Libros

De los bosques resurgiré mil veces

[Sobre La resurrección de la Santa María de Mario Huacuja, Cal y Arena, México, 1989, 115 páginas]

I

Con el mar yo tengo una relación bastante lejana, indiferente y ajena, no se diga con la playa y la industria turística que existe alrededor suyo bien sea en el formato convencional, totalmente aborrecible, o en el “progre-alternativo”, que no voy a negar que es un poco más potable ciertamente (menos gente, un poco más de discreción, mayor tranquilidad en general).

Pero ya digo que el mar, o, más aún, el océano, son completamente extraños a mí sin perjuicio de provenir de familia naval por vía paterna, pues resulta ser que mi padre nació en el puerto de Veracruz y creció en Tuxpan, y mi abuelo y bisabuelo eran de Alvarado además de que el último, Gabriel Arnulfo Carvallo Vera, fue un personaje de primera línea –y de vida novelesca según me han contado– en las postrimerías del porfiriato y en la revolución mexicana, habiendo llegado a ser director de la Escuela Naval en esos tiempos y la persona que de hecho despidió al mismísimo Porfirio Díaz en su salida al exilio a Francia en el vapor alemán Ypiranga en mayo de 1911 desde el puerto de Veracruz, luego de lo cual, pocos años después, fue respectivamente combatiente zapatista y delahuertista.

‘Veracruzanos –fueron las palabras de Díaz una vez que ascendió por la escalinata del barco según consigna la prensa de la época–: Al abandonar este rincón querido del suelo mexicano, llevo la inmensa satisfacción de haber recibido hospitalidad en este noble pueblo y esto me satisface doblemente porque he sido su representante en el Congreso de la Unión. Al retirarme guardo este recuerdo en lo más íntimo de mi corazón y no se apartará de él mientras yo viva’.

Hace un año más o menos, gracias a las gestiones de mi querido amigo el entonces diputado marino Almirante Don Jaima Martínez López, pude visitar el archivo de la Secretaría de Marina para revisar el expediente de Gabriel Arnulfo Carvallo Vera. Eran seis o siete legajos con documentación abundante que estuve revisando con mi papá que se puso de traje y corbata para la ocasión como debe de ser, en una primera toma de contacto con el material a partir del cual me gustaría muchísimo escribir su biografía. Pero todo a su debido tiempo.

En todo caso, puesto a pensar un poco en el asunto, acaso pueda decir que guardo recuerdos de cierta calidez, cercanía o agrado para con el mar –digámoslo así– en función de tres lugares muy puntuales: por un lado la rivera de la ciudad de Niza en Francia (en la mismísima rivera francesa), que aunque suene pedante y vanidoso recordarlo no hay nada de ello en lo que digo, pues resulta ser que me fue dado pasar por ahí por algunas horas una tarde de un día de no recuerdo ya qué año, cuando andaba mal comido y mal vestido de viaje mochilero en tren por Europa; por el otro recuerdo también el malecón de La Habana, que en sí misma es ya una ciudad cargada de melancolía, tristeza y densidad histórica, y el malecón de Gijón en Asturias como recuerdo que aparece en tercer lugar y que conocí en una visita que hice tal vez hace ya casi veinte años o más, circundado también por una neblina de tarde otoñal que le daban un sentido muy especial de melancolía a la estampa que te ofrecen los edificios viejos enderezados como acantilados de contención de cara al mar y al sol, la luna y el viento, y que me hicieron desear entonces –tiene más de veinte años que no recordaba este deseo– el poder llegar a tener un sitio modesto –un departamento pequeño, una casa minúscula, acaso un cuarto– para pasar temporadas ahí para dedicarme al estudio, la lectura y la escritura.    

II

Y así como ocurre con mi propia vida en cuanto a su lejanía con relación al mar, de literatura marítima u oceánica o naval, por llamarle de alguna manera, he leído muy poco también sin perjuicio de que de lo leído me haya costado tanto recuperarme, porque Moby Dick de Melville es de las que te cambian para siempre, así como también ocurre con Océano mar de Baricco, que posee una fuerza poética tremenda.

‘Llamadme Ismael –dicen las palabras del arranque eterno y bello de Moby Dick–. Hace unos años -no importa cuánto hace exactamente-, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Es un modo que tengo de echar fuera la melancolía…’

‘El mar encanta –dice por su parte Baricco en Océano mar–, el mar mata, conmueve, asusta, también hace reír, a veces desaparece, de vez en cuando se disfraza de lago, o bien construye tempestades, devora naves, regala riquezas, no da respuestas, es sabio, es dulce, es potente, es imprevisible. Pero, sobre todo, el mar llama. Lo descubrirás. Es lo único que hace, en el fondo: llamar. No se detiene nunca, te entra dentro, se te echa encima, es a ti a quien quiere. Puedes disimular, no te sirve de nada. Seguirá llamándote. Este mar que estás viendo y todos los otros que no verás, pero que estarán siempre al acecho, pacientes, un paso más allá de tu vida. Los oirás llamar infatigablemente. Sucede en este purgatorio de arena. Sucedería en cualquier paraíso, y en cualquier infierno. Sin explicar nada, sin decirte dónde, habrá siempre un mar que te llamará…’

Tengo por ahí en mi biblioteca además y por otro lado una novela de Nathaniel Philbrick, En el corazón del mar (Seix Barral, 2015), inspirada en la historia real que sirvió a su vez como materia para moldear Moby Dick pero que todavía no comienzo en realidad, además de que me conseguí también en su momento la biografía de Melville de Lewis Mumford que desafortunadamente he tenido que meter en cajas merced a la necesidad de vaciar mi antigua casa-biblioteca, cosa que supone un drama tremendo del que mejor es no hablar.  

III

Ya digo en todo caso que es muy poca la literatura marítima o naval que tengo en mi biblioteca, pero hace no mucho –un par de días o tres apenas– me crucé en una librería de viejo de Donceles con un libro que estaba rematado a cuarentaicinco pesos nomás en uno de los anaqueles dispuestos en la mera entrada (en el pórtico), y que lo tomé lleno de polvo sin demasiado interés en realidad pero que por alguna razón –tal vez porque a lo mucho eran tres o cuatro los libros que estaban ahí en raquítica y solitaria exhibición– me llamó la atención: se trataba de La resurrección de la Santa María de Mario Huacuja (vaya apellido tan raro), editado por Cal y Arena en 1980.

Al abrirlo advertí que la primera sección llevaba por título “Alvarado”: ‘de donde eran mi abuelo y bisabuelo’, pensé al instante y tal vez predispuesto en cosa de segundos al ver de reojo la ilustración de portada, que ahora he visto que se trata de Tiempo de ballenas del ilustrador estadounidense Stevan Dohanos y en la que aparecen una brújula, un catalejo, un compás y otros instrumentos marítimos que mantenían mi atención en el crucial transcurrir de los primeros 30 segundos o poco más, que es el lapso de tiempo clave para que los elementos extraliterarios que cumplen la función de paratexto te atrapen para que termines por adentrarte primero en el texto mismo para después, si todo ha ido bien para ese momento en cuanto a texto y paratextos, termines por comprártelo.

El primer filtro pasó y abrí el libro en la primera página: ‘En aquella primavera de 1982 –iniciaba el relato–, el puerto de Alvarado era un pequeño poblado con menos de 25 mil almas. Sus casas de colores refractarios al calor se desparramaban desde las estribaciones de una colina hasta las riberas del Río Blanco, y sus tierras salitrosas y anegadas habían sido incapaces de alimentar tan escasa población.’. ‘Buen inicio. Empezamos bien’, pensé al terminar.

Y seguí: ‘De modo que los campesinos de la zona decidieron destinar la esterilidad de los suelos al forraje para vacas y caballos, y con la ganadería empezaron a brotar los ranchos y las granjas en las inmediaciones del puerto. Sin embargo, no hubo actividad que le disputase a los alvaradeños su natural e irresistible vocación de pescadores, ni dicha comparable a la de volver a casa con el esparavel cuajado de mojarras.’ 

Aquí puede estar, pensé yo entonces, algún dispositivo poético o contextual que pudiera servirme tal vez para esa biografía de mi bisabuelo que tengo proyectado escribir en algún futuro no puedo saber yo qué tan lejano o tan cercano, tratándose de una obra ambientada en su natal Alvarado.

Acto seguido fue entonces la lectura de la contraportada, en donde se explica que ‘La Santa María, la carabela que pertenece al mito no menos que a la historia, resucita en La Marigalante para cumplir un sueño pendiente: la llegada a las Indias Orientales, las mismas a las que Colón creyó llegar antes de que se le atravesara otro mundo. Reconstrucción novelada de un viaje real, alternancia de voces narrativas en las que la propia Marigalante cuenta su nacimiento y destino, y reincorpora a su experiencia las rutas y los afanes de Colón, La resurrección de la Santa María es un juego de espejos con quinientos años de tiempo entre uno y otro y todo el mar de por medio. Es también un relato de aventuras, de los que abundan poco en la literatura mexicana, y echa mano lo mismo de los diarios de viajes que de la bitácora de navegación, reúne el conocimiento náutico con las intuiciones sobre el destino humano y la posibilidad de dirigirlo; pone, en fin y de nuevo, al hombre frente al mar. Este libro de Mario Huacuja ofrece la constancia de un hecho real filtrada por un disfrutable trato imaginario’.

‘Bien otra vez, muy bien’, seguí diciéndome mientras me quedaba convencido ya con el libro en las manos y me daba la vuelta para ponerlo en el mostrador: ‘este me lo llevo’, le dije a la chica que atendía. Y me regresé a ver qué más encontraba (que al final fueron también un libro de Daniel Sada y el libro soviético La ciencia de Kedrov y Spirkin en la clásica edición de bolsillo de Grijalbo). La resurrección de la Santa María en todo caso había pasado la prueba de la ceremonia que he repetido un aproximado de veinte mil veces más o menos desde los años en que comencé a ser un voraz y totalizador lector.                

IV

Y ocurre que me lo leí en una sentada, habiendo quedado sorprendido por la belleza de su prosa, el flujo sintáctico y el dinamismo narrativo anudados por un hilo épico que recorre las dos historias intercaladas en función de las dos ubicaciones espaciales y temporales en donde se indica estar firmado el libro: Palos, 1492 y Cipango (es decir Japón), 1988.

Por cuanto a los primeros, sabemos que se trata del puerto de donde salieron las tres carabelas colombinas –la Niña, la Pinta y efectivamente la Santa María– en agosto de 1492 sin que la expedición haya logrado nunca llegar –pues se les cruzó en el camino literalmente un Nuevo Mundo– al destino que tenían dispuesto como objetivo, que era Japón (o Cipango), que es a su vez el sitio desde donde casi 500 años después, en 1988, se firma el libro como segunda ubicación.

Lo que ocurre es que La resurrección de la Santa María es el relato histórico-novelado mediante el que Mario Huacuja reconstruye el episodio de la insólita expedición ocurrida verídicamente entre abril y junio de 1988 en donde 18 tripulantes de diversos países, siendo él mismo uno de ellos (razón por la cual su foto en la solapa nos lo muestra manipulando un timón de barco), zarpó del puerto de Acapulco en dirección a Japón en una carabela, que llamaron La Marigalante, construida en Alvarado Veracruz como réplica de la Santa María de la expedición colombina de 1492 para concluir, por decirlo así, el viaje original que, como tenemos dicho, tenía por objetivo llegar a Japón sin haberlo logrado nunca.

La estructura del libro consta de seis secciones, tituladas respectivamente I. Alvarado, II. Santa María del Puerto, III. A la luz, IV. A la sombra, V. Regreso y VI. Cipango, en las que Huacuja intercala el relato de la construcción de La Marigalante a fines de la década de los ochenta del siglo pasado en el México de la crisis financiera resultado de la expropiación de la Banca por López Portillo, que joyceanamente va contando su nacimiento y peripecias entre medio de las cuales se actualizan los afanes y obsesiones de Colón, que es el otro relato intercalado en un proceso de transmigración de almas –digamos– y de saltos históricos entre fines del siglo XV y el último tramo del XX en el que La Santa María reencarna efectivamente en La Marigalante dando vida a la epicidad como elemento constitutivo de la aventura naval de una manera prodigiosa mediante los recursos evocadores de una prosa que destila poesía por todos lados.

Cuenta Huacuja:

‘En el trayecto vimos, como signo de mal agüero, una montaña que escupía fuego al cielo en Tenerife, y tal vez por ese espectáculo del infierno empezaron los contratiempos. Para empezar, la sustituta de la Pinta no daba señales de llegar al puerto; tampoco estaba Beatriz de Bobadilla, la bella gobernadora del islote, y Colón la esperó en su fortaleza durante días interminables. Ahí se elucubraron leyendas de fantasía, porque los hombres que llegaban a la isla de Hierro, última de las Canarias hacia el sol poniente, decían que veían tierra más allá del horizonte, una montaña de azul acero que aparecía y desaparecía con la facultad de un espejismo. Esos cuentos eran el postre de sobremesa de los marinos, pero para la imaginación incandescente del Almirante eran lava pura, explosiones de volcán.

Fue por eso que los días empezaron a contabilizarse como pérdidas en la bitácora del tiempo, y la ansiedad pasó a gobernar el universo emocional de Colón. Entonces volvimos a la isla mayor, sólo para estallar en cólera porque la Pinta seguía ingobernable en la lontananza, y fue hasta el día siguiente cuando Colón, Pinzón, De la Cosa, Niño y los demás oficiales se apoderaron del astillero como filibusteros al asalto, y por obra de su iracundia apresuraron la reparación de la carabela hasta dejarla como nueva. La Pinta salió de ahí con los machos del timón flamantes, y a la Niña le cambiaron las cangrejas por las velas cuadras, para imprimirle mayor velocidad cuando tuviese el viento en popa. A mí me dejaron como estaba, porque ya había demostrado mis virtudes para la navegación de altura. Así, prestos para el viaje, con bálsamos y alquitrán en las heridas, las tres embarcaciones pusimos proa nuevamente a la Gomera, y fondeadas frente a sus playas recibimos la vitualla de sus bosques, leña seca para el fogón, mientras el Almirante se despedía de buena gana de la gobernadora con cabellera de alazán. De modo que el 6 de septiembre, después de casi un mes en las Canarias, enfilamos sin temor hacia el poniente, con rumbo fijo, a sabiendas de que más allá nos esperaban los terrores del abismo o las crestas de la gloria.’ (pp. 62 y 63)

Y está también, al inicio del libro, la descripción de la tierra de Alvarado:

‘República de médanos y manglares, situada en las orillas de una extensa laguna frente al estuario del caudaloso Papaloapan, la tierra de Alvarado se encuentra en el cruce de legiones de pájaros y peces de nombres musicales: del río llega la acamaya, el bobo, la jaiba y la chachagua; del mar el sábalo, el pámpano, la isabelita y el negrillo, y del aire el azulejo, la garza, el tordo, los petirrojos y la primavera. A esta prodigalidad sonora de voces y trinos corresponde otra, no menos resonante, que ha mantenido en alto la palabra de los alvaradeños, y que les ha acarreado fama de mal hablados en el estado de Veracruz y en el país entero. Cualquier nativo del puerto replicaría que no hay lugar común más falso entre los mexicanos que la picardía de los de Alvarado, y que esa reputación tan extendida se debe, simple y llanamente, a la fascinación por la palabra.’ (p. 11)

De esta manera, Huacuja va entrelazando con un mismo ritmo narrativo y como si su trabajo fuera realizado a partir de la revisión de las correspondientes bitácoras de viaje y los procesos de construcción y puesta a flote de los dos navíos con una diferencia mediante de medio milenio, los elementos de una pasión por la aventura que puso a prueba la capacidad de esfuerzo y determinación de un grupo de hombres en dos momentos específicos de la historia, diferenciados cualitativamente uno y otro por el hecho fundamental de que en el primero de los casos, el del viaje de 1492, no se tenía conocimiento pleno sino sólo conjetural y aproximado del destino al que se dirigían, habiendo pensado que lo que terminó siendo todo un (nuevo) continente era Japón, mientras que en el segundo de los casos, el del viaje de 1988, el conocimiento del destino, Japón (o Cipango), era total.

La diferencia dramática en uno y otro caso radica en el hecho de que mientras que Colón y su tropa no eran conscientes plenos de las consecuencias de sus actos, la tropa de la Marigalante sí: estos sí sabían a donde iban y a lo que iban, los primeros no:

‘Aquello era sábado de resurrección, porque la Marigalante era la reproducción amplificada de la Santa María, con sus castillos altivos, sus tres mástiles apuntalados por la jarcia, la elegancia de sus escotillas sobre la cubierta, la fuerza de su quilla para abrir los mares y la soberbia de sus velas hinchadas por el viento. Era también mañana de gloria para el barco, porque después de cinco años de debate entre la espera y el olvido, y cuando parecía que aquel esqueleto de ballena se perdería irremisiblemente en el abandono del astillero, los vientos favorables y el entusiasmo de miles de porteños lograron sacar a flote la idea de una nave colombina que había zozobrado en los colores esmeraldas del Mar Caribe, y que entonces resurgía en el Golfo de México después de cinco siglos de difunta.’ (p. 81)

V

Como un Malcolm Lowry mucho más contemporáneo, en este libro fresco y exquisito que encontré por suerte en estado de semi-abandono comercial a precio de remate en una librería de viejo de Donceles, Mario Huacuja ha logrado conectar a Alvarado Veracruz con el discurrir universal de la historia en el contexto único y emocionante de la era de los descubrimientos de fines del siglo XV de la misma manera en que Lowry puso a Cuernavaca en las cimas de la literatura universal al hacer de ella la locación de Bajo el volcán, reconstruyendo esta historia insólita con su propio elenco como si se tratara de una suerte de nueva Moby Dick (Vital Alsar, Federico Gama, Hugo Mabarak, Oscar Camarero, Marco Aurelio Albarrán, Marc Modena, entre muchos otros) en una década –la de los 80 del siglo pasado en México– que tenía en mi recuerdo solamente como un paréntesis gris y anodino marcado por la crisis financiera, el temblor del 85 y la caída de la Unión Soviética al finalizar el decenio pero que, gracias a La resurrección de la Santa María, puedo imaginar ahora como un tiempo en donde la aventura: una aventura extraordinaria y llena de vigor y sacrificio, desafiante y cargada de sentido de la misión, fue todavía posible.

Acaso pueda detonarse, a partir de esta lectura, alguna clave poética, algún dispositivo narrativo o alguna pista dramática que, cual punto de fuga épico, me permita reconstruir en su momento –todo a su debido tiempo– la vida novelesca y aventurera que mi bisabuelo Gabriel Arnulfo Carvallo Vera tuvo como el hombre naval y de mar y de océano que siempre fue.

‘Ahora viajo con mi tripulación entera, porque además de los mexicanos y los españoles y las japonesas llevo a bordo a Colón y sus tripulantes levantiscos, a los indios que pisaron mi cubierta, y después fueron esclavizados durante siglos, a los pajes de la corte, a los románticos del siglo de las computadoras, a los marinos de la fe, a los grumetes turulatos, a los barítonos del mar, a los escribanos de plumas de ave y estilógrafos, a los veedores de catalejo y cámara, a los intérpretes despistados, al jaranero de corazón, al flautista de oído, al timonel novato, al mayordomo del Almirante y al pintor de sueños submarinos. Sepan que estaré siempre a su lado, que mis maderas crujen pero no se desbaratan, y que acudiré cuantas veces me evoquen para compartir el arrojo de los hombres, zarpar a lo desconocido y desafiar las amenazas de los siglos, navegar entre constelaciones con ráfagas de luz o viento, surcar inmensidades ignotas y pulverizar todas las fronteras, porque así como la muerte es sólo un respiro del tiempo los naufragios son fallecimientos pasajeros, y del alma de los bosques resurgiré mil veces para abrir los ojos a los incrédulos de siempre y demostrar a cada uno, con la firmeza de mi quilla, los embustes de la muerte y las verdades de la vida.

Palos, 1492. Cipango, 1988.’

El primero a la izquierda es mi bisabuelo Gabriel Arnulfo Carvallo Vera, despidiendo a Porfirio Díaz en el puerto de Veracruz cuando salió del país hacia su exilio final en Francia. Cuentan que la vida de Carvallo fue ciertamente novelesca.