Hay una divisa prácticamente universal que suele escucharse y decirse en los ambientes de la política práctica, y es la de que en ella “no existe el vacío”. Si partimos de la definición de la política como el subsistema social que se organiza alrededor del control y ejercicio del poder, fundamentalmente en su aspecto violento y armado (Lenin: el contenido del Estado es el poder, el contenido del poder es la violencia), es fácil deducir que la divisa en cuestión quiere decir que en política es imposible que exista un vacío de poder, o más bien y en todo caso, que ahí cuando se genera, inmediatamente se llena.
Pues bien, la tesis más aceptada en lo que respecta al origen de la Mafia siciliana según Íñigo Domínguez (Crónicas de la mafia, 2014), es que surge como dinámica de ocupación por la fuerza del vacío de poder generado por el proceso de transición del feudalismo al capitalismo, ‘que en la atrasada y mísera Sicilia no llegó hasta 1812, aunque en la práctica fue en el siglo XX’ (p. 17).
En efecto, la Mafia surgió como figura de intermediación social dentro de la ecuación del poder violento en una fase transitoria campo-ciudad de relaciones de producción a partir del paulatino abandono del campo por parte de las aristocracias, que al irse a la ciudad dejó encargadas sus tierras a capataces devenidos pequeños terratenientes y comerciantes que comenzaron a tiranizar a las poblaciones campesinas, y después a robarle a sus propios amos para terminar acumulando poder económico y armado con el que lograron afirmarse como factores constituyentes de la dialéctica de poder efectivo local, haciéndose entonces imprescindibles para hacer política en el proceso de construcción del Estado italiano contemporáneo sobre todo desde el siglo XIX en adelante y hasta el presente, según insiste enfáticamente Domínguez cada que puede, porque efectivamente –venimos de decirlo–, en política no existe el vacío:
‘Pero a medida que reforzaban su poder empezaron a robar a sus amos y a atenazar lentamente con su violencia a los nobles. A veces incluso recurrían a ellos cuando estaban endeudados y acababan liados en sus manos. Eran un poder de mediación, que con el tiempo se convirtió en un rasgo esencial de la Mafia, que devoraba hacia arriba y hacia abajo’ (p. 18).
La Mafia sería entonces no ya un residuo incómodo, arcaico y atrasado de la Italia moderna, sino un elemento fundamental de carácter urbano y burgués a través del cual tuvo lugar la modernización económica y política de Sicilia (característicamente Palermo); es decir, que no era y es algo periférico y externo al sistema político-económico siciliano (¿italiano?) sino que está en su corazón mismo y casi casi que como variable independiente: ‘De golpe, sin pasar por la Ilustración y sin una burguesía, Sicilia dejó de ser una sociedad medieval, gobernada por caciques, barones y curas, un proceso que coincidió con otro que también es decisivo: a partir de 1860 entró en ese país nuevo y problemático que se acababa de estrenar, Italia, sin estructura, con una administración débil y donde el dinero público era un botín. El monopolio de la violencia pasó oficialmente de la aristocracia al nuevo Estado, pero ante su incapacidad y en medio de una gran inseguridad se transfirió en realidad en manos de quien se hizo con él por la fuerza. Así nació una nueva burguesía mafiosa, hasta hoy.’ (p. 19).
Si leemos con atención, estamos ante una constante fundamental de la dialéctica de configuración de todo Estado en general, y la historia de Italia con la Mafia es un laboratorio de estudio histórico comparado formidable, en el sentido hobbesiano de que el Estado es una maquinaria de apropiación por la fuerza del poder armado/violento institucionalizada y legitimada luego mediante el derecho y la ideología (Togliatti: todo Estado es una dictadura acorazada de hegemonía) a través de la cual se debe de lograr un orden político social lo más estable que se pueda (el equilibrio catastrófico de Gramsci) para que el Estado en cuestión pueda mantenerse en pie y durar en el tiempo (la eutaxia o buen orden de Aristóteles y Gustavo Bueno como criterio fundamental de toda política).
Dije historia de Italia con la Mafia deliberadamente, porque aquí se trata ya de toda Italia y no nada más de Sicilia: ‘Pero esos primeros grupos mafiosos –dice Domínguez– no solo se ocuparon de los enredos de la política siciliana, también tuvieron vista e intervinieron en la propia unidad de Italia. Sicilia entra en el nuevo reino que se estaba formando con el legendario desembarco de Garibaldi en la isla, al frente de la llamada Expedición de los Mil… Naturalmente tuvieron refuerzos y se les unió la rebelión popular, pero una ayuda preciosa les llegó de los llamados picciotti, los chicos enviados por los mafiosos.’ (p. 21).
Hay una divisa prácticamente universal que suele escucharse y decirse en los ambientes de la política práctica, y es la de que en ella “no existe el vacío”. Si partimos de la definición de la política como el subsistema social que se organiza alrededor del control y ejercicio del poder, fundamentalmente en su aspecto violento y armado (Lenin: el contenido del Estado es el poder, el contenido del poder es la violencia), es fácil deducir que la divisa en cuestión quiere decir que en política es imposible que exista un vacío de poder, o más bien y en todo caso, que ahí cuando se genera, inmediatamente se llena.
Pues bien, la tesis más aceptada en lo que respecta al origen de la Mafia siciliana según Íñigo Domínguez (Crónicas de la mafia, 2014), es que surge como dinámica de ocupación por la fuerza del vacío de poder generado por el proceso de transición del feudalismo al capitalismo, ‘que en la atrasada y mísera Sicilia no llegó hasta 1812, aunque en la práctica fue en el siglo XX’ (p. 17).
En efecto, la Mafia surgió como figura de intermediación social dentro de la ecuación del poder violento en una fase transitoria campo-ciudad de relaciones de producción a partir del paulatino abandono del campo por parte de las aristocracias, que al irse a la ciudad dejó encargadas sus tierras a capataces devenidos pequeños terratenientes y comerciantes que comenzaron a tiranizar a las poblaciones campesinas, y después a robarle a sus propios amos para terminar acumulando poder económico y armado con el que lograron afirmarse como factores constituyentes de la dialéctica de poder efectivo local, haciéndose entonces imprescindibles para hacer política en el proceso de construcción del Estado italiano contemporáneo sobre todo desde el siglo XIX en adelante y hasta el presente, según insiste enfáticamente Domínguez cada que puede, porque efectivamente –venimos de decirlo–, en política no existe el vacío:
‘Pero a medida que reforzaban su poder empezaron a robar a sus amos y a atenazar lentamente con su violencia a los nobles. A veces incluso recurrían a ellos cuando estaban endeudados y acababan liados en sus manos. Eran un poder de mediación, que con el tiempo se convirtió en un rasgo esencial de la Mafia, que devoraba hacia arriba y hacia abajo’ (p. 18).
La Mafia sería entonces no ya un residuo incómodo, arcaico y atrasado de la Italia moderna, sino un elemento fundamental de carácter urbano y burgués a través del cual tuvo lugar la modernización económica y política de Sicilia (característicamente Palermo); es decir, que no era y es algo periférico y externo al sistema político-económico siciliano (¿italiano?) sino que está en su corazón mismo y casi casi que como variable independiente: ‘De golpe, sin pasar por la Ilustración y sin una burguesía, Sicilia dejó de ser una sociedad medieval, gobernada por caciques, barones y curas, un proceso que coincidió con otro que también es decisivo: a partir de 1860 entró en ese país nuevo y problemático que se acababa de estrenar, Italia, sin estructura, con una administración débil y donde el dinero público era un botín. El monopolio de la violencia pasó oficialmente de la aristocracia al nuevo Estado, pero ante su incapacidad y en medio de una gran inseguridad se transfirió en realidad en manos de quien se hizo con él por la fuerza. Así nació una nueva burguesía mafiosa, hasta hoy.’ (p. 19).
Si leemos con atención, estamos ante una constante fundamental de la dialéctica de configuración de todo Estado en general, y la historia de Italia con la Mafia es un laboratorio de estudio histórico comparado formidable, en el sentido hobbesiano de que el Estado es una maquinaria de apropiación por la fuerza del poder armado/violento institucionalizada y legitimada luego mediante el derecho y la ideología (Togliatti: todo Estado es una dictadura acorazada de hegemonía) a través de la cual se debe de lograr un orden político social lo más estable que se pueda (el equilibrio catastrófico de Gramsci) para que el Estado en cuestión pueda mantenerse en pie y durar en el tiempo (la eutaxia o buen orden de Aristóteles y Gustavo Bueno como criterio fundamental de toda política).
Dije historia de Italia con la Mafia deliberadamente, porque aquí se trata ya de toda Italia y no nada más de Sicilia: ‘Pero esos primeros grupos mafiosos –dice Domínguez– no solo se ocuparon de los enredos de la política siciliana, también tuvieron vista e intervinieron en la propia unidad de Italia. Sicilia entra en el nuevo reino que se estaba formando con el legendario desembarco de Garibaldi en la isla, al frente de la llamada Expedición de los Mil… Naturalmente tuvieron refuerzos y se les unió la rebelión popular, pero una ayuda preciosa les llegó de los llamados picciotti, los chicos enviados por los mafiosos.’ (p. 21).
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