Eras, aun en el fondo del hoyo, auténticamente genial [Daniel Salinas Basave, El caso Lowry].
Acaso pueda decir que, dentro de mi universo de novelas fundamentales, hay tres o tal vez cuatro que se destacan de manera extraordinaria por el efecto de hundimiento más poderoso que yo he podido experimentar en el fulgor de una suerte de belleza transida de gravedad que sólo puedo explicarme adjetivándola como bíblica: Los días terrenales de José Revueltas, Moby Dick de Melville, La muerte de Virgilio de Herman Broch y Bajo el volcán de Malcolm Lowry.
En todos los casos lo que acontece es el proceso de una destrucción en donde los héroes adquieren un estatuto de tragicidad bien sea en su sentido griego, en el que el héroe trágico es condenado dentro de un mundo que es eterno y cíclico y carente por tanto de esperanza, bien sea en su sentido cristiano, en el que el héroe trágico es tentado dentro de un mundo que es creado y lineal y tensado entonces y en correspondencia por la esperanza, siendo el resultado para ambos casos la inevitable destrucción y perdición.
El caso de Bajo el volcán es tal vez el más estremecedor por el hecho de ser la crónica personal y autobiográfica dispuesta en función de belleza de un escritor, Malcolm Lowry, que desde joven decidió llevar una vida extraviada que solamente podía tener como destino la autodestrucción temprana e inevitable por no sabemos qué –aunque tengamos algunas pistas– serie de tormentos personales, y que encontró el punto de inflexión redireccionador de su vida hacia los abismos de la creación artística luego de leer El viaje azul de Conrad Aiken en función de lo cual no quiso vivir de otra manera que no fuera la de emular, en un tipo de locura obsesiva como la de Glenn Gould, se me ocurre pensar, esa forma de expresar los pensamientos y las ideas.
Acabo de terminar a estos efectos un libro hermoso, grave y perfecto de principio a fin: El caso Lowry, prologado y coordinado por Martín Solares y que se programó deliberadamente para salir a la circulación el 2 de noviembre de 2018 para hacerlo coincidir con el 80 aniversario del día en el que ocurrió la anécdota central de Bajo el volcán: el Día de Muertos mexicano de un 2 de noviembre de 1938.
El libro me lo compré en la librería EDUCAL del Museo de Arte Abstracto Manuel Felguérez y lo leí por cierto en una coincidencia circunstancial que vino a darle una temperatura mística –no encuentro otro concepto, por más que no haya cosa más lejana para mí, racionalista materialista y ateo, que “lo místico”– acorde de todo punto con el misticismo que se destila en cada página y cada párrafo de la novela, pues me lo leí entre el Viernes Santo que acaba de pasar, 18 de abril de 2025, con los tambores de la Procesión del Silencio retumbando como fondo ceremonial en el mero centro zacatecano luego de haber estado un par de horas antes en la cantina El Retiro con mis amigos Lázaro y Oscar, y terminándolo sumido en mi asiento el Sábado de Gloria ya en León no pudiendo luego conciliar el sueño cavilando sobre la manera de decir algo inteligente y de entidad sobre este libro. Imposible encontrar condiciones más lowryanas para leerlo.
El misticismo del que hablo es el que también explica por su parte Solares en el prólogo, al decir que ‘aunque no es un libro religioso, encontrarás dos o tres ocasiones en las que un hombre desesperado dirige a su Dios un par de ruegos hondos y sinceros, capaces de elevarlo a él y elevarte a ti como esos cohetes que estallarán en lo alto’ (El caso Lowry, México, Secretaría de Cultura / Dirección General de Publicaciones, 2018, p. 16).
Los cófrades de este ceremonioso y sentencioso tributo que me ha resultado tan bello y definitivo y que además fue confeccionado con ilustraciones de Patricio Betteo que le dan características visuales muy especiales, fueron Martín Solares (Prólogo doble para una novela múltiple), Patrick Deville (El enemigo de clase desembarca en Acapulco), Francisco Rebolledo (Lowry en Cuernavaca), Ernesto Lumbreras (El amigo mexicano), Antonio Ortuño (Gusano), Daniel Salinas Basave (Falso epistolario a Malcolm Lowry), Isaí Moreno (Instructivo portátil para leer Bajo el volcán), Tanya Huntington (Pasaporte al volcán), Eduardo Antonio Parra (El Cónsul Firmin, entre Dionisio y Satanás) y Juan Villoro (“Mezcal”, dijo el Cónsul. Bajo el volcán de Malcolm Lowry).
Se trata de una selección equilibrada y perfecta de Marín Solares, a través de la cual se logra evitar toda duplicidad y repetición en lo que se dice en los diez textos (uno de los cuales, el de Ortuño, es un relato, el único, evocador de un episodio de locura mezcalera parangonable solamente con la de Malcolm Lowry), cosa no tan fácil de lograr cuando se trata de hablar de un mismo autor y una misma obra para darle simultaneidad impresa sin redundancia alguna –nada falta, nada sobra, nada se repite–, terminando por ofrecerle al lector una panorámica caleidoscópica de esta obra fundamental que según Isaí Moreno debe disfrutarse ‘con atribulado deleite y goce doloroso’ ni más ni menos que ‘al lado de la Biblia, la Divina comedia y Moby Dick‘.
Y ya que lo mencionamos, vale la pena resumir lo que dice Moreno en su bello instructivo para leer Bajo el volcán: léase como la autobiografía de un genio atribulado y su pasaporte a la eternidad; léase como una ficción en estado puro; si se lee la versión en español sería idóneo también leerse la versión en inglés (en esas estoy yo por cierto, habiéndola leído ya dos veces en español, I.C.), a lo que añade Isaí algo muy bonito, atención: ‘el español es un idioma versátil y áspero, y se presta a la dureza de Bajo el volcán. A mi juicio, el vocabulario de nuestra lengua podría, debería incluirse en el equipaje de todo aquel que proyecte un viaje dantesco’ (p. 148); léase como un viaje al Infierno; léase como mitología multimedia; léase como libro de Historia; léase cuando amanece lo efímero vulgar: ‘No exagero al expresar –nos dice Isaí– que hay demasiada luz en la novela, y, como ocurre cuando se lee a Nietzsche, a veces deberemos hacer una pausa en su lectura para no quemarnos con tanta verdad y belleza. Si regresamos fascinados a Nietzsche y al “Infierno” de Dante, garantizo que siempre lo haremos a Bajo el volcán: nada se antoja tanto como volver a las llamas eternas cuando nos agobia la caducidad del presente.’ (p. 153); y una advertencia final: ‘quiero prevenir al futuro lector que de esta novela se sale con sed y heridas. El libro se queda tatuado en nuestra piel, como las cicatrices inevitables que dejan las grandes obras literarias y para las cuales no debemos esperar sanación.’ (p. 154).
No tiene caso reseñar académica y exhaustivamente todos y cada uno de los textos que componen este libro lleno de goce doloroso y que, por un increíble designo marcado por el misterio circunda atmosféricamente todo lo que toca la vida de Malcolm Lowry, te deja tan meditabundo y circunspecto –así ha ocurrido conmigo– como cuando avanzas en cada página que escribió no nada más en su novela cumbre, sino en todas las demás.
Dejemos que el posible lector acuda a donde pueda encontrar El caso Lowry para que recorra él mismo el repertorio de las claves que se descifran en diez textos perfectos en los que, como si fuera una sonata breve, se resume la grandiosidad terrible y bella de una sinfonía que tiene el rango de una misa majestuosa anudada con el hilo frágil de rara poesía (Villoro) de un hombre que bebe mezcal hasta enloquecer en el interior de las paredes de una cantina mexicana:
Ni las mismas puertas del cielo que se abrieran de par en par para recibirme podrían llenarme de un gozo celestial tan complejo y desesperanzado como el que me produce la persiana de acero que se enrolla con estruendo, como el que me dan las puertas sin candado que giran en sus goznes para admitir a aquellos cuyas almas se estremecen con las bebidas que llevan con mano trémula hasta sus labios. Todos los misterios, todas las esperanzas, todos los desengaños, sí, todos los desastres existen aquí, detrás de estas puertas que se mecen.
Bajo el volcán
Eras, aun en el fondo del hoyo, auténticamente genial [Daniel Salinas Basave, El caso Lowry].
Acaso pueda decir que, dentro de mi universo de novelas fundamentales, hay tres o tal vez cuatro que se destacan de manera extraordinaria por el efecto de hundimiento más poderoso que yo he podido experimentar en el fulgor de una suerte de belleza transida de gravedad que sólo puedo explicarme adjetivándola como bíblica: Los días terrenales de José Revueltas, Moby Dick de Melville, La muerte de Virgilio de Herman Broch y Bajo el volcán de Malcolm Lowry.
En todos los casos lo que acontece es el proceso de una destrucción en donde los héroes adquieren un estatuto de tragicidad bien sea en su sentido griego, en el que el héroe trágico es condenado dentro de un mundo que es eterno y cíclico y carente por tanto de esperanza, bien sea en su sentido cristiano, en el que el héroe trágico es tentado dentro de un mundo que es creado y lineal y tensado entonces y en correspondencia por la esperanza, siendo el resultado para ambos casos la inevitable destrucción y perdición.
El caso de Bajo el volcán es tal vez el más estremecedor por el hecho de ser la crónica personal y autobiográfica dispuesta en función de belleza de un escritor, Malcolm Lowry, que desde joven decidió llevar una vida extraviada que solamente podía tener como destino la autodestrucción temprana e inevitable por no sabemos qué –aunque tengamos algunas pistas– serie de tormentos personales, y que encontró el punto de inflexión redireccionador de su vida hacia los abismos de la creación artística luego de leer El viaje azul de Conrad Aiken en función de lo cual no quiso vivir de otra manera que no fuera la de emular, en un tipo de locura obsesiva como la de Glenn Gould, se me ocurre pensar, esa forma de expresar los pensamientos y las ideas.
Acabo de terminar a estos efectos un libro hermoso, grave y perfecto de principio a fin: El caso Lowry, prologado y coordinado por Martín Solares y que se programó deliberadamente para salir a la circulación el 2 de noviembre de 2018 para hacerlo coincidir con el 80 aniversario del día en el que ocurrió la anécdota central de Bajo el volcán: el Día de Muertos mexicano de un 2 de noviembre de 1938.
El libro me lo compré en la librería EDUCAL del Museo de Arte Abstracto Manuel Felguérez y lo leí por cierto en una coincidencia circunstancial que vino a darle una temperatura mística –no encuentro otro concepto, por más que no haya cosa más lejana para mí, racionalista materialista y ateo, que “lo místico”– acorde de todo punto con el misticismo que se destila en cada página y cada párrafo de la novela, pues me lo leí entre el Viernes Santo que acaba de pasar, 18 de abril de 2025, con los tambores de la Procesión del Silencio retumbando como fondo ceremonial en el mero centro zacatecano luego de haber estado un par de horas antes en la cantina El Retiro con mis amigos Lázaro y Oscar, y terminándolo sumido en mi asiento el Sábado de Gloria ya en León no pudiendo luego conciliar el sueño cavilando sobre la manera de decir algo inteligente y de entidad sobre este libro. Imposible encontrar condiciones más lowryanas para leerlo.
El misticismo del que hablo es el que también explica por su parte Solares en el prólogo, al decir que ‘aunque no es un libro religioso, encontrarás dos o tres ocasiones en las que un hombre desesperado dirige a su Dios un par de ruegos hondos y sinceros, capaces de elevarlo a él y elevarte a ti como esos cohetes que estallarán en lo alto’ (El caso Lowry, México, Secretaría de Cultura / Dirección General de Publicaciones, 2018, p. 16).
Los cófrades de este ceremonioso y sentencioso tributo que me ha resultado tan bello y definitivo y que además fue confeccionado con ilustraciones de Patricio Betteo que le dan características visuales muy especiales, fueron Martín Solares (Prólogo doble para una novela múltiple), Patrick Deville (El enemigo de clase desembarca en Acapulco), Francisco Rebolledo (Lowry en Cuernavaca), Ernesto Lumbreras (El amigo mexicano), Antonio Ortuño (Gusano), Daniel Salinas Basave (Falso epistolario a Malcolm Lowry), Isaí Moreno (Instructivo portátil para leer Bajo el volcán), Tanya Huntington (Pasaporte al volcán), Eduardo Antonio Parra (El Cónsul Firmin, entre Dionisio y Satanás) y Juan Villoro (“Mezcal”, dijo el Cónsul. Bajo el volcán de Malcolm Lowry).
Se trata de una selección equilibrada y perfecta de Marín Solares, a través de la cual se logra evitar toda duplicidad y repetición en lo que se dice en los diez textos (uno de los cuales, el de Ortuño, es un relato, el único, evocador de un episodio de locura mezcalera parangonable solamente con la de Malcolm Lowry), cosa no tan fácil de lograr cuando se trata de hablar de un mismo autor y una misma obra para darle simultaneidad impresa sin redundancia alguna –nada falta, nada sobra, nada se repite–, terminando por ofrecerle al lector una panorámica caleidoscópica de esta obra fundamental que según Isaí Moreno debe disfrutarse ‘con atribulado deleite y goce doloroso’ ni más ni menos que ‘al lado de la Biblia, la Divina comedia y Moby Dick‘.
Y ya que lo mencionamos, vale la pena resumir lo que dice Moreno en su bello instructivo para leer Bajo el volcán: léase como la autobiografía de un genio atribulado y su pasaporte a la eternidad; léase como una ficción en estado puro; si se lee la versión en español sería idóneo también leerse la versión en inglés (en esas estoy yo por cierto, habiéndola leído ya dos veces en español, I.C.), a lo que añade Isaí algo muy bonito, atención: ‘el español es un idioma versátil y áspero, y se presta a la dureza de Bajo el volcán. A mi juicio, el vocabulario de nuestra lengua podría, debería incluirse en el equipaje de todo aquel que proyecte un viaje dantesco’ (p. 148); léase como un viaje al Infierno; léase como mitología multimedia; léase como libro de Historia; léase cuando amanece lo efímero vulgar: ‘No exagero al expresar –nos dice Isaí– que hay demasiada luz en la novela, y, como ocurre cuando se lee a Nietzsche, a veces deberemos hacer una pausa en su lectura para no quemarnos con tanta verdad y belleza. Si regresamos fascinados a Nietzsche y al “Infierno” de Dante, garantizo que siempre lo haremos a Bajo el volcán: nada se antoja tanto como volver a las llamas eternas cuando nos agobia la caducidad del presente.’ (p. 153); y una advertencia final: ‘quiero prevenir al futuro lector que de esta novela se sale con sed y heridas. El libro se queda tatuado en nuestra piel, como las cicatrices inevitables que dejan las grandes obras literarias y para las cuales no debemos esperar sanación.’ (p. 154).
No tiene caso reseñar académica y exhaustivamente todos y cada uno de los textos que componen este libro lleno de goce doloroso y que, por un increíble designo marcado por el misterio circunda atmosféricamente todo lo que toca la vida de Malcolm Lowry, te deja tan meditabundo y circunspecto –así ha ocurrido conmigo– como cuando avanzas en cada página que escribió no nada más en su novela cumbre, sino en todas las demás.
Dejemos que el posible lector acuda a donde pueda encontrar El caso Lowry para que recorra él mismo el repertorio de las claves que se descifran en diez textos perfectos en los que, como si fuera una sonata breve, se resume la grandiosidad terrible y bella de una sinfonía que tiene el rango de una misa majestuosa anudada con el hilo frágil de rara poesía (Villoro) de un hombre que bebe mezcal hasta enloquecer en el interior de las paredes de una cantina mexicana:
Ni las mismas puertas del cielo que se abrieran de par en par para recibirme podrían llenarme de un gozo celestial tan complejo y desesperanzado como el que me produce la persiana de acero que se enrolla con estruendo, como el que me dan las puertas sin candado que giran en sus goznes para admitir a aquellos cuyas almas se estremecen con las bebidas que llevan con mano trémula hasta sus labios. Todos los misterios, todas las esperanzas, todos los desengaños, sí, todos los desastres existen aquí, detrás de estas puertas que se mecen.
Bajo el volcán
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