Ismael Carvallo Robledo.
Hablar de corrupción es incómodo para todos. Nadie quiere ser visto como corrupto. Y el repudio hacia ella es general. Para un político no puede haber peor condena pública que esa, pero cuando se reta a que alguien -político o no- tire la primera piedra, nadie lo hace. Muchos dicen que el problema fundamental de México es la corrupción, pues a ella se debe que los criminales o queden impunes o se escapen de la cárcel, por más que se trate de penales de alta seguridad. Da lo mismo: la corrupción puede con todo y con todos. El cáncer de una sociedad política, se concluirá, es la corrupción. Acabar con la corrupción, tal será la consigna.
Giulio Andreotti (1919-2013), uno de los políticos italianos más polémicos y poderosos de la segunda mitad del siglo XX y vértice de la Democracia Cristiana en torno de la que gravitó el sistema político italiano hasta la llegada de Berlusconi, decía que a veces era necesario “administrar el mal para garantizar un bien”. Era un hombre realista, desde luego. Su caída política tuvo que ver con su presunta participación en la red de corrupción articulada con la mafia italiana, orquestada estratégicamente para desactivar a la izquierda comunista. Nunca pisó la cárcel. En su caso, la corrupción fue instrumentalizada para la consecución estratégica de un objetivo político. Para muchos se trató de una operación de la CIA. Quien tenga interés en él, no puede perderse la magistral película de Paolo Sorrentino, ‘Il Divo’, de 2008, protagonizada por Toni Servillo en el papel de Andreotti.
La cuestión, entonces, tiene que ponerse en perspectiva. Porque no cabe, al parecer, desafortunadamente, una condena global y unívoca contra la corrupción. ¿Quién es capaz de condenar, por ejemplo, la corrupción en la que incurrió Oskar Schindler cuando en la Alemania nazi “corrompió al sistema” al que pertenecía para poder salvar a cerca de mil judíos del exterminio al que estaban destinados? Recuérdese, para los efectos, ‘La lista de Schindler’ de Steven Spielberg (1993).
¿Y qué decir de la decisión de Lenin de “corromperse” para permitir que fueran sus enemigos los alemanes los que financiaran la operación para llevarlo a él y sus seguidores desde Zurich a Petrogrado en abril de 1917, para desestabilizar así al Gobierno Provisional ruso, enemigo, a su vez, de Alemania…y de Lenin? “Éxito de la llegada de Lenin a Rusia. Se está comportando exactamente como deseamos”, habría escrito un agente alemán en Estocolmo a sus superiores en Berlín. ¿Quién estaba trabajando para quién?
Gustavo Bueno (El fundamentalismo democrático, Planeta, Madrid, 2010) dice que para abordar y clarificar el asunto habría que hacer una distinción fundamental. Se trata de la distinción que pone de un lado a la corrupción delictiva y del otro a la corrupción no delictiva.
En el primer caso –corrupción delictiva-, se cuenta con una referencia concreta y objetiva: una ley, un código de procedimientos, una norma determinada. Es la corrupción conectada con el cohecho, la prevaricación, la malversación, el nepotismo: conceptos y acciones que remiten, en efecto, al código penal, y cuyo hedor es evidente.
En el segundo caso –corrupción no delictiva- la cuestión se complica, porque para ella no se cuenta, para su cotejo, con un concreto marco legal o normativo. Es la corrupción vinculada más a la idea de degeneración, o descomposición o degradación, tratándose entonces no ya de la infracción o transgresión de una ley concreta, sino de la perturbación de toda una sociedad política en su conjunto o de su sistema de racionalidad o educativo. ¿Cómo no considerar, por ejemplo, a la ideología de las profecías mayas como un caso concreto de degradación (corrupción) del sistema racional de quien se la cree, si la de las profecías es una de las grandes vergüenzas de la racionalidad humana sin que se viole ley alguna? ¿Quién que haya pasado por el sistema educativo superior puede permitirse creer en eso, o en la astrología o en la lectura de cartas o el tarot? ¿Y acaso no es posible considerar como corrupción no delictiva al hecho de ser incapaces de defender a la pareja heterosexual y monógama como núcleo de la familia, toda vez que, al no hacerlo, estamos entonces obligados a aceptar cualquier forma de familia (poligamia, poliandria, etc.)?
La corrupción, dice Bueno, es la transformación de un sustrato aparentemente sano, según su presencia estética, en un sustrato que resulta ser repugnante y aun peligroso para el mismo sujeto que descubre esa transformación.
Podríamos decir entonces, quizá, que la cuestión estribaría en definir el nivel de corrupción delictiva y de corrupción no delictiva que puede soportar una sociedad política para no perecer. Extirpar el cáncer parecería, siendo realistas, imposible. Administrar el mal para garantizar un bien, diría Andreotti. Habría que saber entonces nada más, y no es poco, cuánto hedor y cuánta repugnancia somos capaces de soportar. Y quién, o quiénes, y cómo, son capaces de reestablecer, a través de la ejemplaridad, el orden sano o la cordura.
Diario Presente, Villahermosa, Tabasco.
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Ismael Carvallo Robledo.
Hablar de corrupción es incómodo para todos. Nadie quiere ser visto como corrupto. Y el repudio hacia ella es general. Para un político no puede haber peor condena pública que esa, pero cuando se reta a que alguien -político o no- tire la primera piedra, nadie lo hace. Muchos dicen que el problema fundamental de México es la corrupción, pues a ella se debe que los criminales o queden impunes o se escapen de la cárcel, por más que se trate de penales de alta seguridad. Da lo mismo: la corrupción puede con todo y con todos. El cáncer de una sociedad política, se concluirá, es la corrupción. Acabar con la corrupción, tal será la consigna.
Giulio Andreotti (1919-2013), uno de los políticos italianos más polémicos y poderosos de la segunda mitad del siglo XX y vértice de la Democracia Cristiana en torno de la que gravitó el sistema político italiano hasta la llegada de Berlusconi, decía que a veces era necesario “administrar el mal para garantizar un bien”. Era un hombre realista, desde luego. Su caída política tuvo que ver con su presunta participación en la red de corrupción articulada con la mafia italiana, orquestada estratégicamente para desactivar a la izquierda comunista. Nunca pisó la cárcel. En su caso, la corrupción fue instrumentalizada para la consecución estratégica de un objetivo político. Para muchos se trató de una operación de la CIA. Quien tenga interés en él, no puede perderse la magistral película de Paolo Sorrentino, ‘Il Divo’, de 2008, protagonizada por Toni Servillo en el papel de Andreotti.
La cuestión, entonces, tiene que ponerse en perspectiva. Porque no cabe, al parecer, desafortunadamente, una condena global y unívoca contra la corrupción. ¿Quién es capaz de condenar, por ejemplo, la corrupción en la que incurrió Oskar Schindler cuando en la Alemania nazi “corrompió al sistema” al que pertenecía para poder salvar a cerca de mil judíos del exterminio al que estaban destinados? Recuérdese, para los efectos, ‘La lista de Schindler’ de Steven Spielberg (1993).
¿Y qué decir de la decisión de Lenin de “corromperse” para permitir que fueran sus enemigos los alemanes los que financiaran la operación para llevarlo a él y sus seguidores desde Zurich a Petrogrado en abril de 1917, para desestabilizar así al Gobierno Provisional ruso, enemigo, a su vez, de Alemania…y de Lenin? “Éxito de la llegada de Lenin a Rusia. Se está comportando exactamente como deseamos”, habría escrito un agente alemán en Estocolmo a sus superiores en Berlín. ¿Quién estaba trabajando para quién?
Gustavo Bueno (El fundamentalismo democrático, Planeta, Madrid, 2010) dice que para abordar y clarificar el asunto habría que hacer una distinción fundamental. Se trata de la distinción que pone de un lado a la corrupción delictiva y del otro a la corrupción no delictiva.
En el primer caso –corrupción delictiva-, se cuenta con una referencia concreta y objetiva: una ley, un código de procedimientos, una norma determinada. Es la corrupción conectada con el cohecho, la prevaricación, la malversación, el nepotismo: conceptos y acciones que remiten, en efecto, al código penal, y cuyo hedor es evidente.
En el segundo caso –corrupción no delictiva- la cuestión se complica, porque para ella no se cuenta, para su cotejo, con un concreto marco legal o normativo. Es la corrupción vinculada más a la idea de degeneración, o descomposición o degradación, tratándose entonces no ya de la infracción o transgresión de una ley concreta, sino de la perturbación de toda una sociedad política en su conjunto o de su sistema de racionalidad o educativo. ¿Cómo no considerar, por ejemplo, a la ideología de las profecías mayas como un caso concreto de degradación (corrupción) del sistema racional de quien se la cree, si la de las profecías es una de las grandes vergüenzas de la racionalidad humana sin que se viole ley alguna? ¿Quién que haya pasado por el sistema educativo superior puede permitirse creer en eso, o en la astrología o en la lectura de cartas o el tarot? ¿Y acaso no es posible considerar como corrupción no delictiva al hecho de ser incapaces de defender a la pareja heterosexual y monógama como núcleo de la familia, toda vez que, al no hacerlo, estamos entonces obligados a aceptar cualquier forma de familia (poligamia, poliandria, etc.)?
La corrupción, dice Bueno, es la transformación de un sustrato aparentemente sano, según su presencia estética, en un sustrato que resulta ser repugnante y aun peligroso para el mismo sujeto que descubre esa transformación.
Podríamos decir entonces, quizá, que la cuestión estribaría en definir el nivel de corrupción delictiva y de corrupción no delictiva que puede soportar una sociedad política para no perecer. Extirpar el cáncer parecería, siendo realistas, imposible. Administrar el mal para garantizar un bien, diría Andreotti. Habría que saber entonces nada más, y no es poco, cuánto hedor y cuánta repugnancia somos capaces de soportar. Y quién, o quiénes, y cómo, son capaces de reestablecer, a través de la ejemplaridad, el orden sano o la cordura.
Diario Presente, Villahermosa, Tabasco.
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