Club Nikolái

Novela con cocaína, una novela marxista-leninista

I

Hay tres regiones ontológicas, por decirlo de algún modo, sobre cuyos materiales puede desplegarse creativamente la sintaxis narrativa que tiene como fuente, desde luego, el escritor –él o ella, habrá de entenderse– y su capacidad de captación poética.

Cada una de las regiones delimita el campo ficcional para que el escritor sitúe a un conjunto determinado de personajes para someter su acción a una serie de leyes dramáticas con las que construye su obra. En el cruce de regiones tiene lugar el hecho narrativo fundamental por medio del cual la obra en cuestión adquiere su sustantividad poética.

En primer lugar, está la región de aquellos contenidos culturales que están afuera del cuerpo del escritor, que llamaremos con Gustavo Bueno contenidos extra somáticos (soma = cuerpo en griego), dispuestos en el espacio dentro del que están los cuerpos individuales.

Lo que sigue es una pieza sintáctica mediante la que el escritor, David Foster Wallace (El rey pálido) plasma poéticamente y con poderosa belleza un conjunto de materiales extra somáticos según estamos explicando, que son observados en paneo por un “yo” que mediante la función de la escritura se desdobla a la vez en escritor y lector, aprovechando Foster Wallace la oportunidad, además y por cierto, para recordarnos el milagro de ser copartícipes de la maravilla de la creación:

‘Más allá de las llanuras de franela y de las gráficas de asfalto y de los horizontes inclinados de óxido, y más allá del río de color marrón tabaco resguardado por los árboles llorones y salpicado por las monedas de luz de sol que traspasan sus copas para alcanzar la corriente, hasta el lugar que hay detrás del cortavientos, donde los campos sin cultivar bullen ruidosamente a fuego lento bajo el calor matinal: sorgo, quelite cenizo, lambedora, zarzaparrilla, juncia real, higuera del infierno, menta silvestre, diente de león, zacate, muscadinia, repollo espinoso, solidago, hiedra terrestre, abutilón, hierba mora, ambrosía, avena silvestre, algarroba, rusco, habichuelas asilvestradas y remetidas en sus vainas, todas como cabezas meciéndose suavemente bajo una brisa matinal que es como la suave mano de una madre en tu mejilla. Una flecha de estorninos disparada desde el techado del cortavientos. El centelleo de un rocío que jamás se mueve y que se pasa el día soltando vapor. Un girasol, cuatro más, uno de ellos encorvado, y una serie de caballos a lo lejos que están igual de rígidos y quietos que si fueran de juguete. Todos meciendo la cabeza. Los ruidos eléctricos de los insectos atareados. La luz del sol del color de la cerveza y un cielo pálido y volutas de cirros tan altos que no proyectan sombra. Insectos atareados todo el tiempo. Cuarzo y pedernal y esquisto y costras de contrita ferrosa en el granito. Una tierra muy antigua. Mira a tu alrededor. El horizonte tiembla, sin forma. Somos todos hermanos.’   

La otra región es la que llamaremos (seguimos con Bueno) inter somática, que es aquélla en la que tienen lugar las relaciones entre sujetos individuales y sus cuerpos dispuestos en el espacio y en el tiempo en una variedad infinita de situaciones y de acciones, y que es en donde se constituyen las instituciones, por cuanto a la sociedad de que se trate, o las tramas, por cuanto a la novela de que se trate. Lo que sigue es ahora un fragmento de la novela de Abel Posse Los cuadernos de Praga en donde se nos muestra la plasmación en cuestión:

‘- Lo cierto es que en la primera versión que recibimos se nos dijo que había venido para curarse. Su estado era desastroso. Lo revisaron en el hospital militar de Hradeck Kralovy. Estaba muy flaco. Tenía un asma crónica agravada, hongos, parásitos intestinales, parásitos subcutáneos mal extirpados…

– ¿Dónde vivía?

– Eso fue un secreto hasta 1989. Los cubanos tenían tres “casas de seguridad” a su disposición. Algo así como dependencias con extraterritorialidad. Los checos fingíamos darnos por no enterados. (Nosotros, por reciprocidad socialista, teníamos las nuestras en Cuba). Unos del espionaje… La que habitó al principio estaba del lado de Slapy, en las afueras de Praga. Pero para sus encuentros a veces usaba otra, en Praga VII. Muchas veces se metía en hoteles.’

La última región ontológica es la que describe lo que ocurre en el interior de los cuerpos, es decir, los contenidos intra somáticos, que están solamente en el tiempo (además de sus cuerpos, desde luego). Aquí un fragmento de una de las obras más sutiles y bellas de la literatura universal, Bajo el volcán de Malcolm Lowry, en la que se realiza la plasmación que decimos:  

‘Después, la nieve dejó de resplandecer; las flores de los árboles frutales convirtiéronse en nubes de mosquitos; el Himalaya se ocultó tras el polvo y él sintió más sed que nunca. Luego soplaba el lago, soplaba la nieve, soplaban las cascadas, soplaban los capullos de los frutos, soplaban las estaciones, soplaban alejándose, y él mismo se alejaba arrastrado por una tormenta de capullos, a las montañas en donde ahora caía la lluvia. Pero esta lluvia que ahora caía en las montañas no mitigaba su sed. Ni tampoco, después de todo, se hallaba en las montañas. Se encontraba entre el ganado, en un arroyo. Descansaba, con algunas jacas que, a su lado, metían las patas en frescos pantanos. Yacía boca abajo bebiendo de un lago en que se reflejaban cordilleras de albeantes cumbres, nubes que se amontonaban a una altura de ocho kilómetros detrás de la imponente montaña Himavat, cáñamos de color púrpura y un villorrio acurrucado entre las moreras. Y sin embargo, su sed seguía sin apagarse. Acaso porque estaba bebiendo, no agua, sino ingravidez y promesa de ingravidez —¿cómo era posible que bebiera la promesa de ingravidez? Acaso porque bebía, no agua, sino certidumbre de claridad— ¿cómo era posible que bebiera certidumbre de claridad? ¡Certidumbre de claridad, promesa de ingravidez, de luz, luz, luz y otra vez de luz, luz, luz!’

Las posibilidades de combinación y orquestación sintáctica entre las tres regiones desde luego que son muchísimas, y el genio narrativo tiene la responsabilidad de potenciar esa arquitectura para sus construcciones.

En la octava jornada del Club Nikolái he tenido la oportunidad de ser absorbido por la lectura de una novela extraordinaria e intensa que tiene como vértice de articulación centrípeta una parte escrita desde la clave de la tercera región ontológica, que es lo que de hecho me recordó a Bajo el volcán de Lowry. La novela es Novela con cocaína de M. Aguéiev y el fragmento de arrastre centrípeto es el siguiente:

‘Lento e interminable se me antoja el acto de vestirme, esa temblorosa búsqueda de las mangas del abrigo, después de la cual, con una voz entrecortada por el júbilo, le propongo a Mik que vayamos a mi casa, cojamos algún objeto de valor y lo cambiemos por nuevos envoltorios. Una vez con los abrigos puestos, salimos al pasillo, olvidados ya de los difíciles esfuerzos que habíamos necesitado para vestirnos. Lento y tortuosamente interminable se me antoja el arriesgado descenso por la escalera, que parece cubierta de hielo, en la que mis pies tienen dificultades para no deslizarse y al mismo tiempo se apresuran mediante bruscas sacudidas, como si por detrás un perro amenazara con morderlos. Finalmente llegamos abajo, y ya parece como si no hubieran existido esos esfuerzos torturantes y temblorosos ni esa escalera, como si hubiéramos salido directamente de la habitación a la calle. Lentos e interminables se me antojan ese viaje por la ciudad desierta, en la que silba la helada, ese molesto escalofría en la espalda, esos andrajos de vapor y esa cinta dorada de las farolas, que se enrosca húmedamente en los ojos llenos de lágrimas y se aleja saltando cuando parpadeo. Por fin llegamos al portal, y parece como si nada de eso hubiera pasado, como si de la habitación de Jirgue hubiéramos llegado directamente al portal. Lento e interminable se me antoja ese temblor bajo la helada, ante la puerta en la que brilla la verdosa luna, hasta que relampaguea tras ella una luz amarilla y surge la figura soñolienta de Matvei… Todo parece interminable, tortuoso, inacabable, y después fantasmagórico, como si nada hubiera sucedido.. Tengo en la nuca una sensación de agarrotado encogimiento.’

II

Vadim Maslennikov es el personaje de este relato que muestra evidencias de ser autobiográfico, o por lo menos lo es en la parte del consumo de la droga por el hecho de que la descripción de la experiencia intra somática resultante de los efectos de la cocaína parece ser tan puntual en su realismo. Yo no lo he consumido nunca, así que tampoco me es posible certificar nada. 

Alrededor de su autor circundó durante un tiempo la controversia de no saber quién era, habiéndose incluso pensado que se había tratado ni más ni menos que de una novela de Nabokov.

Pero no. La firmaba M. Aguéiev, que también se puede encontrar escrito como Aguéyev o Aguéev. La M podría atribuirse a Mijaíl o a Mark. Se trata en todo caso del pseudónimo de Mark Lázarevich Levi, nacido un 27 de julio de 1898 en Moscú.

‘Todo empezó a principios de la década de 1930, se dice en la Introducción (Novela con cocaína, M. Aguéiev, ALBA Editorial/Consejo Editorial Cámara de Diputados, México, 2024), cuando a la redacción de la revisa Cifras, editada por algunos emigrados rusos en París, llegó un paquete procedente de Constantinopla, en cuyo interior se encontraba el manuscrito de Novela con cocaína, firmado por un autor absolutamente desconocido, M. Aguéiev… Vista la calidad y el interés de la obra, la redacción aprobó su publicación. Fragmentos del libro, que en un principio se tituló Relato con cocaína, aparecieron en La Vida Ilustrada y en la revista Cifras. En 1934 la revista Encuentros dio a la estampa la segunda y última obra conocida del autor, el relato “Un pueblo sarnoso”. En 1936 Novela con cocaína se publicó en forma de libro en una editorial parisina. A partir de entonces el nombre de M. Aguéiev desaparece del mundo de las letras, y su persona se evapora, se desvanece como humo sin dejar rastro’.

Luego se supo que Marko Lazárevich Levi salió con dirección a Alemania de la ya Unión Soviética en el año de la muerte de Lenin, 1924, de donde, luego de seis años, se trasladó a Turquía donde a su vez, desde la todavía Constantinopla –hoy Estambul–, redactó Novela con cocaína y la envió a París para dar trámite de inicio a su leyenda. Circunstancias policiales hicieron que tuviera que volver a la URSS, estableciéndose en Yereván (Armenia) donde habría de vivir una vida silenciosa, ordenada y familiar para morir por fin un día de agosto de 1973.

III

La novela puede ser incluida en la categoría de novela de formación, en el sentido  de mostrar la trayectoria vital de un niño o joven a través de procesos clásicos de forja del carácter: la escuela y las discusiones mediante las que se va templando y definiendo la personalidad, en donde destaca Burkievits; el amor juvenil y la iniciación sexual; la dialéctica social y política que determina contextualmente la forja en cuestión, en la que Burkievits destaca también; la configuración del nacionalismo (ruso en su caso) –donde Burkievits destaca otra vez– en el escenario antagónico de una guerra (de Rusia con Alemania: era la Primera Guerra Mundial) entre medio de la cual habría de tener lugar una revolución (la de Octubre en Rusia, que tanta influencia habría de tener en todos, particularmente en Burkievits); la relación con los padres  (su madre en este caso concreto) y la floración súbita, descontrolada y todavía no sublimada de emociones de diverso tipo que pueden ir de la cólera explosiva y la iracundia lacerante a la ternura de hijo o el odio visceral.

Todos estos elementos van siendo descritos con una sutileza psicológica penetrante y sorprendente al tiempo de irse anudando alrededor del centro de articulación constituido por el deseo del personaje, Vadim Maslennikov –que desde el principio es retratado para nosotros por Aguéiev como un individuo despreciable y miserable por la forma tan cruel con la que trata a su madre (que termina colgándose de una cuerda para morir miserablemente)– de conferir a su personalidad ‘un carácter singular, tanto más sublime cuanto mayor fuera el castigo que me esperaba por mi renuncia’ (p. 64), afirmación ésta que, al terminar la narración completa –en la que Burkievits es tan importante como lo es también en el inicio mismo de la novela– se nos aparece con toda claridad como el criterio psicológico fundamental de la destrucción devastadora de un muchacho, Vadim, que dentro de unos años habría de entrar junto con sus compañeros del Instituto de Moscú ‘como ciudadanos de pleno derecho en la vida social de la gran Rusia.’ (p. 68): ‘Pensad que habéis tenido la fortuna de escuchar la música de Pushkin y de Lérmontov, y que es esa música y no otra cosa lo que espera de vosotros nuestra desdichada Rusia’ (p. 68), les dijo en su momento, en cualquier día de clases, el sacerdote del Instituto en tono de reprimenda moral produciendo no obstante una recepción anodina e inexpresiva en casi todos los alumnos que lo rodeaban aburridos, excepción hecha de Burkievits:

‘Al mismo tiempo que los ojos y los rostros de todo el grupo se volvían cada vez más indiferentes y vacíos, los ojillos de Burkievits, que se acercó en silencio, se hacían cada vez más vivos y traviesos, sus labios se estiraban en una sarcástica sonrisa, y las palabras del sacerdote, como agujas lanzadas al semicírculo de aquellos ojos y rostros petrificados, se entrelazaban y se pegaban, independientemente de la voluntad de quien las profería, en el punto imantado de la sonrisa de Burkievits. Parecía como si hubiera sido Burkievits quien hubiera insultado, como si las últimas palabras sobre Pushkin y Lérmontov le concernieran por entero a él’. (p. 68)

IV

Vasili Burkievits era un muchacho de baja estatura, lleno de espinillas y el cabello revuelto. No era parte del grupo protagónico o de cabecillas de la clase de Vadim, que estaba constituido por él mismo, Stein y Yegórov. Digamos que no tenía el brillo característico de quienes se sitúan de alguna manera en el centro de atención de los salones de clase como sus líderes.

Pero Burkievits estaba llamado a cumplir una función esencial en la vida de Vadim según es dispuesto en la novela al principio mismo según tenemos dicho y en donde se dice literalmente a modo de epígrafe que ‘Burkievits se ha negado’, y también al final.    

Y es que él también estaba llamado a darle un ‘carácter singular a su personalidad’, pero por virtud de su capacidad moral para reconocer la conexión entre una constante histórica: la injusticia, y los mecanismos que activan las fuerzas que llevan a una sociedad a ejecutar una revolución. Esa capacidad de Burkievits sería absorbida luego por la estructura resultante de la revolución rusa que a todos vendría a transformar y de la cual él iba a terminar por cumplir una función fundamental para la vida destruida de Vadim:

‘Comprendíamos contra quién se arrojaba esa piedra, pero también reparábamos en otra cosa: la injusticia a la que aludía Burkievits, al parecer desesperada, establecida durante siglos en las relaciones humanas, en absoluto lo hundía en la desesperación, ni en el furor, sino que actuaba como una sustancia inflamable, preparada especialmente para él, que fluía hasta sus entrañas sin producir una explosión destructiva, que ardía con un fuego regular, tranquilo y poderoso. Mirábamos sus pies embutidos en sus zapatos sucios y con los tacones gastados, sus pantalones raídos con feas bolsas en las rodillas, sus pómulos gruesos como bolas, sus diminutos ojos grises y su huesuda frente bajo rizos de color chocolate, y sentíamos de manera aguda e intensa que en su interior se agitaba y bullía esa terrible fuerza rusa que no conoce barreras, ni muros, ni obstáculos, una fuerza solitaria, sombría y metálica’ (p. 56).

Tiempo después, Vadim explica lo que había ocurrido con los atributos morales y de carácter de Burkievits, a quien había dejado de ver:

‘Concerté algunas entrevistas con Burkievits, pero poco después dejé de verlo, al no encontrar un lenguaje común. Se había convertido en un revolucionario y en su compañía solo se podía hablar, con indignación y espíritu ciudadano, de los pecados ajenos o propios contra el bienestar del pueblo. Como yo estaba acostumbrado a ocultar mis sentimientos con cinismo o expresarlos de manera humorística, tanto una como otra opción me repugnaban profundamente. Burkievits pertenecía a esa clase de gente que, debido a la elevación de sus ideales, condenan tanto el humor como el cinismo: el humor porque ven en él cinismo y el cinismo porque ven en él humor.’ (p. 153)

V

Y luego vino la cocaína a destruirlo todo, a establecer la ruta de la perdición: ‘En esa velada memorable, terrible para mí, estaba de nuevo preparado para ir a casa de Stein. Pero … escuché no la voz de Stein, sino la de Zander, un estudiante al que había conocido poco antes en la secretaría de la universidad. El tal Zander me ladró en la oreja que él y un amigo suyo habían decidido organizar esa noche una esnifada (no comprendí, le pedí que me lo repitiera y él me explicó que significaba aspirar cocaína)’ (p. 158)

Y entonces lento e interminable vino a hacérsele después, esa noche y los días por venir, el acto de vestirse; lento y tortuosamente interminable se le vino a hacer también el arriesgado descenso por la escalera; lentos e interminables se la hacían los viajes por la ciudad desierta; lenta e interminable se le hacía ‘esa ascensión por la puerta, esa apertura de la puerta, ese deslizamiento por el negro pasillo’; ‘todo parece interminable, tortuoso, inacabable, y después fantasmagórico’ por los efectos de la herrumbre ácida, la interminable herrumbre ácida de la cocaína, descripción de todo lo cual, en el capítulo tres, se convierte entonces en  el atractor centrípeto de esta novela cruda y cruel, con descripciones sorprendentes de las situaciones del consumo llenos de euforia, neurosis, paranoia, sudor frío, temblor, angustia, diarreas, locura y horror:

‘Tras esa primera esnifada no sentí nada en la nariz, a no ser un peculiar y agradable olor a farmacia que solo duró un instante, cuando aproximé la nariz, y, se desvaneció en cuanto aspiré. Volví a sentir el mondadientes, esta vez junto al otro orifico nasal, y volví a aspirar, esta vez con más fuerza… debí actuar con demasiado ímpetu, pues percibí que el polvo aspirado llegaba cosquilleando a la faringe y que un repugnante y agudo amargor se extendía con la saliva por la boca…. Ese amargor en la boca había desaparecido casi del todo y solo quedaba una especie de frío en la laringe y en las encías, como cuando se respira con la boca abierta durante una nevada y al cerrarla esta parece aún más fría, debido al calor de la saliva. Los dientes también estaban completamente helados, de modo que al presionar sobre uno de ellos, se sentía sin dolor todos los demás, como si estuvieran soldados.’ (p. 174)

VI

Pero no todo había sido destrucción. También vino la lucidez. En la cuarta parte del libro (Pensamientos) reflexiona Vadim Máslennikov sobre lo que había ocurrido, dejando rastros tanto de la teoría del reflejo marxista-leninista (‘empecé a pensar que lo más importante para el hombre no son los acontecimientos que rodean su vida, sino el reflejo de estos en su conciencia’, p 199) como de Spinoza (‘cualquier felicidad humana consiste en una astuta fusión de dos elementos: 1) la sensación física de felicidad y 2) el acontecimiento exterior que actúa como detonante psicológico de esa sensación’, p. 201) para explicar con lujo de detalle aquello en lo que radica el poder de la cocaína:

‘Todo esto lo digo partiendo del supuesto de que yo mismo había sentido ese rechazo despectivo [por mí mismo] de no haber sido por esa primera experiencia con la cocaína; solo ahora, inmerso en este camino de perdición, sé que semejante desprecio había sido consecuencia no tanto del ensalzamiento de mi propia personalidad como del menosprecio del poder de la cocaína. Pero ¿en qué se manifiesta ese poder?’ (p. 197)

VII

La tesis de Aguéiev sobre el incontrolable poderío centrípeto de la cocaína (supongo que sabía de lo que hablaba) desarrollada a través de los pensamientos de Vadim Máslennikov, según la reflexión a la que me ha llevado mi lectura de Novela con cocaína, es la siguiente:

1. Para Spinoza, la fenomenología psicológica de la felicidad, por decirlo de algún modo, consiste efectivamente en la puntual conjugación entre la sensación de placer acompañado de una causa externa que la produce, por ello, la clave del entendimiento se da como resultado de la capacidad que se logra tener para separar la causa externa de una afectación o sentimiento (felicidad o tristeza) de la idea del sentimiento en cuestión. La neurosis, por ejemplo, consiste en no saber cuáles son las causas externas que producen el sentimiento de la tristeza.

2. La teoría del reflejo, por otro lado y en efecto, según el Diccionario filosófico marxista de Rosental y Iudin en la voz correspondiente de 1946, es la base de la teoría marxista-leninista del conocimiento. Dice Lenin: “El reconocimiento del mundo exterior y de su imagen en la cabeza del hombre es la base de la teoría del conocimiento del materialismo dialéctico”. ‘Las sensaciones y los conceptos del hombre –continúa la entrada del Diccionario– son copias, retratos, reflejos, de los objetos y de los procesos del mundo objetivo. Las sensaciones son el primer peldaño, el punto de partida para el conocimiento del mundo. El conocimiento comienza en las sensaciones… El segundo peldaño del conocimiento es la generalización de los fenómenos individuales, la formación de conceptos, de categorías, el descubrimiento de las leyes que reflejan los rasgos esenciales del mundo objetivo… La comprobación práctica de nuestras nociones es el tercer peldaño del proceso del conocimiento, del reflejo de las leyes del mundo objetivo en el cerebro del hombre.’ (Ver la entrada ‘Teoría del reflejo’ en filosofía.org).

3. Veamos ahora lo que dice Vadim (Aguéiev): ‘Toda la vida del hombre, todo su trabajo, sus actos, su voluntad, su fuerza física e intelectual se emplean y se gastan sin control y sin medida únicamente para ejecutar un acto en el mundo exterior, pero no por el acto en sí mismo, sino por el reflejo que este produce en la conciencia. Y si a todo esto añadimos que el hombre ejecuta esos actos para que, una vez reflejados en su conciencia, creen en ella una sensación de alegría y felicidad, se nos revela con claridad el mecanismo que mueve la vida de cualquier hombre, independientemente de que sea malo y cruel u honrado y bondadoso….; la causa de la actividad humana, independientemente de su diversidad, siempre responde a la necesidad de ejecutar en el mundo exterior un acto que, al reflejarse en la conciencia, despierte una sensación de felicidad.’ (pp. 199 y 200).

4. En el planteamiento anterior lo que vemos es –o por lo menos eso es lo que yo he visto– una combinación de spinozismo con marxismo-leninismo para explicar el mecanismo fenomenológico de la felicidad como reflejo en la conciencia –mediante la forma de la sensación de alegría o satisfacción– generado por la realización de un acto en el mundo exterior que causa y determina la sensación en cuestión.

5. Pues bien, veamos ahora cómo, a partir de estas premisas marxista-leninistas, explica Vadim/Aguéiev el poderío centrípeto de la cocaína:

‘Solo cuando probé por primera vez la cocaína lo vi claro. Solo entonces comprendí que ese acontecimiento exterior, con cuyo cumplimiento yo soñaba –él había querido ser abogado eminente y rico, nos dice páginas atrás–, para cuya realización trabajaba y malgastaba la vida, y que quizá nunca se cumpliría, solo me era necesario en la medida en que, al reflejarse en mi conciencia, crearía en mí una sensación de felicidad. Pero si, como estaba convencido, una diminuta pulgada de cocaína podía originar en mi organismo esa sensación de dicha con una intensidad no conocida hasta entonces, la necesidad de un acontecimiento desaparecía por completo, y en consecuencia el trabajo, el esfuerzo y el tiempo necesarios para su consecución no tenían ningún sentido. Esa capacidad de la cocaína para provocar una sensación física de felicidad no guardaba ninguna correspondencia psicológica con los acontecimientos exteriores que me rodeaban, ni siquiera cuando el reflejo de esos acontecimientos debería haber provocado en mi conciencia pena, tristeza y amargura; en esa capacidad de la cocaína residía su terrible fuerza de atracción, contra la cual no podía ni quería luchar ni oponerme a ella. Solo habría podido hacerlo en caso de que la sensación de felicidad se hubiera debido no tanto a la realización del acontecimiento exterior, como al trabajo, el esfuerzo y la dificultad que hubieran sido necesarios para su consecución. Pero eso no sucedía en mi vida.’ (pp. 201 y 202)

VIII

Como vemos, la función de la cocaína en Vadim Máslennikov (habría que suponer que en esto estriba la clave de toda adicción, como ocurre hoy con los niños adictos a la estupidez encapsulada a alta presión y densidad en micro-videos de 5 a 10 segundos en You Tube o Tik Tok reproducidos ad nauseam durante horas y  horas y días y meses y años) había sido la de sustituir uno de los elementos esenciales de la fenomenología materialista social, cultural y políticamente determinada de la felicidad: la realización de un acto en el mundo exterior –ya sea una obra de arte o convertirse en concertista o escritor o abogado de renombre, o funcionario de alto nivel en la burocracia revolucionaria soviética, como fue el caso de Burkievits– que desencadenara la potencia de afirmación en el mundo del individuo que lo realizara para perseverar en su ser (Spinoza); al suprimir la necesidad de realización de ese acto externo extra-somático o inter-somático, para volver a la terminología de Bueno, lo que ocurre es que el adicto se queda sólo con su felicidad instantánea y momentánea, inerme, pasivo, sin actuar y sin obrar, con su ser desfallecido, desdibujado y anulado, al final de la cual felicidad no obstante lo que llega entonces es la locura y el terror.

El terror y la desesperada y balbuciente y temblorosa búsqueda monstruosa y bestial de más cocaína para iniciar el ciclo nuevamente de vida y muerte y felicidad resumidas en unas horas o unos días. El terror de necesitar un poco más de esa felicidad instantánea y fácil aunque efímera producida por esa herrumbre ácida y metálica, la lenta e interminable herrumbre ácida.

IX

En el epílogo, un funcionario del hospital militar, suponemos que en Moscú, al que durante las heladas de 1919 habían llevado en estado de delirio a Vadim Máslennikov, indica que los pensamientos del capítulo anterior habían concluido. Y luego nos cuenta su final.

Habiéndosele diagnosticado intoxicación crónica con cocaína, el médico jefe le indicó que carecía de sentido ingresarlo en ese hospital, y que lo recomendable era más bien ingresarlo en un buen sanatorio psiquiátrico, siendo necesario no obstante tomar nota del hecho de la alta dificultad que implicaba su aceptación dado que, en aquellos “tiempos socialistas”, su ingreso dependería en último término de la utilidad que el enfermo en cuestión había ofrecido, o podría ofrecer una vez sanado, a la revolución.

Cuando le preguntaron si tenía amigos o familiares que lo pudieran tal vez recomendar para lograr solventar el trámite, Máslennikov pudo solamente balbucear que su madre había muerto y su nodriza estaba en estado de desamparo, que su antiguo compañero Stein se había ido poco antes al extranjero y que de sus otros dos compañeros, Yagórov y Burkievits, no sabía nada desde hace mucho.

Al escuchar el nombre de Burkievits, los médicos se intercambiaron miradas para exclamar luego que se trataba entonces ni más ni menos que de su superior inmediato, y que con una palabra suya sería suficiente para salvarle y poder realizar el traslado. Solo se requería de su autorización y listo. Era cuestión nada más de que, al día siguiente, lo localizara en un edificio situado en la misma calle del hospital para hablar con él y proceder una vez emitido el anhelado visto bueno de su viejo amigo.  

Vadim, emocionado y optimista, se sintió aliviado al constatar que se trataba del Burkievits que él conocía desde los tiempos del Instituto. Seguramente que, al recordarlo, lo ayudaría. Pero siguiendo una pauta como la definida por Esquilo cuando dijo que ‘cuando un mortal se entrega a labrar su propia perdición, los dioses acuden a ayudarle en su cometido’, su degradación moral, la crueldad hacia su madre, la destrucción de su cuerpo, la adicción inhibidora de su individualidad, la anulación del segundo elemento fundamental en la fenomenología de la felicidad como consecuencia de la cual el hombre se endereza para actuar y afirmarse en el mundo exterior, habían hecho el trabajo necesario para que Burkievits, que se había afirmado en el mundo exterior de otra manera, le diera nada más el tiro de gracia:

‘A la mañana siguiente, pasadas las once, tres ordenanzas de la sección de Burkievits trajeron a Máslennikov en brazos. Era ya tarde para salvarlo. Solo pudimos constatar un agudo envenenamiento por cocaína (indudablemente premeditado, pues la cocaína había sido diluida en un vaso de agua y después ingerida) y la muerte por parada respiratoria.

En el pecho, en el bolsillo interior de Máslennikov, encontramos: 1) un viejo saquito de calicó al que había sido cosidas diez monedas de plata de cinco kopeks y 2) un manuscrito en cuya primera página, con grandes letras de trazo irregular, habían sido garabateadas estas cuatro palabras: “Burkievits se ha negado”.’