que de alguna manera había sido ignorada: la guerra entre el cristianismo y el Islam iniciada en el siglo VIII, en plena Edad Media.
La clave de la cuestión radica en el hecho de que la fórmula moderna del Estado laico (neutralidad aconfesional del Estado, carácter privado e individualista de la religión, aceptación de cualquier religión en el seno de la sociedad de referencia) pierde operatividad ante el conflicto, pues lo que se hace evidente es que la religión, lejos de ser una cuestión estrictamente privada, es un problema público y, en el límite, un problema de Estado, sobre todo por las incompatibilidades que aparecen entre las instituciones a partir de las cuales se organiza y se pauta la vida moral y social de las sociedades de referencia, en este caso las sociedades de origen cristiano (católico o protestante) frente a las de origen musulmán, pues prácticas socio-culturales como la utilización obligatoria del burka por la mujer o la poligamia musulmanas chocan de manera frontal con la estructura que a su vez vertebra las sociedades occidentales.
La neutralidad del Estado aparece entonces como inoperante, o por lo menos problemática, riesgosa en el límite, sobre todo cuando los flujos migratorios y el descenso de las tasas de natalidad en occidente comienzan a transformar la composición poblacional de nuestras sociedades. Tarde o temprano habrá que modificar los criterios, habrá quizá también que tomar partido y encontrar dónde hay más racionalidad, además de que el Estado laico moderno, tal como lo entendemos hasta hoy, dejará de ser muy seguramente la única opción.
[En la imagen: Winston Churchill visitando las ruinas de la Catedral de Coventry, tras el bombardeo alemán. Noviembre de 1940]
Viernes 14 de agosto, 2015. Diario Presente, Villahermosa, Tabasco.
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Ismael Carvallo Robledo.
Aunque se considera que con las revoluciones nacional-liberales del siglo XIX en el mundo occidental greco-helenístico y judeo-cristiano -sobre todo la revolución francesa y las revoluciones hispanoamericanas- el conflicto entre la Iglesia y el Estado quedó de alguna manera resuelto con su separación formal (que en México se consolida con las Leyes de Reforma), lo cierto es que si se proyecta su relación a lo largo de los siglos la complejidad de su dialéctica cobra una notable densidad, porque, por lo menos desde la conversión del emperador romano Constantino el Grande al cristianismo en el siglo IV de nuestra era, la Iglesia (católica) y el Estado (el imperio romano) entrelazan su trayectoria de una manera tal que no puede haber en realidad aspecto de la historia del Estado que no esté vinculado a la historia de la Iglesia y en sentido inverso.
Miguel de Unamuno resumió de manera perfecta este entrelazamiento cuando dijo que la Iglesia católica no es otra cosa que una síntesis sinfónica de filosofía griega y derecho romano, pilares ambos tanto de la filosofía política como de la filosofía del derecho sobre los que se erigen las doctrinas fundamentales de los Estados modernos en los que vivimos en la actualidad. Henri Pirenne, el gran medievalista belga, lo dice de no menos clara manera al afirmar que, durante la Edad Media, toda disputa teológica era considerada como un asunto de Estado de primer orden, como pudo todavía observarse, en los albores del mundo moderno, cuando el emperador Carlos V arbitrara en la Dieta de Worms, en mayo de 1521, el conflicto provocado por las 95 tesis de Martín Lutero.
El siglo XIX fue entonces el conflicto entre las corrientes liberal-masónicas y la Iglesia católica, que se repliega en la defensa de su tradición y de su posición histórica en tanto que heredera genuina no ya nada más del Antiguo Régimen sino del Imperio romano mismo. La disputa queda resuelta, como decimos, en la institucionalización del Estado laico, que remite la cuestión religiosa al ámbito privado y obliga al Estado a mantenerse neutral (aconfesional) respecto de las manifestaciones religiosas y de las iglesias existentes, a las que debe garantizar libertad de organización y de proselitismo.
En el siglo XX, el antagonismo fundamental fue, como sabemos, el enfrentamiento entre el bloque democrático-liberal capitalista y el bloque del comunismo soviético. En este marco geopolítico de la Guerra Fría, la religión quedó de alguna manera eclipsada, en un segundo plano, siendo la colisión dibujada en el terreno económico-político y militar la que subordinó a cualquier otra.
Todo cambia con la caída de la Unión Soviética y el fin de la Guerra Fría en la última década del siglo XX, pues las variables y magnitudes que habían estado relegadas a la sombra se ponen nuevamente en primer plano. Y fue ese el caso de la religión, pues la caída de las Torres Gemelas de Nueva York, en septiembre de 2001, puso la variable del fundamentalismo islámico a la orden del día. Si con la caída del Muro de Berlín, en noviembre de 1989, llegó a su fin la Guerra Fría, con la caída de las Torres Gemelas de Nueva York no es que haya comenzado una nueva guerra sino que se actualizó una ya en marcha, pero de mucha mayor dilatación y alcance histórico, y que de alguna manera había sido ignorada: la guerra entre el cristianismo y el Islam iniciada en el siglo VIII, en plena Edad Media.
La clave de la cuestión radica en el hecho de que la fórmula moderna del Estado laico (neutralidad aconfesional del Estado, carácter privado e individualista de la religión, aceptación de cualquier religión en el seno de la sociedad de referencia) pierde operatividad ante el conflicto, pues lo que se hace evidente es que la religión, lejos de ser una cuestión estrictamente privada, es un problema público y, en el límite, un problema de Estado, sobre todo por las incompatibilidades que aparecen entre las instituciones a partir de las cuales se organiza y se pauta la vida moral y social de las sociedades de referencia, en este caso las sociedades de origen cristiano (católico o protestante) frente a las de origen musulmán, pues prácticas socio-culturales como la utilización obligatoria del burka por la mujer o la poligamia musulmanas chocan de manera frontal con la estructura que a su vez vertebra las sociedades occidentales.
La neutralidad del Estado aparece entonces como inoperante, o por lo menos problemática, riesgosa en el límite, sobre todo cuando los flujos migratorios y el descenso de las tasas de natalidad en occidente comienzan a transformar la composición poblacional de nuestras sociedades. Tarde o temprano habrá que modificar los criterios, habrá quizá también que tomar partido y encontrar dónde hay más racionalidad, además de que el Estado laico moderno, tal como lo entendemos hasta hoy, dejará de ser muy seguramente la única opción.
[En la imagen: Winston Churchill visitando las ruinas de la Catedral de Coventry, tras el bombardeo alemán. Noviembre de 1940]
Viernes 14 de agosto, 2015. Diario Presente, Villahermosa, Tabasco.
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