I

No es la primera vez que se da la circunstancia de trabajar en el centro histórico de la ciudad de México. La primera fue por ahí de 2005, en los tiempos del gobierno de López Obrador en el entonces todavía Gobierno del Distrito Federal. Mi oficina estaba en el edificio situado enfrente del Palacio del Ayuntamiento en donde despachaba AMLO, y un amigo y yo lo hacíamos en la Secretaría de Desarrollo Social. Pocos meses después daría inicio la época intensa y apasionada del desafuero de AMLO de cuyos polvos proceden estos lodos, para decirlo según el refranero del español antiguo.

De esos días recuerdo haberme cruzado con el entrañable José María Pérez Gay cuando me disponía a cruzar 20 de Noviembre dirigiéndome del Ayuntamiento –no recuerdo a qué había ido– a mi oficina, resultando entonces que se paró exactamente a mi lado en espera de la luz verde del semáforo. Yo llevaba bajo el brazo un libro de José Revueltas, que él tomó con complicidad camaraderil cuando pronuncié su nombre y estreché su mano dándole a entender que me emocionaba por la coincidencia y por poderlo conocer. ‘¡Ah, Revueltas, estupendo!’, me dijo más o menos devolviéndome el libro con un gesto de aprobación y regocijo que se le reflejaron en una sonrisa generosa con la que se le iluminó el rostro en ese encuentro fortuito y afortunado para mí. Jamás volvería a verlo y poco tiempo después, no mucho en realidad si no recuerdo mal, Chema Pérez Gay moriría.

Resulta ser en todo caso que veinte años después de esos tiempos tan memorables vuelvo a tener oficina –aunque no sé por cuánto tiempo en realidad– en el mismísimo centro histórico de la capital, y para mayores señas en la calle de Donceles, cosa que supone un riesgo considerable al tratarse de la calle insignia de las librerías de viejo por las que ahora sí, y lo quiera o no, paso todos los días tanto para llegar como para irme así como también a la hora de la comida (he comido ya en dos espléndidas cantinas: La Dominica, que data más o menos de 1921, y el Salón España, que data de 1915) o para salir a tomar una llamada (la señal en estos edificios antiguos no suele ser tan buena) o a comprar un café.

II

Y me temo que, tal como era de esperarse, ya han sido varias (por no decir que diarias) las veces que me paso por una u otra de las muchas librerías de esta calle tan significativa, fuente de la que procede un aproximado del 85% de mi biblioteca que, por cierto, he tenido que poner por completo en cajas por razones familiares y de necesidad de espacio este diciembre pasado, cerrando con ello un ciclo de casi veinte años de vida vivida en un departamento-biblioteca.

Es curioso en todo caso que no recuerde prácticamente ninguno de los nombres de todas esas librerías en las que llevo comprando durante años, y a las que vuelvo ahora con una regularidad ya digo que peligrosa por estar en el entorno inmediato de mi día a día. 

III

Ocurre entonces que, efectivamente, desde mi instalación aquí en Donceles a inicios de 2025 han sido varios los libros que me he comprado (soy consciente de que no puede convertirse esto en una rutina diaria). Uno de ellos lo terminé incluso de leer hace dos noches apenas. Se trata del libro Así los he visto, de José María de Areilza, impreso en esa colección que tengo identificada desde hace mucho tiempo de libros impresos por Planeta en la colección Espejo de España, y que son para mí de gran calidad intelectual y ante lo que habría que recordar que es muy común encontrarse en las librerías de viejo no ya nada más de Donceles, sino que tal vez en las de toda la ciudad de México, secciones dedicadas tanto a España como a la Guerra Civil Española que yo por lo regular reviso constantemente.

El libro de Areilza, publicado en 1974, recoge las impresiones del autor redactadas con pulcritud, equilibrio y elegancia sobre una lista muy sui generis de personalidades a las que pudo conocer en su calidad de diplomático del régimen de Franco, y que van de John F. Kennedy al general De Gaulle y Eva y Juan Domingo Perón, pasando por Agustín de Foxá, Alfonso XIII, Miguel de Unamuno, Eisenhower y los mismísimos Ramiro Ledesma Ramos, Rafael Sánchez Mazas o José Antonio Primo de Rivera. El libro no tiene desperdicio alguno en absoluto (ya digo que me lo leí en pocos días), y ofrece infinidad de claves de gran riqueza que permiten al lector tener una panorámica más integral y dialéctica sobre la España del siglo XX, el franquismo y, en general, sobre la derecha española, a mil leguas del maniqueísmo aburrido y tan común al que nos tiene acostumbrados (y a mí ya cansado) la ideología reduccionista y buenista del “guerracivilismo”.

A partir de esa lectura históricamente tan estimulante, he adquirido también en estos días de esa misma editorial, de esa misma época y de esa misma colección el libro Mi testamento histórico-político de Claudio Sánchez-Albornoz (1975), y 100 españoles y Franco de José María Gironella y Rafael Borrás Betriu (1979). Mismo criterio dialéctico, mismo interés historiográfico y misma amplitud de enfoque para la adquisición de estos libros.

Ayer también me pasé por otra librería que está enfrente del estacionamiento que tenemos asignado en Belisario Domínguez y me compré El fiscal de Augusto Roa Bastos, una novela que tiene poco más de veinte años que leí por primera vez en Madrid y que me resultó de una belleza sorprendente y me reveló a Roa Bastos en todo el esplendor de su dimensión literaria y creativa, además de llevarme otro de entrevistas de Ana María Moix –la hermana del tremendo y wildeano homosexual Terenci Moix– titulado 24×24 (Península Debolsillo, Barcelona, 1972), con una nómina de entrevistados que me convenció a comprármelo a leer figurando en ella el nombre de Max Aub, de quien no he hablado con el énfasis y la devoción que le tengo y digna de un texto de otros alcances y profundidad, y que estaba acompañado además, entre otros, por Juan García Hortelano, Jaime Gil de Biedma, Carlos Barral, José Donoso, Carlos Castilla del Pino o Pere Gimferrer. Cosas también vinculadas a España.

Para terminar en esa pequeña librería que acabo de descubrir, y en donde hace días por cierto –la primera semana de mi instalación en Donceles– me llevé como que sin querer queriendo un libro sobre la Baader Meinhof alemana que lleva el trágico nombre de Fuimos tan terriblemente consecuentes, me compré también otro librito sobre Diego Rivera titulado Diego Rivera y los escritores mexicanos. Antología tributaria, editado por la UNAM al cuidado de Elisa García Barragán y Luis Mario Schneider (1986).   

En la lista y en mi nuevo escritorio se siguen acumulando títulos (ya digo que las visitas han tenido hasta ahora una regularidad diaria, pero no puedo seguir así digámoslo una vez más), a los que hay que añadir El gran incendio de Daniel Iglesias Kennedy (Tusquets, 1989), Ensayos y semblanzas: bosquejos históricos y literarios de la América Latina colonial de Irving A. Leonard (FCE, 1990), Historia y población. Un futuro sin porvenir (FCE, 1996) de Pierre Chaunnu, De las minas al mar. Historia de la plata mexicana en Asia: 1565-1834, de Vera Valdés Lakowsky (FCE, 1987), Los protagonistas en la vida y en el arte de Niceto Alcalá-Zamora (Sudamericana, 1958) y El equilibrio del poder en México de Luis de la Hidalga (UNAM, 1978).

Donceles es una de las primeras calles de la ciudad creadas con la conquista española, y data de 1524. En otras épocas, algunos de sus tramos llevaron nombres diversos como los de las calles de Chavarría, Montealegre, Cordobanes y la Puerta Falsa de San Andrés, y constituye según tengo dicho una de las trazas fundamentales de mi vida de lector y comprador de libros de viejo. Es extraño que no haya cantinas sobre calle tan famosa y antigua, me parece a mí, pero ya tengo etiquetadas, digamos, un par que están literalmente a la vuelta de mi oficina, además de no quedarme de otra más que echar de menos otras que por su parte, tristemente, desparecieron: una de ellas era el Salón Madrid, que desde luego que visité en su momento sí señor, otra que era la legendaria Puerta del Sol situada en donde ahora hay una infame tienda de trajes y otra, por último, que me parece que se llamaba Valencia o algo así, ubicada en donde hoy se divisa un 7-Eleven igualmente infame.

Durante años deambulé solitario por estas calles alrededor de Donceles comprando libros y pasándome luego a leérmelos y revisármelos en todas estas cantinas. El hecho de que mi oficina esté ahora en esta misma calle, veinte años después más o menos y una vez que yo he cumplido cincuenta, tiene por tanto un simbolismo tremendo, preñado de nostalgia, historicidad y una cierta añoranza por todos esos días que me constituyen y que, inevitablemente, no volverán ya nunca más.