La tarde del martes 20 de mayo de 2014, en la Consejería de Educación de la Embajada de España en la Ciudad de México, conocí a Ismael Carvallo Robledo. Ambos compartíamos el micrófono en una suerte de mesa redonda sobre los 75 años del exilio de los republicanos españoles. La mesa redonda la organizaba el, para entonces, consejero Agapito Maestre Sánchez. Gracias a Agapito Maestre (quien ahora mismo sigue siendo profesor de la Facultad de Filosofía de la Complutense de Madrid y un rudo polemista contra la política española, a juzgar por sus columnas de Libertad Digital) conocí a Ismael Carvallo. Lo cierto es que Ismael ni yo éramos propiamente “alumnos” de Agapito. Ismael de inmediato me hizo saber su independencia un día después de aquel evento, el miércoles 21 de mayo, contándome que él pertenecía a la revista del grupo de Gustavo Bueno (Escuela de Filosofía de Oviedo), que se llama El Catoblepas y de la cual era el director. A lo que yo le respondí que no conocía la revista Catoblepas, y que, al haber hojeado varios de sus números, celebraba en ella lo que tanto hacía y sigue haciendo falta: pensamiento crítico, nuevas ideas, pero sobre todo su vocación hispanoamericana. Como también yo había vivido un rato en España, donde es lamentable lo poco que preocupaban las cosas americanas, entreví que Ismael la tendría difícil para inclinar la política editorial de semejante revista, y de los otros alumnos de Gustavo Bueno, hacia cuestiones hispanoamericanas.
Hacia mediados de 2020, en medio de la pandemia, recibí una llamada de Ismael. Me contaba que, aunque había sido cercano a Bueno y a los españoles alrededor de él, ya había puesto un océano de distancia entre España y México. Es lo mejor, le dije. Con España es mejor entendernos de lejos. Desde luego mejor rendirse de admiración ante Gustavo Bueno que ante Fernando Savater, pero en cualquier caso lo mejor es mantener cierta independencia política e intelectual. Pues el destino de España desde 1808 (desde la traición de Fernando VII) es europeo y no americano. Con el pasar de los años que remansan la opinión, el pensamiento de Ismael Carvallo Robledo se ha curtido al calor de la cultura política mexicana de la que él lo mismo ha sido un agudo observador que un activo participante. Pero lo suyo no es el fofo activismo ni el mero proselitismo, sino si se quiere la alta discusión intelectual desde el Parlamento, desde el área cultural de la Cámara de Diputados del Palacio Legislativo de San Lázaro, que no lo veda, sino que le permite leer y comentar todo tipo de textos. Prueba de ello es el libro que vamos a comentar aquí, La extraña felicidad y otros textos literarios (Ediciones del Lirio, México, 2024).
Se trata aparentemente de una recopilación de reseñas y comentarios sobre lecturas y relecturas de Ismael, pero termina por ser una suerte de autobiografía intelectual. Pues los apuntes autobiográficos, la anécdota detrás de la lectura de un libro, constituye lo más valioso. Por ejemplo, hablando de La novela histórica, un estupendo ensayo del crítico húngaro György Lukács, Ismael se queja de las pretensiones de una editorial independiente argentina que, si bien reedita a Lukács, se arroga una serie de excesivas banderas. “Debo confesar –nos dice Ismael– que hay un corto circuito que me produce el hecho de que Herramienta – que en su página web se presentan como «Revista de debate y crítica marxista»– se sitúe en una serie de debates con el neozapatismo y el indigenismo –expresión canónica, una y otra, de la derecha posmoderna y neo-surrealista– que me parecen una verdadera calamidad por decir lo menos, pues nunca he podido descifrar para quién están trabajando en realidad esos sujetos y sus ideólogos». Así es. Ese tipo de gente le hace gratis al diablo su trabajo. Son impostores. Barrunto que Ismael debería hacer una historia de la impostura en América Latina, esto es, de la impostura de aquellos que desean «cambiar al mundo sin tomar el poder».
En su autobiografía intelectual en clave, diluida a lo largo de sus comentarios y reseñas de libros, Ismael desliza sutilmente su postura política y cultural:
“Soy tan sólo alguien de una clase media mexicana de la ciudad de México que, gracias al esfuerzo de mi padre (ingeniero mecánico de la UNAM originario modestamente de Tuxpan, Veracruz, e hijo de funcionario de gobierno de aquellas épocas y que gracias a una beca pudo irse a estudiar alemán a Núremberg, para entrar luego al volver como ingeniero a Siemens y cambiar, al hacerlo, el rumbo de su vida y el de su familia), pude tener acceso a la educación dentro y fuera de mi país. Soy alguien, entonces, cuya pasión y posición política está hecha a base de lectura y estudio, no a base de «los golpes de la vida», y que luego habría de cuajar en el terreno de la práctica y la participación política efectiva (el fenómeno histórico del lopezobradorismo resume esta faceta a muy alta presión, y en esto estoy también en deuda eterna con mi padre, porque ha sido él el punto de referencia a partir del cual pude yo entonces definir lo que es para mí la idea de responsabilidad política y patriótica), y en el correspondiente acumulado de más de quince mil libros desde aquél viaje hacia Inglaterra –del que se cumplirán ahora, precisamente, veinte años– hasta el día de hoy”.
Dicho de otro modo, Ismael pertenece a una clase intelectual mexicana más cosmopolita que provinciana, sí, capaz de entenderse con y de integrar lo mismo a los peninsulares que con los suramericanos, puesto que en su cosmopolitismo y no provincianismo ha sabido entender que México es el verdadero centro del mundo de habla española y que, si no se actúa desde la política para que ello cada vez sea más evidente, no se llega a ningún lado. En otro apartado de su libro, a propósito de un texto de Huxley, Ismael nos deja entrar en su biblioteca:
“El resto de mi biblioteca, lo que se quedará activo, está organizado más o menos así: filosofía, historia universal, historia de México, teoría política, economía política, novela, ensayo literario, ensayo hispanoamericano, historia americana del siglo XIX, historia del arte, marxismo, Lukács, Mao, Lenin y Carl Schmitt, y luego todo Dostoievski, todo Tolstoi, todo Goethe, todo Pérez Galdós, todo Vasconcelos, todo Torrente Ballester y todo Max Aub, y todo José Revueltas y todo Gustavo Bueno, y todo Jünger y Herman Broch y tantísimos otros que se me van aunque los esté viendo -me faltan las biografías y las memorias- pero en los que no podría ya detenerme porque haría interminable la lista, además de una buena selección, creo yo, de los Breviarios del Fondo de Cultura Económica, con todas las historias de la literatura por país”.
Llegados a este punto, la trayectoria de Ismael me recuerda una paradoja de Dilthey, según la cual quien investiga la historia y quien hace la historia no son dos personas distintas, sino la misma. La paradoja es terriblemente más clara en Jünger: “el intelecto que se esfuerza por conservar los grandes acontecimientos históricos en sus mínimos detalles y el intelecto que alcanza al enemigo con exactitud son uno y lo mismo”. Lectura y paranoia coinciden. Dicho de otro modo, yo coincido con Ismael en una lectura crucial, la de Antígonas, de George Steiner. Es uno de esos libros que, efectivamente, pone la suprema desmesura de la pasión más alta, que es la del conocimiento’ (confróntese Gabriel Albiac, La sinagoga vacía, Madrid, 1987). O bien, el cuento de Borges “La escritura del dios”, acerca de un sacerdote maya apresado por Pedro de Alvarado, en cuya celda aquel sacerdote celebra una revelación: “oh dicha de entender, mayor que la de imaginar y la de sentir”. Tal es la dicha que se experimenta con libros de crítica literaria, que comparten y socializan lecturas.
Sebastián Pineda Buitrago
La tarde del martes 20 de mayo de 2014, en la Consejería de Educación de la Embajada de España en la Ciudad de México, conocí a Ismael Carvallo Robledo. Ambos compartíamos el micrófono en una suerte de mesa redonda sobre los 75 años del exilio de los republicanos españoles. La mesa redonda la organizaba el, para entonces, consejero Agapito Maestre Sánchez. Gracias a Agapito Maestre (quien ahora mismo sigue siendo profesor de la Facultad de Filosofía de la Complutense de Madrid y un rudo polemista contra la política española, a juzgar por sus columnas de Libertad Digital) conocí a Ismael Carvallo. Lo cierto es que Ismael ni yo éramos propiamente “alumnos” de Agapito. Ismael de inmediato me hizo saber su independencia un día después de aquel evento, el miércoles 21 de mayo, contándome que él pertenecía a la revista del grupo de Gustavo Bueno (Escuela de Filosofía de Oviedo), que se llama El Catoblepas y de la cual era el director. A lo que yo le respondí que no conocía la revista Catoblepas, y que, al haber hojeado varios de sus números, celebraba en ella lo que tanto hacía y sigue haciendo falta: pensamiento crítico, nuevas ideas, pero sobre todo su vocación hispanoamericana. Como también yo había vivido un rato en España, donde es lamentable lo poco que preocupaban las cosas americanas, entreví que Ismael la tendría difícil para inclinar la política editorial de semejante revista, y de los otros alumnos de Gustavo Bueno, hacia cuestiones hispanoamericanas.
Hacia mediados de 2020, en medio de la pandemia, recibí una llamada de Ismael. Me contaba que, aunque había sido cercano a Bueno y a los españoles alrededor de él, ya había puesto un océano de distancia entre España y México. Es lo mejor, le dije. Con España es mejor entendernos de lejos. Desde luego mejor rendirse de admiración ante Gustavo Bueno que ante Fernando Savater, pero en cualquier caso lo mejor es mantener cierta independencia política e intelectual. Pues el destino de España desde 1808 (desde la traición de Fernando VII) es europeo y no americano. Con el pasar de los años que remansan la opinión, el pensamiento de Ismael Carvallo Robledo se ha curtido al calor de la cultura política mexicana de la que él lo mismo ha sido un agudo observador que un activo participante. Pero lo suyo no es el fofo activismo ni el mero proselitismo, sino si se quiere la alta discusión intelectual desde el Parlamento, desde el área cultural de la Cámara de Diputados del Palacio Legislativo de San Lázaro, que no lo veda, sino que le permite leer y comentar todo tipo de textos. Prueba de ello es el libro que vamos a comentar aquí, La extraña felicidad y otros textos literarios (Ediciones del Lirio, México, 2024).
Se trata aparentemente de una recopilación de reseñas y comentarios sobre lecturas y relecturas de Ismael, pero termina por ser una suerte de autobiografía intelectual. Pues los apuntes autobiográficos, la anécdota detrás de la lectura de un libro, constituye lo más valioso. Por ejemplo, hablando de La novela histórica, un estupendo ensayo del crítico húngaro György Lukács, Ismael se queja de las pretensiones de una editorial independiente argentina que, si bien reedita a Lukács, se arroga una serie de excesivas banderas. “Debo confesar –nos dice Ismael– que hay un corto circuito que me produce el hecho de que Herramienta – que en su página web se presentan como «Revista de debate y crítica marxista»– se sitúe en una serie de debates con el neozapatismo y el indigenismo –expresión canónica, una y otra, de la derecha posmoderna y neo-surrealista– que me parecen una verdadera calamidad por decir lo menos, pues nunca he podido descifrar para quién están trabajando en realidad esos sujetos y sus ideólogos». Así es. Ese tipo de gente le hace gratis al diablo su trabajo. Son impostores. Barrunto que Ismael debería hacer una historia de la impostura en América Latina, esto es, de la impostura de aquellos que desean «cambiar al mundo sin tomar el poder».
En su autobiografía intelectual en clave, diluida a lo largo de sus comentarios y reseñas de libros, Ismael desliza sutilmente su postura política y cultural:
“Soy tan sólo alguien de una clase media mexicana de la ciudad de México que, gracias al esfuerzo de mi padre (ingeniero mecánico de la UNAM originario modestamente de Tuxpan, Veracruz, e hijo de funcionario de gobierno de aquellas épocas y que gracias a una beca pudo irse a estudiar alemán a Núremberg, para entrar luego al volver como ingeniero a Siemens y cambiar, al hacerlo, el rumbo de su vida y el de su familia), pude tener acceso a la educación dentro y fuera de mi país. Soy alguien, entonces, cuya pasión y posición política está hecha a base de lectura y estudio, no a base de «los golpes de la vida», y que luego habría de cuajar en el terreno de la práctica y la participación política efectiva (el fenómeno histórico del lopezobradorismo resume esta faceta a muy alta presión, y en esto estoy también en deuda eterna con mi padre, porque ha sido él el punto de referencia a partir del cual pude yo entonces definir lo que es para mí la idea de responsabilidad política y patriótica), y en el correspondiente acumulado de más de quince mil libros desde aquél viaje hacia Inglaterra –del que se cumplirán ahora, precisamente, veinte años– hasta el día de hoy”.
Dicho de otro modo, Ismael pertenece a una clase intelectual mexicana más cosmopolita que provinciana, sí, capaz de entenderse con y de integrar lo mismo a los peninsulares que con los suramericanos, puesto que en su cosmopolitismo y no provincianismo ha sabido entender que México es el verdadero centro del mundo de habla española y que, si no se actúa desde la política para que ello cada vez sea más evidente, no se llega a ningún lado. En otro apartado de su libro, a propósito de un texto de Huxley, Ismael nos deja entrar en su biblioteca:
“El resto de mi biblioteca, lo que se quedará activo, está organizado más o menos así: filosofía, historia universal, historia de México, teoría política, economía política, novela, ensayo literario, ensayo hispanoamericano, historia americana del siglo XIX, historia del arte, marxismo, Lukács, Mao, Lenin y Carl Schmitt, y luego todo Dostoievski, todo Tolstoi, todo Goethe, todo Pérez Galdós, todo Vasconcelos, todo Torrente Ballester y todo Max Aub, y todo José Revueltas y todo Gustavo Bueno, y todo Jünger y Herman Broch y tantísimos otros que se me van aunque los esté viendo -me faltan las biografías y las memorias- pero en los que no podría ya detenerme porque haría interminable la lista, además de una buena selección, creo yo, de los Breviarios del Fondo de Cultura Económica, con todas las historias de la literatura por país”.
Llegados a este punto, la trayectoria de Ismael me recuerda una paradoja de Dilthey, según la cual quien investiga la historia y quien hace la historia no son dos personas distintas, sino la misma. La paradoja es terriblemente más clara en Jünger: “el intelecto que se esfuerza por conservar los grandes acontecimientos históricos en sus mínimos detalles y el intelecto que alcanza al enemigo con exactitud son uno y lo mismo”. Lectura y paranoia coinciden. Dicho de otro modo, yo coincido con Ismael en una lectura crucial, la de Antígonas, de George Steiner. Es uno de esos libros que, efectivamente, pone la suprema desmesura de la pasión más alta, que es la del conocimiento’ (confróntese Gabriel Albiac, La sinagoga vacía, Madrid, 1987). O bien, el cuento de Borges “La escritura del dios”, acerca de un sacerdote maya apresado por Pedro de Alvarado, en cuya celda aquel sacerdote celebra una revelación: “oh dicha de entender, mayor que la de imaginar y la de sentir”. Tal es la dicha que se experimenta con libros de crítica literaria, que comparten y socializan lecturas.
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