Patria Grande

Jorge Abelardo sobre Octavio Paz y el nacionalismo cultural

1. Leo en un texto mecanografiado por Jorge Abelardo Ramos el título de “Octavio Paz y el nacionalismo cultural”, que generosamente me obsequió hace unos días mi amigo Victor Ramos en Buenos Aires como gesto de simbólico compañerismo.

El título no puede ser más atractivo para mí dado el interés que supone conocer los juicios de una mente tan lúcida y penetrante como la de Jorge Abelardo sobre uno de los grandes mitos culturales e ideológicos del siglo XX mexicano habiendo sido los dos además prácticamente contemporáneos, pues Ramos nace solamente siete años después que Paz, que lo hace en 1914 (Ramos en 1921), y fallece cuatro antes: Paz lo hizo en 1998 y Jorge Abelardo en el fatídico 1994.

La consistente formación marxista de Ramos lo pone al lado Lukács, pensemos sobre todo en La novela histórica, Gramsci y Trotsky (pensemos en Literatura y Revolución), para ofrecernos siempre cuadros contextuales sociohistóricos e ideológicos de gran riqueza panorámica que, sin desmedro de reconocer en su inmanencia la sustantividad poética de las obras analizadas, las desborda siempre para colocarlas con justicia en su correspondiente telar epocal para así poder verlos como objetos fundamentales de la cultura objetiva.

2. Y esto es lo que hace Ramos con Octavio Paz, a quien nos dice en el texto en cuestión que conoció siendo embajador argentino en México –lo fue de 1989 a 1992– en uno de los rituales de besamanos del oficialismo presidencial producidos por la dialéctica de la revolución mexicana que en 1929, al año del asesinato del recién reelecto Álvaro Obregón, se estabilizó en el plano de la disputa militar por el poder presidencial con la creación del Partido Nacional Revolucionario (PNR), primera modulación, de troquel callista, de la matriz de la revolución mexicana institucionalizada:

‘Junto a los Embajadores latinoamericanos –nos cuenta Jorge Abelardo Ramos–, predilectos para tales gastronomías palaciegas, y todos entreverados, se sentaban con sus respectivas esposas, bien alhajadas, los notables del Régimen. Generales disciplinados y robustos, alternaban con algún magnate textil de Monterrey y otros prohombres de la nueva burguesía involuntariamente traída al mundo por los borrosos Villa y Zapata; se veían adheridos a las mesas suculentas altos funcionarios del PRI y del inalcanzable Olimpo burocrático, directores de periódicos, radios y canales de televisión (entre los cuales no faltaba el Señor Azcárraga, cabeza del monopolio privado de dichos medios, hombre clave del Sistema). Y, naturalmente, los intelectuales más notables, Octavio Paz, el primero.

En suma, la flor de la canela del régimen político mexicano, inventado por el General Calles en la década del 30, sistema que aunque envejecido, permanecía con una solidez envidiable. Este sistema había sido creado por una Revolución profunda y conmovedora. La tempestad revolucionaria había costado muchas vidas y había aniquilado el domino de las viejas clases. Por esa causa fue capaz de establecer una alianza de nuevos intereses que integraron a los intelectuales al poder (o a la sombre del poder) y que, en definitiva, había producido una literatura y un arte sin paralelos’ (Jorge Abelardo Ramos, ‘Octavio Paz y el nacionalismo cultural’, texto mecanografiado sin fecha, p. 1). 

3. Planteemos como hipótesis la idea de que el logro de esa estabilización ontológica a principios de la década de los treinta del siglo pasado es lo que acaso permitió que la forma de Estado emanado de la revolución mexicana haya logrado desactivar la politicidad de las fuerzas armadas subordinándola a la politicidad civil en una gradualidad de fases que fue del gobierno de los generales de 1920 a 1946 (Obregón, Calles, Cárdenas y Ávila Camacho) al gobierno de civiles de 1946 en adelante (de Miguel Alemán hasta el presente) para así lograr un continuum político-burocrático-electoral que se rompió cuando en 1994 se volvió a matar por el poder presidencial con el asesinato del candidato del PRI a la presidencia, Luis Donaldo Colosio. El ciclo largo podría trazarse entonces de 1928, asesinato de Obregón, a 1994, asesinato de Colosio. El pacto de los generales de 1928 se habría roto entonces en 1994.

Luego vinieron dos pactos históricos fundamentales más durante el siglo XX para acelerar la maduración del Estado mexicano: el de los sectores de la sociedad y el trabajo con el gobierno cuando Lázaro Cárdenas transforma al PNR en Partido de la Revolución Mexicana (PRM) en 1938 incorporando al sector obrero, al campesino, al popular y al militar a la matriz del partido; y el pacto con el capital nacional cuando Miguel Alemán transforma al PRM en Partido Revolucionario Institucional (PRI) en 1946 y establece las garantías para que México se desarrolle por vía capitalista. El pacto de 1938 se rompe con la matanza del 2 de octubre de 1968 y el pacto de 1946 se rompe con la nacionalización de la Banca de López Portillo en 1982.  

4. Acaso podamos presentar como complemento a nuestra hipótesis la idea de que se trata de un continuum de estabilidad que Argentina no tuvo, siendo entonces que la guerra civil que México tuvo entre 1910 y 1938 (aunque hay quienes dicen que con el asesinato de Rubén Jaramillo –el último zapatista– en 1962 fue cuando verdaderamente concluyó la revolución mexicana) la tuvo Argentina desplazada en el tiempo entre 1945 y 1983 en la plenitud de la Guerra Fría, lo que supuso una intensidad ideológica y geopolítica de gran envergadura y presión. 

Cabe puntualizar, con todo, que el Estado de la revolución mexicana cardenista es el único modelo, junto con el de la revolución brasileña varguista, con el que es posible medir el Estado de la revolución argentina peronista, que es algo que no escapa al análisis de Jorge Abelardo:

‘Aunque el proceso histórico de la Argentina había sido muy diferente, me pareció que bajo ciertos aspectos, no había en América Latina nada más semejante a la Argentina de los tiempos del General Perón que esa gran República mexicana, verdadero monumento a la inmovilidad burocrática y al mismo tiempo rebosante de vida.’ (p.2)  

5. El análisis de Ramos está destinado en todo caso a señalar la función antinacional de Octavio Paz en tanto que intelectual cosmopolita e ilustrado (recordemos la caracterización de Gramsci sobre el papel del intelectual cosmopolita italiano en el período del Risorgimento) que de manera natural tendría que desembocar en una posición de liberalismo modernista que sólo retóricamente se presenta como demócrata pero que, en los hechos, es su antagonista según el paradójico dilema en el que quedó situada la burguesía liberal del siglo XIX, que, según dijera Carlos Marx, ‘pedía a gritos el voto universal pero lo que obtuvo como resultado no deseado fue la lucha de clases’.

A tales efectos dice Ramos lo siguiente: ‘Todo esto viene a cuento, debe saberlo el lector, antes de seguir adelante, porque reiterativamente en los últimos años Octavio Paz se pronuncia contra los peligros del nacionalismo y encomia las conquistas de la cultura y la democracia de Occidente. Sus notables ensayos en La Nación de Buenos Aires, de prosa clásica, y sus diversos discursos (aquel en que glorifica a Eliot de 1986, entre otros) exhiben ante el público una completa revisión del nacionalismo cultural que la Revolución Mexicana dio a la luz en la década del 20 y del cual José Vasconcelos fue abanderado.’

La correspondencia generacional que permitiría encuadrar la función de intelectual cosmopolita de Octavio Paz vendría a darse, según el certero señalamiento de Jorge Abelardo, con la generación del grupo/revista Contemporáneos de la década de los veinte (Xavier Villaurrutia, Salvador Novo, Jaime Torres Bodet):

‘el escritor mexicano, influido por la generación de la revista Contemporáneos, se forma cuando la Revolución ha terminado su fase heroica y no pocos generales revolucionarios se transforman en generales “robolucionarios”, según la amarga broma mexicana. Ya están hastiados de la novelística social, de los murales doctrinarios, del cinismo de los arribistas. Deciden mirar hacia Europa. Los amigos de Paz son los europeizantes, los refinados, los buscadores de las formas más preciosas. Son aristocráticos y decadentes, sibaritas y subjetivistas hasta el absurdo los Novo o los Villaurrutia. Este último declara, desafiante, que es partidario ‘de una pintura para todos a condición de que todos sean unos cuantos’.’ (p. 3).

La función de intelectual liberal, ilustrado y moderno de Octavio Paz se puede ejemplificar mediante la secuencia de proyectos de revistas dirigidas por él: Plural (1971-1976) y Vuelta (1976-1998), que encuentran su continuación orgánica en la actual Letras Libres (1999) de Enrique Krauze, que inequívocamente se declara “heredera de la tradición y el ánimo de Vuelta de Octavio Paz, particularmente de su espíritu liberal y abierto”.

6. Es de observarse el apunte final de Jorge Abelardo Ramos en el que señala la negativa muy seguramente petulante de Octavio Paz para prologarle una edición mexicana del Martín Fierro de José Hernández que la embajada argentina pergeñaba en ese entonces; una negativa obtusa de todo punto la de nuestro pedante e ilustrado Premio Nobel y gran mito de nuestra cultural nacional, pues es la de la nación latinoamericana y la Patria Grande la única vía posible para salirse, si es que de eso se trata, de las estrecheces del nacionalismo cultural de cada uno de nuestros campanarios:

‘A poco de llegar a México –concluye Jorge Abelardo Ramos–, conversé con Octavio Paz en su casa. Lo invité, así como al filósofo Leopoldo Zea, a escribir sendos prólogos para la edición mexicana de “Martín Fierro”, que nuestra Embajada se disponía a editar con bellas ilustraciones de Guadalupe Aparicio. El ilustre escritor no respondió ni sí ni no, y como yo había leído su ensayo sobre el alma mexicana en “El laberinto de la soledad”, comprendí, por algún matiz, que no escribiría el solicitado prólogo.’

7. En otro momento escribí que a Octavio Paz hay que caracterizarlo en tres planos fundamentales disociables pero inseparables: el sociológico-literario-intelectual en primer lugar, en donde se destaca como el intelectual-literato (cosmopolita, efectivamente) más importante de la segunda mitad del siglo XX, comparable solamente con Alfonso Reyes, José Vasconcelos y, más cercano a nosotros, Carlos Fuentes; el plano político-ideológico en segundo, en donde efectivamente transitó de una posición de “hijo” cultural de la Revolución mexicana a un liberalismo democrático e ilustrado y en el límite antinacional según tengo dicho; y el plano filosófico en tercer lugar, en donde Octavio Paz es simplemente una nulidad absoluta e irrelevante, caracterizable perfectamente como halbwissende literati o “literato que sabe las cosas a medias” en los términos de Carlos Marx, es decir, como un poeta pedante y engreído pero sin sistema filosófico alguno que ni con Ortega y Gasset podría siquiera medirse, no se diga Benedetto Croce o, menos aún, Gustavo Bueno.   

En el texto “Octavio Paz y el nacionalismo cultural”, Jorge Abelardo Ramos da muestras de una ecuanimidad y gallardía notables para con Paz que merecen, en definitiva, todo nuestro respeto.

Publicación original de Patria Grande