Hay un ejercicio que suelo hacer en las conferencias que imparto, sobre todo en las de naturaleza política, que consiste en preguntar a los asistentes por lo que para ellos es un ciudadano. La respuesta que normalmente me dan es que un ciudadano es alguien que tiene derechos.
De acuerdo, les digo yo, eso es así pero hasta cierto punto, además de que es una definición muy reciente marcada por la manía u obsesión infantilizadora por “los derechos” (humanos o sociales) que se ha impuesto en el mundo occidental como ideología dominante de nuestro presente, porque, históricamente hablando –continúo–, un ciudadano es sobre todo alguien que ya no es ni siervo ni vasallo ni súbdito de nadie, lo que supone responsabilidades antes que derechos, la primera de las cuales es la de tomar las armas para defender a la patria cuando se requiera, siendo así entonces que la ciudadanía es, fundamentalmente, el pueblo en armas.
Estoy revisando un libro magnífico que trata sobre estas cuestiones desde la perspectiva norteamericana y en el contexto de la emergencia política de Donald Trump: se llama El ciudadano moribundo. Cómo las Elites, el Tribalismo y la Globalización están destruyendo la idea de los Estados Unidos (2021), de Victor Davis Hanson. Es un diagnóstico certero de lo que ha ocurrido con EE.UU en las últimas décadas y de lo que Donald Trump, en efecto, es al mismo tiempo síntoma y dique de contención.
Hanson (1953) es un historiador clasicista (Estudios Clásicos) de la Universidad de Stanford especializado en historia antigua, contemporánea y militar además de agricultor (sí, agricultor, farmer), a quien descubrí hace no mucho a través de la lista de reproducción de videos del Hoover Institution de Stanford, en donde es profesor y conferencista, viendo uno sobre el origen de la ideología woke.
La tesis del libro es que la de ciudadano es una idea política fundamental a partir de la cual se puede comprender la evolución de la civilización occidental, ni más ni menos, eslabonada a partir de la idea de clase media que se remonta a la antigüedad griega (el ‘mesotes’ griego en tanto que punto medio o vía intermedia) y que debe de ser vista como estrato de estabilidad y autonomía social en la que el “ciudadano medio” no envidia a los ricos (porque el lujo es signo de decadencia), pero tampoco depende de lo que el gobierno le dé porque es autónomo.
La ciudadanía supone entonces un conjunto de procesos mediante los que pre-ciudadanos (así se llama la primera parte del libro), principalmente campesinos y tribus (naciones étnicas), adquieren una residencia estable confinada dentro de los límites demarcadas por una frontera política dentro de la cual se eleva su estatus ecualizándolos a todos en cuanto a derechos, obligaciones y un mismo esquema de comunión cívica que los distingue de otras ciudadanías (por eso la migración, en general, es un problema de ecualización cívica), y que luego, por responsabilidad directa de élites ociosas, decadentes y desorientadas, han sido sustituidos, a partir de los 70 del siglo pasado más o menos, por procesos ideológicos de desestabilización política que ha terminado por crear post-ciudadanos (segunda parte del libro) de la mano de tecnócratas y expertos no elegidos y profesores e ideólogos “críticos”, evolucionistas, multiculturalistas y globalistas que han puesto en duda los fundamentos de la estabilidad cívico-política republicana de la clase media hecha a partir de lo común a todos para re-tribalizar y fragmentar a la sociedad norteamericana en función de la idea de diversidad (antagonismos irreconciliables como el sexo o la raza), que a su vez han llevado a su proyecto de nación, tan elogiado por Tocqueville, al borde de la tumba cívica.
Algo así ocurrió en la antigüedad romana tardía, cuando el imperio llegó a ser tan grande que la fragmentación interna terminó por destruir lo que lo mantenía unido. Es muy probable que, como conocedor de todo esto, Hanson tenga ya un pronóstico reservado respecto del fin del imperio norteamericano.
Hay un ejercicio que suelo hacer en las conferencias que imparto, sobre todo en las de naturaleza política, que consiste en preguntar a los asistentes por lo que para ellos es un ciudadano. La respuesta que normalmente me dan es que un ciudadano es alguien que tiene derechos.
De acuerdo, les digo yo, eso es así pero hasta cierto punto, además de que es una definición muy reciente marcada por la manía u obsesión infantilizadora por “los derechos” (humanos o sociales) que se ha impuesto en el mundo occidental como ideología dominante de nuestro presente, porque, históricamente hablando –continúo–, un ciudadano es sobre todo alguien que ya no es ni siervo ni vasallo ni súbdito de nadie, lo que supone responsabilidades antes que derechos, la primera de las cuales es la de tomar las armas para defender a la patria cuando se requiera, siendo así entonces que la ciudadanía es, fundamentalmente, el pueblo en armas.
Estoy revisando un libro magnífico que trata sobre estas cuestiones desde la perspectiva norteamericana y en el contexto de la emergencia política de Donald Trump: se llama El ciudadano moribundo. Cómo las Elites, el Tribalismo y la Globalización están destruyendo la idea de los Estados Unidos (2021), de Victor Davis Hanson. Es un diagnóstico certero de lo que ha ocurrido con EE.UU en las últimas décadas y de lo que Donald Trump, en efecto, es al mismo tiempo síntoma y dique de contención.
Hanson (1953) es un historiador clasicista (Estudios Clásicos) de la Universidad de Stanford especializado en historia antigua, contemporánea y militar además de agricultor (sí, agricultor, farmer), a quien descubrí hace no mucho a través de la lista de reproducción de videos del Hoover Institution de Stanford, en donde es profesor y conferencista, viendo uno sobre el origen de la ideología woke.
La tesis del libro es que la de ciudadano es una idea política fundamental a partir de la cual se puede comprender la evolución de la civilización occidental, ni más ni menos, eslabonada a partir de la idea de clase media que se remonta a la antigüedad griega (el ‘mesotes’ griego en tanto que punto medio o vía intermedia) y que debe de ser vista como estrato de estabilidad y autonomía social en la que el “ciudadano medio” no envidia a los ricos (porque el lujo es signo de decadencia), pero tampoco depende de lo que el gobierno le dé porque es autónomo.
La ciudadanía supone entonces un conjunto de procesos mediante los que pre-ciudadanos (así se llama la primera parte del libro), principalmente campesinos y tribus (naciones étnicas), adquieren una residencia estable confinada dentro de los límites demarcadas por una frontera política dentro de la cual se eleva su estatus ecualizándolos a todos en cuanto a derechos, obligaciones y un mismo esquema de comunión cívica que los distingue de otras ciudadanías (por eso la migración, en general, es un problema de ecualización cívica), y que luego, por responsabilidad directa de élites ociosas, decadentes y desorientadas, han sido sustituidos, a partir de los 70 del siglo pasado más o menos, por procesos ideológicos de desestabilización política que ha terminado por crear post-ciudadanos (segunda parte del libro) de la mano de tecnócratas y expertos no elegidos y profesores e ideólogos “críticos”, evolucionistas, multiculturalistas y globalistas que han puesto en duda los fundamentos de la estabilidad cívico-política republicana de la clase media hecha a partir de lo común a todos para re-tribalizar y fragmentar a la sociedad norteamericana en función de la idea de diversidad (antagonismos irreconciliables como el sexo o la raza), que a su vez han llevado a su proyecto de nación, tan elogiado por Tocqueville, al borde de la tumba cívica.
Algo así ocurrió en la antigüedad romana tardía, cuando el imperio llegó a ser tan grande que la fragmentación interna terminó por destruir lo que lo mantenía unido. Es muy probable que, como conocedor de todo esto, Hanson tenga ya un pronóstico reservado respecto del fin del imperio norteamericano.
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