Aunque esta vez no fue de noche, vamos a dejar el nombre genérico de Noches en el Sályut para la redacción de estas reseñas de cada encuentro del Club Nikolái, que por razones diversas –laborales, de ajuste de itinerarios, de reacomodos de todo tipo– tampoco pudo reunirse una sola vez durante 2025.
El lugar de reunión también cambió: ya no fue la Cantina Tío Pepe sino el Café La Habana la nueva sede, siendo así que este sábado 29 de noviembre pasado volvimos a reunirnos por fin en el también histórico La Habana (la Historia tiene que ser criterio y variable fundamental de todo cuanto hagamos para tener así un poco de gravedad solemne y trágica y ser dignos algún día, por qué no, de alguna frase de David Toscana, por eso es imposible que osemos citarnos, pongamos por caso, en un Starbucks) a título de reencuentro y reactivación de una dinámica que, para hacerla más manejable y factible, tendrá ahora una modalidad bimensual, sabatina y entre matutina y vespertina, pues hemos de vernos el tercer sábado de cada dos meses de las doce a las dos treinta de la tarde más o menos, procurándonos un poco más de margen tanto para la lectura de cada libro elegido como para todo tipo de diligencias domésticas, familiares y laborales que no hagan tan difícil elegir y cumplir de manera periódica con la convocatoria de un día fijo para mantener viva una tertulia literaria, que es de lo que se trata.
Como dato novedoso, Leoncio, de quien ya escribí en otro momento para hablar de la legendaria adquisición que en Guadalajara le llegó a las manos de la biografía de Elvis Presley, nos acompañó a L. y a mí un poco reacio y refunfuñón no lo vamos a negar –tiene apenas 12 años–, pero presente a final de cuentas en la tertulia sí señor luego de haberse leído casi siempre a escondidas para que no nos demos cuenta –pues parte del crecimiento de un niño en vías de convertirse en hombre consiste en llevarle la contraria a los adultos como mecanismo dialéctico de autoafirmación del carácter y de las coordenadas de su propia vida– la correspondiente biografía que le compré de Julio Iglesias, de quien es fan, que la extraordinaria editorial Libros del Asteroide, de la que yo soy fan, editó apenas en 2025 bajo el título de El español que enamoró al mundo. Una vida de Julio Iglesias, de la autoría de Ignacio Peyró y con ese espectacular formato de portada (que son todas iguales en cuanto a diseño) con una franja en blanco con el título estampados –franja y título– sobre una foto o imagen alusiva al tema del libro en cuestión con un tratamiento de tornasolado dispuesto como parte de los paratextos de la obra, en este caso en lo que respecta al equilibrio cromático de escueta elegancia que le confieren al libro la materialidad de un objeto de arte sublime (por cierto que, en cuanto a diseño y paratextos, las mejores editoriales contemporáneas son para mí Acantilado y Libros del Asteroide sin lugar a dudas).
No soy fan ni mucho menos de Julio Iglesias (en realidad no lo soporto), pero Leoncio si lo es y al cien por ciento, de suerte tal que, al ver yo entonces que una de las editoriales de la que soy devoto consumado editó una biografía suya no me lo pensé dos veces y decidí comprárselo hace dos o tres meses, a ver si así logro inculcarle el amor por los libros y la lectura de la misma forma en que mi padre intentó hacerlo conmigo y mis hermanos comprándonos las colecciones completas de Emilio Salgari e Isaac Asimov sin que hayamos tocado ninguno de ellos (Leoncio ya se terminó el libro: es un buen comienzo), pensando yo además que, si Libros del Asteroide lo publicó, el libro debe de tener o sí o sí un valor literario que lo hizo merecedor de figurar en catálogo tan selecto.
En el prólogo, Peyró dice lo siguiente para entrar en materia: ‘Cruzado ya el umbral de los ochenta años, Julio Iglesias puede sentarse a meditar sobre las raras providencias de una vida: ha parado un penalti a Di Stéfano, ha sido amigo de los Reagan y los Clinton, ha actuado para Mitterrand e intimado con Sarkozy, ha cantado con Parton o Sinatra y –entre otros honores más o menos verosímiles– cuenta con un día oficial en Miami, una estrella en Hollywood y hasta la ciudadanía de honor de Benidorm. En un golpe de comicidad involuntaria, una asociación de familias americanas llegó a nombrarle Padre del año cuando aún, por cierto, le quedaban cinco hijos que engendrar. Cruzado el umbral de los ochenta, en fin, se le supone, peldaño más, peldaño menos, entre los diez artistas más ricos del mundo y, allá con Maradona y Elton John, el que más discos ha vendido cuando, nota relevante, aún había que ir a comprarlos. Ha sido el español más conocido del siglo XX tras Dalí y Picasso y, por si este cursus honorum resultara parco, es además embajador del cocido de Lalín. En la última vuelta del camino, a Julio Iglesias la ironía posmoderna le ha regalado ya su forma suprema de inmortalidad: convertirlo en meme. Eso también significa, hélas, que para más de una generación ya no es una voz que les habla sino una presencia desactivada, asumida, como un paisaje de fondo. En el mejor de los casos –él mismo lo sabe–, su música pertenece al género de los placeres culpables: sus canciones suenan en el último pico alcohólico de la fiesta, poco antes de que se manifiesten la lujuria desesperada, el hambre de carbohidratos y las ganas de dormir.’ (pp. 13 y 14).
También suenan sus canciones mientras Leoncio se mete bañar, cosa que no deja de causarnos perplejidad a su madre y a mí tratándose de un niño de doce años. Son esas y las de Juan Gabriel y Luis Miguel a todo volumen siempre. Concedamos que es mejor que escuche eso en vez de algo peor como los corridos tumbados y cosas así. También estoy en la labor de que opte por Bill Evans o Miles Davis, pero todo logro se hace siempre poco a poco y paso a paso.
Al Café La Habana he ido durante muchos años, por lo menos desde hace 20. Es un lugar entrañable y emblemático para mí. Ahí hemos hecho tertulias políticas desde 2006 cuando la efervescencia de las batallas de López Obrador, además de que durante temporadas enteras, que duraban años, me iba a leer ahí los fines de semana.
Es sabida la historia que se resume en sus paredes y mesas: fundado en 1952, fue frecuentado por Fidel Castro y Ernesto Ché Guevara junto con algunos co-exiliados cubanos con los que conspiraban bajo la tolerancia de los gobiernos emanados de la Revolución mexicana, además de que fue lugar de encuentro de escritores, periodistas, políticos e intelectuales de diversas épocas y diversos niveles de fama y gloria, uno de los cuales –el más reciente y acaso el más sonado de todos– el del grupo de los poetas anarco-vanguardistas que, bajo la denominación grupal de infrarrealistas, solían reunirse en la segunda mitad de la década de los setenta del siglo pasado alrededor de la convocatoria de Mario Santiago Papasquiaro y Roberto Bolaño, que inmortalizó al Café en Los detectives salvajes con el nombre ficticio de “café Quito”.
‘Ya van dos veces que comienzo con Los detectives salvajes y ahí voy más o menos, no lo logro terminar. No es que me disguste en realidad, pero voy lento y ni siquiera he logrado llegar a la parte donde se supone que figura el Café La Habana como ámbito de la historia’, le dije más o menos a J.I., que llegó un poco más tarde que los demás y que me respondió algo muy parecido: ‘Yo tampoco logro terminarlo’.
Los primeros en llegar fuimos L., Leoncio y yo, y aprovechamos para desayunar. Por ahí de las doce o doce treinta llegó J., y luego K., V. y al final E., J.I. y R. Fuimos poniéndonos al día en todo, contando con que no había libro para comentar sin perjuicio de que E. iba ya avanzado en uno que A., por su parte, había sugerido en el chat mientras nos poníamos de acuerdo para reestablecer la dinámica del Club. Se trata de La velocidad de la luz de Javier Cercas, en el que E., que lo recomendó bastante, iba alrededor de un treinta por ciento.
Yo llevaba conmigo Plano americano de Leila Guerriero (Alfaguara, 2024 [2018]), un libro de entrevistas diversas a escritores y artistas argentinos que puse sobre la mesa a título de recomendación general nada más habiéndome sorprendido muchísimo por la fuerza y la tensión narrativa que yo he estado preguntándome si puede ser conceptuada tal vez como una forma femenina de narrar: ‘encuentro mucho parecido entre Guerriero y Fernanda Melchor, por ejemplo’, les dije: ‘en ambas narraciones la sintaxis destila mucha fuerza, un flujo continuo que no para, carácter y una suerte de cólera de mujer o algo así que me atrapa y me cautiva de una manera muy especial’, proponiendo entonces que, como lectura, consideráramos el último de Guerriero, La llamada (Alfaguara, 2024), un libro sobre la desgarrada vida de una mujer que sufrió los horrores de la tortura durante la dictadura argentina y que supongo ha de ser una lectura poderosa, en esa línea narrativa en la que están presentes siempre la belleza literaria, el reportaje y la entrevista hilvanando un texto autosostenido y consistente con materiales de la historia.
El orden quedó entonces así: para la próxima reunión, La velocidad de la luz de Javier Cercas, y para la que sigue La llamada de Leila Guerriero.
Mientras seguíamos cruzando comentarios, recuerdos y anécdotas diversas y yo me pedía un par de cervezas, E. se me acercó y me dijo que él por su parte continuó cautivado con Leonardo Padura (en alguna sesión anterior del Club leímos de él Paisaje de otoño), recomendándome muchísimo Adiós Hemingway y comentándome también que al leer El hombre que amaba los perros, que yo por cierto tengo comenzado y avanzado un buen tramo pero que dejé por ahí por no haber tiempo ni vida suficiente para todo estando pendientísimo desde luego y nomás pueda volver con él, diciéndome que si se revisa el libro del general Leandro Sánchez Salazar Así asesinaron a Trotsky (1955, ediciones La Prensa) el paralelismo de la construcción narrativa es sorprendente.
‘Espera espera: yo el que tengo leído hace como treinta años y que me fascinó es Operación Trotsky, de José Ramón Garmabella’, le dije. ‘No, ese no’, me atajó de inmediato, ‘es Así asesinaron a Trotsky, del general Leandro Sánchez Salazar. Léelo’, una vez escuchado lo cual abrí mi aplicación de Mercado Libre para encontrar a muy buen precio el libro en cuestión y pedírmelo al instante. Que el tema me interesa y mucho.
Ahora recuerdo un viaje que hicimos mi hermano Gabriel y yo a un campamento de verano para estudiar inglés a la ciudad de Seattle hace efectivamente como treinta años. Yo me disponía a tomar el avión para alcanzar a mi hermano, que se me adelantó una semana, por eso viajaba solo dándose la circunstancia de que el libro que precisamente me llevé para el viaje era el de Garmabella: Operación Trotsky, que no podía parar de leer.
Era una vistosa portada amarilla con una mancha roja alusiva a la sangre desparramada por encima de la cual estaba el fatídico y famoso piolet –el piolet más famoso de la historia– que Ramón Mercader tuvo la delicadeza de introducir en el cráneo de Trotsky parado detrás suyo mientras leía con interés un texto que le dio para distraerlo, y las palabras del título (OPERACIÓN TROTSKY) dispuestas bien visibles en negritas en la parte superior del libro.
Cuando me acomodé por fin en mi asiento listo para el despegue saqué de mi mochila el libro en cuestión, notando de reojo que la mujer que tenía al lado, una gringa bastante entrada en kilos y años de rostro rubicundo, me veía con sorpresa y desprecio para decirme nomás cruzamos la mirada: ‘are you a communist?’.
No me es posible recordar lo que le contesté, pero el libro era buenísimo. Vamos a ver ahora qué ocurre con el que E. me recomendó.
Aunque esta vez no fue de noche, vamos a dejar el nombre genérico de Noches en el Sályut para la redacción de estas reseñas de cada encuentro del Club Nikolái, que por razones diversas –laborales, de ajuste de itinerarios, de reacomodos de todo tipo– tampoco pudo reunirse una sola vez durante 2025.
El lugar de reunión también cambió: ya no fue la Cantina Tío Pepe sino el Café La Habana la nueva sede, siendo así que este sábado 29 de noviembre pasado volvimos a reunirnos por fin en el también histórico La Habana (la Historia tiene que ser criterio y variable fundamental de todo cuanto hagamos para tener así un poco de gravedad solemne y trágica y ser dignos algún día, por qué no, de alguna frase de David Toscana, por eso es imposible que osemos citarnos, pongamos por caso, en un Starbucks) a título de reencuentro y reactivación de una dinámica que, para hacerla más manejable y factible, tendrá ahora una modalidad bimensual, sabatina y entre matutina y vespertina, pues hemos de vernos el tercer sábado de cada dos meses de las doce a las dos treinta de la tarde más o menos, procurándonos un poco más de margen tanto para la lectura de cada libro elegido como para todo tipo de diligencias domésticas, familiares y laborales que no hagan tan difícil elegir y cumplir de manera periódica con la convocatoria de un día fijo para mantener viva una tertulia literaria, que es de lo que se trata.
Como dato novedoso, Leoncio, de quien ya escribí en otro momento para hablar de la legendaria adquisición que en Guadalajara le llegó a las manos de la biografía de Elvis Presley, nos acompañó a L. y a mí un poco reacio y refunfuñón no lo vamos a negar –tiene apenas 12 años–, pero presente a final de cuentas en la tertulia sí señor luego de haberse leído casi siempre a escondidas para que no nos demos cuenta –pues parte del crecimiento de un niño en vías de convertirse en hombre consiste en llevarle la contraria a los adultos como mecanismo dialéctico de autoafirmación del carácter y de las coordenadas de su propia vida– la correspondiente biografía que le compré de Julio Iglesias, de quien es fan, que la extraordinaria editorial Libros del Asteroide, de la que yo soy fan, editó apenas en 2025 bajo el título de El español que enamoró al mundo. Una vida de Julio Iglesias, de la autoría de Ignacio Peyró y con ese espectacular formato de portada (que son todas iguales en cuanto a diseño) con una franja en blanco con el título estampados –franja y título– sobre una foto o imagen alusiva al tema del libro en cuestión con un tratamiento de tornasolado dispuesto como parte de los paratextos de la obra, en este caso en lo que respecta al equilibrio cromático de escueta elegancia que le confieren al libro la materialidad de un objeto de arte sublime (por cierto que, en cuanto a diseño y paratextos, las mejores editoriales contemporáneas son para mí Acantilado y Libros del Asteroide sin lugar a dudas).
No soy fan ni mucho menos de Julio Iglesias (en realidad no lo soporto), pero Leoncio si lo es y al cien por ciento, de suerte tal que, al ver yo entonces que una de las editoriales de la que soy devoto consumado editó una biografía suya no me lo pensé dos veces y decidí comprárselo hace dos o tres meses, a ver si así logro inculcarle el amor por los libros y la lectura de la misma forma en que mi padre intentó hacerlo conmigo y mis hermanos comprándonos las colecciones completas de Emilio Salgari e Isaac Asimov sin que hayamos tocado ninguno de ellos (Leoncio ya se terminó el libro: es un buen comienzo), pensando yo además que, si Libros del Asteroide lo publicó, el libro debe de tener o sí o sí un valor literario que lo hizo merecedor de figurar en catálogo tan selecto.
En el prólogo, Peyró dice lo siguiente para entrar en materia: ‘Cruzado ya el umbral de los ochenta años, Julio Iglesias puede sentarse a meditar sobre las raras providencias de una vida: ha parado un penalti a Di Stéfano, ha sido amigo de los Reagan y los Clinton, ha actuado para Mitterrand e intimado con Sarkozy, ha cantado con Parton o Sinatra y –entre otros honores más o menos verosímiles– cuenta con un día oficial en Miami, una estrella en Hollywood y hasta la ciudadanía de honor de Benidorm. En un golpe de comicidad involuntaria, una asociación de familias americanas llegó a nombrarle Padre del año cuando aún, por cierto, le quedaban cinco hijos que engendrar. Cruzado el umbral de los ochenta, en fin, se le supone, peldaño más, peldaño menos, entre los diez artistas más ricos del mundo y, allá con Maradona y Elton John, el que más discos ha vendido cuando, nota relevante, aún había que ir a comprarlos. Ha sido el español más conocido del siglo XX tras Dalí y Picasso y, por si este cursus honorum resultara parco, es además embajador del cocido de Lalín. En la última vuelta del camino, a Julio Iglesias la ironía posmoderna le ha regalado ya su forma suprema de inmortalidad: convertirlo en meme. Eso también significa, hélas, que para más de una generación ya no es una voz que les habla sino una presencia desactivada, asumida, como un paisaje de fondo. En el mejor de los casos –él mismo lo sabe–, su música pertenece al género de los placeres culpables: sus canciones suenan en el último pico alcohólico de la fiesta, poco antes de que se manifiesten la lujuria desesperada, el hambre de carbohidratos y las ganas de dormir.’ (pp. 13 y 14).
También suenan sus canciones mientras Leoncio se mete bañar, cosa que no deja de causarnos perplejidad a su madre y a mí tratándose de un niño de doce años. Son esas y las de Juan Gabriel y Luis Miguel a todo volumen siempre. Concedamos que es mejor que escuche eso en vez de algo peor como los corridos tumbados y cosas así. También estoy en la labor de que opte por Bill Evans o Miles Davis, pero todo logro se hace siempre poco a poco y paso a paso.
Al Café La Habana he ido durante muchos años, por lo menos desde hace 20. Es un lugar entrañable y emblemático para mí. Ahí hemos hecho tertulias políticas desde 2006 cuando la efervescencia de las batallas de López Obrador, además de que durante temporadas enteras, que duraban años, me iba a leer ahí los fines de semana.
Es sabida la historia que se resume en sus paredes y mesas: fundado en 1952, fue frecuentado por Fidel Castro y Ernesto Ché Guevara junto con algunos co-exiliados cubanos con los que conspiraban bajo la tolerancia de los gobiernos emanados de la Revolución mexicana, además de que fue lugar de encuentro de escritores, periodistas, políticos e intelectuales de diversas épocas y diversos niveles de fama y gloria, uno de los cuales –el más reciente y acaso el más sonado de todos– el del grupo de los poetas anarco-vanguardistas que, bajo la denominación grupal de infrarrealistas, solían reunirse en la segunda mitad de la década de los setenta del siglo pasado alrededor de la convocatoria de Mario Santiago Papasquiaro y Roberto Bolaño, que inmortalizó al Café en Los detectives salvajes con el nombre ficticio de “café Quito”.
‘Ya van dos veces que comienzo con Los detectives salvajes y ahí voy más o menos, no lo logro terminar. No es que me disguste en realidad, pero voy lento y ni siquiera he logrado llegar a la parte donde se supone que figura el Café La Habana como ámbito de la historia’, le dije más o menos a J.I., que llegó un poco más tarde que los demás y que me respondió algo muy parecido: ‘Yo tampoco logro terminarlo’.
Los primeros en llegar fuimos L., Leoncio y yo, y aprovechamos para desayunar. Por ahí de las doce o doce treinta llegó J., y luego K., V. y al final E., J.I. y R. Fuimos poniéndonos al día en todo, contando con que no había libro para comentar sin perjuicio de que E. iba ya avanzado en uno que A., por su parte, había sugerido en el chat mientras nos poníamos de acuerdo para reestablecer la dinámica del Club. Se trata de La velocidad de la luz de Javier Cercas, en el que E., que lo recomendó bastante, iba alrededor de un treinta por ciento.
Yo llevaba conmigo Plano americano de Leila Guerriero (Alfaguara, 2024 [2018]), un libro de entrevistas diversas a escritores y artistas argentinos que puse sobre la mesa a título de recomendación general nada más habiéndome sorprendido muchísimo por la fuerza y la tensión narrativa que yo he estado preguntándome si puede ser conceptuada tal vez como una forma femenina de narrar: ‘encuentro mucho parecido entre Guerriero y Fernanda Melchor, por ejemplo’, les dije: ‘en ambas narraciones la sintaxis destila mucha fuerza, un flujo continuo que no para, carácter y una suerte de cólera de mujer o algo así que me atrapa y me cautiva de una manera muy especial’, proponiendo entonces que, como lectura, consideráramos el último de Guerriero, La llamada (Alfaguara, 2024), un libro sobre la desgarrada vida de una mujer que sufrió los horrores de la tortura durante la dictadura argentina y que supongo ha de ser una lectura poderosa, en esa línea narrativa en la que están presentes siempre la belleza literaria, el reportaje y la entrevista hilvanando un texto autosostenido y consistente con materiales de la historia.
El orden quedó entonces así: para la próxima reunión, La velocidad de la luz de Javier Cercas, y para la que sigue La llamada de Leila Guerriero.
Mientras seguíamos cruzando comentarios, recuerdos y anécdotas diversas y yo me pedía un par de cervezas, E. se me acercó y me dijo que él por su parte continuó cautivado con Leonardo Padura (en alguna sesión anterior del Club leímos de él Paisaje de otoño), recomendándome muchísimo Adiós Hemingway y comentándome también que al leer El hombre que amaba los perros, que yo por cierto tengo comenzado y avanzado un buen tramo pero que dejé por ahí por no haber tiempo ni vida suficiente para todo estando pendientísimo desde luego y nomás pueda volver con él, diciéndome que si se revisa el libro del general Leandro Sánchez Salazar Así asesinaron a Trotsky (1955, ediciones La Prensa) el paralelismo de la construcción narrativa es sorprendente.
‘Espera espera: yo el que tengo leído hace como treinta años y que me fascinó es Operación Trotsky, de José Ramón Garmabella’, le dije. ‘No, ese no’, me atajó de inmediato, ‘es Así asesinaron a Trotsky, del general Leandro Sánchez Salazar. Léelo’, una vez escuchado lo cual abrí mi aplicación de Mercado Libre para encontrar a muy buen precio el libro en cuestión y pedírmelo al instante. Que el tema me interesa y mucho.
Ahora recuerdo un viaje que hicimos mi hermano Gabriel y yo a un campamento de verano para estudiar inglés a la ciudad de Seattle hace efectivamente como treinta años. Yo me disponía a tomar el avión para alcanzar a mi hermano, que se me adelantó una semana, por eso viajaba solo dándose la circunstancia de que el libro que precisamente me llevé para el viaje era el de Garmabella: Operación Trotsky, que no podía parar de leer.
Era una vistosa portada amarilla con una mancha roja alusiva a la sangre desparramada por encima de la cual estaba el fatídico y famoso piolet –el piolet más famoso de la historia– que Ramón Mercader tuvo la delicadeza de introducir en el cráneo de Trotsky parado detrás suyo mientras leía con interés un texto que le dio para distraerlo, y las palabras del título (OPERACIÓN TROTSKY) dispuestas bien visibles en negritas en la parte superior del libro.
Cuando me acomodé por fin en mi asiento listo para el despegue saqué de mi mochila el libro en cuestión, notando de reojo que la mujer que tenía al lado, una gringa bastante entrada en kilos y años de rostro rubicundo, me veía con sorpresa y desprecio para decirme nomás cruzamos la mirada: ‘are you a communist?’.
No me es posible recordar lo que le contesté, pero el libro era buenísimo. Vamos a ver ahora qué ocurre con el que E. me recomendó.
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