Club Nikolái

Aquel paisaje de otoño

[Sobre Paisaje de otoño, Leonardo Padura, Serie Mario Conde, original de 1998. Tusquets, México, múltiples ediciones.]

Aquel era un paisaje de otoño distinto al imaginado por Matisse, en la racional y mesurada Europa: el signo otoñal del trópico nada tenía que ver con hojas caídas por el cambio preciso de estación ni con las luces filtradas entre nubes altas.

…pero él se limitó a cambiar de hoja para comenzar un nuevo párrafo, porque el fin del mundo seguía acercándose, pero aún no había llegado, pues quedaba la memoria.

Leonardo Padura, Paisaje de otoño

I

‘Nos dijeron que históricamente nos tocaba obedecer y tú ni siquiera pensaste en negarte’, les dijo el compañero Andrés al Flaco Carlos, al Conejo y al teniente investigador Mario Conde –el personaje central de la serie de novela negra de Leonardo Padura– cuando se habían reunido todos para escuchar la noticia de este último de que tenía pensado dejar la policía (“la Central”) y mandar todo al carajo.

‘¿Tú no fuiste a la guerra de Angola porque te mandaron? ¿No se te jodió la vida encaramado en esa silla de mierda por ser bueno y obedecer? ¿Alguna vez se te ocurrió que podías decir que no ibas?’, les había dicho también Andrés.

El que había quedado encaramado, postrado para siempre en una silla de ruedas era el Flaco Carlos, cosa que era evidente para todos además de ser también una evidencia concreta que a su vez resumía una mucho más profunda y triste, manifestada como criterio de constatación de su pertenencia a una generación condenada al fracaso –la generación escondida, era el concepto usado– merced a una serie de responsabilidades y obediencias históricas genéricas, acaso abstractas como abstracto es el Estado (pero ya decía Lenin muy bien que, cuando es verdadero, no hay nada más concreto que lo abstracto: tal es la verdad de la política) a través de las que quedó destruida su historia personal, individual y familiar, su historia concreta efectivamente.  

‘Porque Andrés no era feliz, ni se sentía satisfecho con su vida –continúa Padura en Paisaje de otoño– y se encargaba de que todos sus amigos lo supieran: algo en sus proyectos más íntimos había fallado y su camino vital –como el de todos ellos–, se había torcido por rumbos indeseables aunque ya trazados, sin el consentimiento de su individualidad.  

– Está bien, vamos a decir que tienes razón –admitió resignado Carlos, bebió un trago largo y agregó–: Pero no se puede vivir pensando así.

– ¿Por qué, bestia? –terció el Conde lanzando el humo de su cigarro y recordando otra vez sus alcohólicos impulsos suicidas de aquella tarde.

– Porque entonces uno tiene que aceptar que todo es una mierda.

– ¿Y no lo es?

– Tú sabes que no, Conde –afirmó Carlos y miró hacia el techo desde su silla de ruedas–. No todo, ¿verdad?’

Mario Conde había solicitado ya su licenciamiento de la Central para dedicarse a otras cosas, entre ellas –y tal vez la primera– la escritura: ‘Desde que se había aficionado a la lectura y sintió aquella envidia corrosiva hacia las personas capaces de imaginar y contar historias, el Conde aprendió a respetar la literatura como una de las cosas más hermosas que podía engendrar la vida. Quizá la primera causa de aquel respeto era su propia incapacidad para lanzarse al ruedo y vivir en función de la literatura’.

El único momento de Paisaje de otoño (la edición que tengo es la onceava, impresa en México por Tusquets, 2023) en el que Padura nos muestra al Mario Conde escritor es en donde inserta un fragmento de lo que estaba escribiendo, y que era claro que estaba animado por un aliento autobiográfico-generacional de Mario Conde mismo –y yo no sé si de Padura mismo, también–, que a su vez se inspiraba sin duda alguna en su compañero el Flaco Carlos, situado dramáticamente como protagonista principal, según el relato en cuestión, que ‘resumía una cruel experiencia generacional y el reflejo quemante de una culpa ajena asumida como propia’:

En realidad el joven nunca supo de dónde salió la bala que le quebró dos vértebras y le destrozó la médula. Después pudo recordar que, antes de caer al suelo había estado pensando en las cosas que debía hacer cuando regresara a su casa. Eran planes simples, llenos de una ingenua cotidianidad, sostenida, como siempre, sobre dos pies: sueños de amor, de futuro, proyectos de vida pospuestos por la decisión de que él participara en aquella guerra remota. Por eso, cuando volvió a recuperar la lucidez y sintió una inmovilidad de vacío hacia el sur de su organismo, preguntó a la enfermera si le habían cortado las piernas y ella sonrió, asegurando que no, y cuando él le preguntó si volvería a caminar, ella sólo negó con la cabeza y le mesó el cabello, como gesto de posible consuelo para lo inconsolable.

¿Por qué a él, precisamente a él, le tocó aquella bala precisa que en menos de un segundo había venido a cambiarle la vida? Sabía que aquél era uno de los riesgos de la guerra pero le pareció demasiado cruel que todo pudiera terminar así. Él, que nunca había pensado en guerras, que siempre detestó el frío pesado de los fusiles, y obedeció desde que tuvo uso de razón, creyendo que aquella obediencia lo llevaría a algún sitio distinto de la cama donde ahora yacía, inválido para el resto de sus días: precisamente él había recibido aquella bala sin remitente, dirigida por un ser sin rostro y disparada por un odio que él nunca había sentido ni compartido.

II

La Habana, Cuba, otoño de 1989. El huracán Félix acecha la isla en sus desplazamientos amenazantes a través del Caribe y el teniente investigador Mario Conde está a punto de cumplir treinta y seis años. Acaso pueda considerarse que la amenaza de la catástrofe inminente a consecuencia del huracán es una metáfora instrumentalizada narrativamente por Padura para significar la catástrofe económica y geopolítica que para el régimen de Fiel Castro estaba por llegar a consecuencia de la caída de la Unión Soviética, y que, así como el huracán Félix, tenía a todo un pueblo a la expectativa temerosa y resignada de que ocurriera.

Miembro de la llamada “generación escondida” a la que le tocó participar en la campaña de la guerra de Angola (1975 – 2002) –que según Norberto Fuentes debe de ser computada como el último episodio de la Guerra Fría–, Mario Conde es un policía/investigador desencantado, escéptico, descreído de todo, cínico, triste y solo y solitario, un poco como el Pepe Carvalho de Vázquez Montalbán más que como el padre Brown de Chesterton, que está harto de su vida sin expectativa alguna de futuro siendo solamente un escondido amor por la literatura aunado a una rara ‘necesidad fisiológica de sentir que pertenecía a un lugar’ aquello que lo animaba a mantenerse en pie y dentro de Cuba, oscilando entre largas jornadas etílicas tramitadas mediante la ingesta de galones y galones de ron con los que buscaba dejar de pensar en las razones y contextos políticos y no políticos –ya daba igual tal vez– que hicieron de su vida una vida equivocada, y la rutina policial-detectivesca que estaba queriendo abandonar de una buena vez: ‘un apetecible soltero de treinta y seis años, ex policía, prealcohólico, pseudoescritor, cuasiesquelético y postromántico, con principios de calvicie, úlcera y depresión y finales de melancolía crónica, insomnio y existencias de café’ era entonces el Mario Conde que fue llevado a “la Central” ante el coronel Molina, Alberto Molina, para revisar los pormenores, efectivamente, de su solicitud de baja o licenciamiento.

La cuestión era esta: su baja sería aceptada y autorizada según marcaba el protocolo siempre y cuando pudiera Conde (el Conde, tal como le dice en toda la novela Padura) resolver en un mínimo determinado de días un último caso, relativo al hecho de la aparición del cuerpo sin vida y sin genitales de Miguel Forcade Mier en una playa de La Habana.

Había que resolver entonces el doble enigma constituido por la muerte de un hombre rubricada con saña mediante el expediente salvaje de cortarle los huevos a título de escarmiento, siendo lo cierto que el occiso respondía al nombre de una figura que en su momento tuvo su relieve político y burocrático de entidad y que, como muchos, optó también por huir de Cuba para instalarse en Miami luego de un viaje oficial a España, pues ocurre que Forcade había sido un alto burócrata del régimen de la Revolución a cargo ni más ni menos que de las expropiaciones a la burguesía que desde el asalto al Moncada se había convertido en el enemigo de clase fundamental y constitutivo de la nueva forma del Estado revolucionario, habiendo quedado a su cargo el conjunto de decisiones sobre el destino que tendría que dársele al acervo artístico público o privado –sobre todo privado– que había en la isla, como vino a ser el caso del destino de un óleo de Matisse, Paisaje de otoño, que resultó no ser siquiera original –pero que Forcade hizo creer a quien lo tenía que sí lo era– o una estatua de buda de oro macizo que, al final, había sido la razón verdadera, y no el Matisse, por la que Forcade había vuelto a Cuba en lo que para él debió haber sido su último viaje a la isla con una pieza valuada en un número de millones de dólares con los que quedaría resuelta su vida en Miami, cosa que sí fue pero con el detalle añadido de que también estaba llamado a ser el último de su vida, porque de ahí ya no salió más nunca.             

III

A partir de aquí Padura despliega con una maestría sintáctica soberana, ritmo estratégico-político fundamental (característica esencial, para mí, de la novela negra, de la que por otro lado no me puedo declarar lector consumado y solvente) y belleza narrativa, una trama que nos remonta al mismísimo período virreinal novohispano: al galeón de Manila ni más ni menos a través del que, a partir del siglo XVI, se estableció la primera ruta comercial globalizada que conectaba Manila con Acapulco, y de ahí a Veracruz a través del Istmo de Tehuantepec (Padura se equivocó y puso Istmo de Chapultepec) para pasar a La Habana y de ahí para Sevilla, siendo así que el buda en cuestión, de manufactura todavía más lejana aún tanto geográfica como temporalmente (era una pieza de origen chino), no llegó nunca a Sevilla y se quedó en La Habana para recorrer manos y apellidos y familias y siglos para desembocar, mediando el primer tramo de la segunda mitad del siglo XX, en la lista de bienes expropiables por un funcionario, Miguel Forcade Mier, incrustado en una de las dialécticas fundamentales del continente americano y de ese siglo catalogado por Hobsbawm como el de la “era de los extremos” mediante la que una nación del Caribe pasó a afirmarse geopolíticamente bajo la forma de Estado revolucionario socialista, construyéndole a su pueblo, al hacerlo, una tragedia como trámite necesario para poder entrar con la frente en alto en la Historia, que es aquello por lo cual Pedro Schwarze, me parece a mí, ha dicho que Fidel Castro cumplió puntalmente lo que prometió: darles a los cubanos una historia única, ofrecerles la oportunidad de protagonizar por activa o por pasiva una aventura revolucionaria y hacer del suyo un pueblo con dignidad.

IV

Como sabemos todos, no hay novela negra o policial que no forme parte de una serie (obviamente que hay excepciones, como puede que sea el caso –habría que investigar o preguntarle a mi querido amigo Enrique Arronte del Club Nikolái– de El complot mongol de Rafael Bernal, que si no me equivoco es una novela solitaria–), y la de Mario Conde no está fuera del canon. Según se indica en la edición que tengo yo (2023), Paisaje de otoño es la cuarta de una serie de nueve novelas constitutivas de la Serie Mario Conde, a las que se añade otro número (seis para ser exactos) de novelas aisladas las unas de las otras de Leonardo Padura, destacando la primera El hombre que amaba los perros (2009), que acaso sea la que lo catapultó al primer plano de las letras internacionales.

La lectura de Paisaje de otoño me ha resultado bella, dinámica y elegante (esto es fundamental, porque para mí la literatura es una forma de la elegancia, como dice Roberto Bolaño). Padura es un autor solvente y sólido, consistente y culto. Tanto en esta como en El hombre que amaba los perros –que dejé comenzada hace más de diez años tal vez, pero que volveré a ella ahora mismo–, hay una combinación sui generis de tres pasiones fundamentales entendidas como padecimiento, que es la idea en la que se detiene y desarrolla Spinoza, para quien la pasión es una afectación, algo que se padece, que te destruye: la pasión política, la pasión por la literatura y la pasión revolucionaria. Cuba es un escenario dramático de excepción y fascinante para que la colisión de esas tres pasiones tenga lugar y arroje a borbotones materia para la poesía, la literatura, la filosofía política y la filosofía de la historia. Así es en todo caso como la entiendo yo y como me aproximo a su historia, sus ideas, su literatura y su tragedia.

En una de las paredes de mi oficina tengo impresa y enmarcada una pinta que encontré en internet y que me pareció magnífica, supongo que es de alguna calle o avenida de La Habana (que he visitado dos veces en mi vida, habiendo sido de las experiencias más importantes de mi vida). Es una pinta de la Unión de Juventudes Comunistas (UJC), en la que aparecen los perfiles de tres figuras esenciales y entrañables: Julio Antonio Mella, Camilo Cienfuegos y el Ché Guevara; sobre cada uno de ellos están escritas las palabras Estudio, Trabajo y Fusil (en ese orden en cuanto a personajes y palabras). Tales son para mí las ideas que definen la ecuación trágica del Estado nacional-político soberano de la edad contemporánea. Son las tres ideas que definen un paralelogramo abstracto de odios, obligaciones y responsabilidades históricas, y que someten a familias e individuos para definir, por su través, la figura del Estado, que por necesidad es una figura trágica.

Ahora que he terminado Paisaje de otoño, y habiendo dejado comenzada El hombre que amaba los perros hace diez años más o menos, pienso que la obra de Leonardo Padura encuentra en estos elementos la clave de su pathos, su ethos y su logos literario. Aquí está su riqueza, su pasión y su belleza poética.

Hay muchas cosas con las que de una u otra forma me identifico en función de esas tres pasiones fundamentales. Acaso pudiéramos decir tal vez incluso que me constituyen, razón por la cual es muy probable que vuelva varias veces más, muchas, a la literatura de este hombre de 68 años nacido en La Habana, Cuba, un 9 de octubre de 1955.