Club Nikolái

Treceava noche en el Sályut

Era la noche del jueves 27 de marzo, y estábamos emplazados en el Club Nikolái para el comentario de Los siete locos de Roberto Arlt. Para esta ocasión había avanzado mucho con el libro, a punto de terminarlo de hecho, además de que había comenzado a ver la película homónima de Leopoldo Torre Nilsson de 1973 y tenía ya comprado un ensayo de Noe Jitrik sobre la narrativa de Arlt.

Ocurrió no obstante que la convocatoria no estuvo tan nutrida para ese día, siendo así que la primera hora estuve conversando con F. para ponernos al día toda vez que no lo había visto desde el Primer Nikolái Fest de diciembre pasado más o menos. Estuvimos primero un buen rato acodados en la barra y luego nos pasamos a uno de los gabinetes nomás se desocupó. La Tío Pepe estaba prácticamente llena.

Habían pasado cosas importantes tanto laborales como personales de uno y otro, así que del libro de Arlt en realidad hablamos poco. Por ahí de las 9 más o menos llegaron J. y J.I., luego de lo cual de hecho tuvo que irse F. quedándonos entonces nada más los tres hasta el final.

J.I. venía con la novela entera leída, además de que, arrastrado por la inercia, se había seguido de frente con la continuación de Los siete locos, de 1929, que es Los lanzallamas, de 1931, cosa que también hizo por cierto E., que tampoco pudo llegar pero que nos lo contó después.

La potencia literaria de Arlt se dejó sentir en todos y cada uno, como así ocurrió también con K. aunque tampoco logró llegar a la cita pero que venía leyendo el libro por segunda ocasión según me contó también con anterioridad.

A todos nos había parecido una novela de belleza cruel, podríamos decir tal vez, en la que hay una manifestación de belleza narrativa y estilística decantada de manera casi natural y un poco tosca tal vez por momentos, pero belleza al fin entonces a través de la cual se plasma dramáticamente una trama de dureza marginal cruda y sórdida, efectivamente, que es por cierto lo que L.D. me había dicho ya hace semanas en el sentido que el libro le chocó al ir avanzando en su lectura al grado de que dejó de leerlo por parecerle demasiado tremendismo y demasiado derrotismo y demasiada la miseria moral y social la que se destila en Los siete locos, habiéndome dicho que se encontraba en esos momentos leyendo también a Salvador Novo, cosa que hacía natural que, por vía del contraste con la claridad y el fulgor alegre y erudito de la prosa de Novo, tan alfonsino todo él, lo de Arlt produjera choque y cortocircuito tan definitivos, lo que a su vez confirma y se sintoniza con la dialéctica literaria argentina del primer tramo del siglo XX a través de la que se dibujó una polaridad antagónica en cuanto a escuela y estilo literarios a partir de la que se organizaron las cosas en función excluyente de la adherencia a Borges, o bien la adherencia a Arlt.

En todo caso, y sin perjuicio de que para esta ocasión fue relativamente poco lo que le dedicamos a la novela del mes así como poca fue también la concurrencia, la conversación entre J., J.I. y yo se transformó súbitamente en un intercambio propio de Los siete locos, precisamente, como aquél en el que el Astrólogo, avanzando hacia Erdosain, le dijo: ‘tiene usted razón, hijo mío. Nosotros somos místicos sin saberlo. Místico es el Rufián Melancólico, místico es Ergueta, usted, yo, ella y ellos… El mal del siglo, la irreligión nos ha destrozado el entendimiento y entonces buscamos fuera de nosotros lo que está en el misterio de nuestra subsconciencia. Necesitamos de una religión para salvarnos de esa catástrofe que ha caído sobre nuestra cabeza. Me dirá usted que yo no le digo nada nuevo. De acuerdo; pero acuérdese que en la tierra lo único que puede cambiar es el estilo, la costumbre, la substancia es la misma. Si usted creyera en Dios no habría pasado esa vida endemoniada, si yo creyera en Dios no estaría escuchando su propuesta de asesinar a un prójimo. Y lo más terrible es que para nosotros ha pasado ya el tiempo de adquirir una creencia, una fe. Si fuéramos a verlo a un sacerdote, este no entendería nuestros problemas y solo acertaría a recomendarnos que recitáramos un Padre Nuestro y que nos confesáramos todas las semanas’.  

Y es que ocurre que, por no recuerdo bien qué razón puntual, comenzamos a hablar de Dios y de religión luego de que también sin razón particular hubiéramos descubierto J.I. y yo una misma pasión por Gonzalo Torrente Ballester, cosa que por cierto me pareció rarísima al tratarse de un escritor bastante desconocido para un lector americano.

A tales efectos, yo puse sobre la mesa la tesis del ateísmo católico materialista de Gustavo Bueno, según la cual la prueba de la imposibilidad ontológica de la existencia de Dios se desprende de la imposibilidad e inconsistencia de su idea, recogiendo la formulación del argumento ontológico de San Anselmo (si la idea de Dios es posible, entonces tiene que existir) en una línea de ateísmo esencial total por vía de la negación de su esencia (o idea) efectivamente, no obstante lo cual me reconozco material y culturalmente como parte de una estructura civilizatoria cristiano-católica que nos envuelve históricamente por encima de nuestra voluntad y en el que, desde un enfoque materialista radical, y a pesar de la imposibilidad de la existencia de Dios (que no existe ni puede existir), es dable reconocerle un sustrato materialista radicado en el corporeismo protocolizado mediante el sacramento eucarístico, que es lo que nos permite, según Bueno, pero también Hegel y Spinoza, atribuirle una mayor racionalidad (que acaso pudiéramos llamar racionalismo corporeista) al cristianismo frente, principalmente, al islam, que alcanza el máximo incorporeísmo aristotélico, y el judaísmo.  

En un tenor de conversación como este, intercalado con posiciones tanto deístas como escépticas respecto de la racionalidad de la religión, fuimos acercándonos al final de la tertulia, que de hecho concluyó sin que hayamos decidido cuál habría de ser la novela de nuestro próximo encuentro.

Como personajes de Los siete locos luego de un cierre vertiginoso de discusión filosófica sobre Dios y la religión en una cantina vieja (‘tiene usted razón, hijo mío. Nosotros somos místicos sin saberlo… El mal del siglo, la irreligión nos ha destrozado el entendimiento y entonces buscamos fuera de nosotros lo que está en el misterio de nuestra subsconciencia. Necesitamos de una religión para salvarnos de esa catástrofe que ha caído sobre nuestra cabeza’), nos despedimos J.I., J. y yo emplazados para una próxima ocasión.