La brevedad de los días

La brevedad de los días XXXI ~ Gonzalo Lema

Me parece que son veinte años exactos o casi. Si el recuerdo es correcto, era el año de 2003 en Madrid. Si no lo es, tampoco pasa nada (habrá sido tal vez entonces 2002). El hecho es que el cómputo promedia en la veintena de años de todo esto.

Yo vivía mi temporada más importante de formación, que tuvo lugar en el Ateneo de Madrid tal como he contado ya aquí en otros momentos. Mi dinámica cotidiana consistía en dormirme diariamente hasta las dos o tres de la mañana más o menos, leyendo como loco cuestiones de filosofía (Marx, Lukács, Gustavo Bueno), historia y teoría política que complementaba con lectura de literatura de la misma forma en que lo sigo haciendo hasta el día de hoy. Tuve temporadas incluso en que solía escoger una gran novela universal (de Tolstoi, de Dostoievski, de Mann) y alguna otra de menor envergadura, pongámoslo así, queriendo decir con esto que se trataba de cosas digamos que más contemporáneas, del siglo XX para acá. El asunto es que me leía las dos cosas en simultáneo.

Al día siguiente de mis faenas nocturnas me parece que me despertaba más o menos a las diez de la mañana, desayunaba cualquier cosa (no logro recordar lo que era) y me iba al Ateneo, quedándome hasta la noche por allá. Fueron tiempos que me marcaron para siempre y que no olvidaré jamás.

Cuando llegaban los fines de semana, y carente por completo de una vida social convencional habiendo llevado siempre y por lo general una vida profundamente solitaria (contaba tan solo con dos o tres grandes amigos, que lo siguen siendo hasta el día de hoy, pero que tampoco veía demasiado), lo que hacía era irme todo el sábado al Ateneo, leía hasta las cinco o seis de la tarde y me salía luego a caminar por el Barrio de Las Letras de Madrid, a veces bajando hasta la Filmoteca, en el barrio de Antón Martín.

Al encaminarme por la calle perpendicular a la salida del Ateneo entraba en una tiendita de chinos para comprarme cuatro latas de cerveza (no era tan infrecuente que luego me comprara más, o que me metiera más tarde en algún café o cantina madrileña de barrio) y un paquetito de granos de maíz tostado para emprender entonces el trayecto hacia ninguna parte en realidad, acompañado siempre, eso sí, con mi mochila cargada de libros.

Pues bien. En uno de esos días, no logro fijar bien la ocasión, entré en una librería de viejo –era tal vez en Lavapiés, según creo recordar, y me parece que era algo así como medio día– y me compré por no sé yo bien qué razón o designio una novela de Gonzalo Lema, escritor boliviano, que por su diseño editorial (Alfaguara, 1998) y lectura rápida y de superficie me convenció: Ahora que es Entonces. Es una novela que me cautivó desde el primer momento, que entonces juzgué bellísima y que me parece haber leído en unos cuantos días nada más.

Acaso haya sido esa tesitura vital de soledad melancólica en la que se desarrolló toda esa etapa tan importante de mis días ateneístas en Madrid lo que catalizó la conexión tan íntima que me hizo quedar enganchado con esa novela tan hermosa de un escritor boliviano del que lo desconocía todo en absoluto, pero que desde entonces se quedó fijo en mi recuerdo.

Había una tristeza en la voz de los personajes, y una tristeza, también, en la narración entera de Ahora que es Entonces que como que se me metió por las venas durante esa lectura que se me reveló apasionada e intensa, que no olvido y que en muy poco tiempo me generó la incógnita de saber si ese tono triste y bello a la vez pudiera ser tenido como rasgo constitutivo de un pathos cultural o social boliviano, o tal vez más bien, por lo menos, de una de sus tradiciones literarias, dentro de la que Gonzalo Lema acaso pudiera ser expresión representativa contemporánea.  

Viví sin énfasis…

Otro invierno de garúa persistente. Las pocas aguas del río, casi quietas, distraían la mirada de la mujer vieja. Feos meses: húmedos, fríos, con las nubes planas, metálicas, cubriendo las colinas más altas. La vegetación seca, ocre, el paisaje empobrecido. Pese a la perenne garúa, la sequía.

No tuve pasión, no tuve entrega, no tuve sentido. El fin de la guerra desnudó esta pobreza de vida.

Estaba acodada en el barandado del puente de madera. En una orilla Entre Ríos; en la otra, primero el pajonal y luego, muy lejano, el Chaco compartido con los paraguayos. El puente fue armado de súbito, para que pasara la guerra. Un día llegaron unos hombres mandados por otro, se metieron al río hasta la cintura y empezaron a construirlo. Los niños del vecindario iban a verlos trabajar y pensaban que se armaba un inmenso animal, con patas grandes y firmes, con espalda larga, gruesa, para que pasaran por ella los carretones. Eso les dijeron los trabajadores y ellos se lo creyeron a pie juntillas. Lo comentaban con sus padres. Los padres también iban a observar cómo se levantaba el puente, madera con madera.

Desde el primer día temblaba con el paso de los carretones repletos de sandías rojas, jalados por caballos. Luego llegaron los pesados camiones del ejército y el puente se estremecía. La mujer fumaba. Una brisa fría le golpeaba la espalda. Para fumar, hacía una concha en las palmas de ambas manos y el humo se le escapaba por entre los dedos. Aspiraba larga, profundamente, volvía a acodarse en el barandado del puente de madera. De las aguas quietas saltaban unos renacuajos oscuros que provocaban pequeñas ondas. Ella intentaba arrojar la ceniza del cigarro al centro de las mismas. No lo lograba. La brisa soplaba más fuerte debajo del puente, y la ceniza, antes de caer, se dispersaba. La garúa le humedecía superficialmente el cabello y los hombros del abrigo militar. Me calma estar aquí, parada sobre el puente. No me interesan sus orillas, sino el agua que corre, que no vuelve.

Es la voz de Presbiteria, que sobre el puente recuerda su vida: el hijo que se fue a la guerra del Chaco, episodio bélico que enfrentó cruda y cruelmente a Bolivia con Paraguay entre 1932 y 1935 y que constituye el marco contextual de la primera parte de la novela, “Los papeles del Chaco”, y el amor que le tuvo a Ricardo y a quien un día dejó de ver para siempre y que selló su soledad para siempre también: ‘¿Qué es la soledad? ¿Por qué existen varias soledades? La de Tiw-Tiw, por ejemplo. La mía. Yo siento que a esta mi soledad le faltas tú, Ricardo Aldunate. Quiero decir que contigo a mi lado yo sería una mujer sola, pero acompañada. Ahora soy una mujer sola y además sin ti. ¿Se entenderá lo que pienso? Natalio no curaría mi soledad, sino mi tristeza. Rellenaría un hueco en mi alma, cicatrizaría una herida abierta. Pero la soledad no es una herida, sino un estado de consciencia. Yo soy sola, lo sé. Sola y triste. Mi soledad necesita de la compañía de Ricardo Aldunate, un hombre al que nunca volveré a ver y ya no veo desde hace veinte años.

Esa soledad triste de Presbiteria es lo que yo más lograba recordar de Ahora que es Entonces, que hace veinte años, efectivamente, luego de habérmela leído en unos cuantos días, presté en el bar de barrio en donde trabajé en el último año de mi estancia en Madrid para jamás volverla a tener de vuelta.

Ni tampoco para poder volverla a encontrar por más que la busqué por todos los lados imaginables, fundamentalmente en todas las librerías de viejo en las que me metiera en ciudad de México y los sitios habituales de compra de libros viejos y nuevos por internet tanto en Estados Unidos como en Argentina y Bolivia, además de haber solicitado explícitamente a una diplomática mexicana en Bolivia por el libro hace más o menos tres años, y también a un conocido boliviano el año pasado más o menos, sin que en ninguno de los casos haya tenido éxito alguno.

Hasta que el día de ayer, visitando con mi novia una de mis dos librerías de viejo favoritas de la ciudad de León, en la calle 5 de Febrero del centro histórico, fue que por fin, sin que yo en realidad tuviera ya en mente la búsqueda del libro de Gonzalo Lema habiendo pasado ya tantos años de todo aquello y tantos, también, de haberlo querido encontrar sin suerte, al agacharme para revisar el anaquel más bajo de uno de los libreros de la sección de Literatura en donde estaban acomodados todos los libros editados por el sello de Alfaguara que me vine a cruzar con Ahora que es Entonces en flamante edición casi intacta y tal vez ni siquiera leída.

Veinte años casi de haber leído esta novela que juzgué tan bella entonces y que tuve fija en mi recuerdo durante otro tanto más de años luego de haberla prestado para perderla para siempre, y hete aquí que de Madrid a León Guanajuato la red invisible pero palpable de las librerías de viejo me regala la primera y bella sorpresa literaria para comenzar 2024. Veremos si el paso de los años mantiene o modifica ese juicio inicial sobre Gonzalo Lema.  

Es evidente por lo demás, y no creo que resulte ocioso hacer la acotación no sé si me explico, que de mi casa este libro no vuelve a salir jamás no señor.

Ahora que es Entonces, Gonzalo Lema (Alfaguara, Bolivia, 1998) ~ De Madrid a León veinte años después.