Supongo que ya son más o menos como treinta años cuando escuché por vez primera el nombre de Bill Evans. Su nombre nada más, pero no su música todavía. Fue en casa de un maestro de jazz piano que tuve, César de la Cerda, con quien no recuerdo ya cómo fue que llegué –era la década de los noventa del siglo pasado– pero cuyo estudio todavía recuerdo perfecto cada que paso por ahí, situado en el edificio que está en la esquina de Ángel Urraza y Amores, en la colonia del Valle de la ciudad de México.
No sabía ni podía saber entonces la forma en la que ese nombre, esa música y esos acordes habrían de convertirse en el molde estético que troquelaría y totalizaría mi forma de estar en el mundo desde el plano de su configuración artística y de aproximación a la belleza.
Bill Evans, Eddie Gómez y Marty Morell en el Palacio de Bellas Artes de la ciudad de México | Agosto, 1971
El fenómeno es sólo comparable a lo que hizo conmigo José Vasconcelos o André Malraux por cuanto a mi forma de estar también en el mundo pero desde el plano de su configuración política y de aproximación, correspondientemente, a la pasión histórica, o a lo que José Revueltas, Antonio Gramsci y Gustavo Bueno hicieron por cuanto al de mi formateo filosófico e intelectual.
Desconozco qué ha sido de ese querido profesor. Han pasado tantos años. Y ya no recuerdo en realidad cuánto tiempo estuve tomando clases con él, pero sí que recuerdo una hoja –o eran varias, una serie de apuntes que preparaba para nosotros, me parece– en las que nos mostraba una suerte de listado de principios fundamentales de armonía moderna que venían luego acompañados con una tipología de acordes dentro los cuales destacaba “los acordes de Bill Evans”.
Esa fue la primera vez que escuché su nombre, y esa la primera, también, en la que llegó a mis oídos la sutil y suave tensión disonante de sus acordes compactados en un extremo (que me recordaban un poco a la sintaxis pianística de George Shearing) con una nota de contrapunto en la mano izquierda que le confería un contraste que jamás había escuchado, y que a partir de entonces se convirtió en la ecuación armónica –sutil, elegante, exigente, contrapunteada, vanguardista siempre– que define mi oído y que busco siempre en todo lo que escucho.
Habrá sido más o menos por esos mismos años cuando por fin pude conocer su música. Fue en casa de Yuko Fujino, donde me deleitaba extasiado disfrutando la amplísima colección de CDs de jazz que tenía cuando de pronto puso el concierto de Tokio de 1973, en donde estaba acompañado por Eddie Gómez y Marty Morell y en donde me sorprendió interpretando Esta tarde vi llover de Armando Manzanero, traducida como Yesterday I heard de rain. ‘Este es Bill Evans’, pensé, ‘ahora lo entiendo todo’.
Ese día algo estalló en mi cabeza. Un universo armónico quedó definido ahí para siempre y comprendí por fin por qué de la Cerda definía a los de Bill Evans como una categoría de acordes aparte. Después vino el magisterio fundamental de Enrique Nery también más o menos por esos años, y desde entonces y hasta el mismísimo día de hoy Bill Evans es el artista que más busco, el que más influencia tiene sobre mí en todos los aspectos, el que escucho todos los días por lo menos una vez y sobre el que busco qué hay de nuevo en internet prácticamente todos los días, también, en el ejercicio de un entusiasmo optimista, incontrolable y adolescente que es tan común para mí como el aire que respiro.
Centro Cultural José Martí
II
Y fue haciendo eso, precisamente, que hace nueve meses más o menos, por ahí de marzo si no recuerdo mal, me vine a cruzar en Youtube con el trailer de la película BILL 79, ante la que quedé congelado. ¿Qué era eso? ¿Era una “biopic” de Bill Evans? ¿Quién lo protagonizaba? ¿Quién la dirige? ¿Por qué 79? Tenía que verla ya.
En cosa de una hora ya había visto todo lo que había sobre la película: todos los trailers y todas las entrevistas (al protagonista Diego Gentile, y al director Mariano Galperín), todas las reseñas y un mini-documental sobre esa bizarra presentación solitaria en San Nicolás Argentina de 1979.
Y en cosa de otro rato más, o al día siguiente más bien, no recuerdo ya, tenía enviado un mensaje por Instagram a Diego Gentile, diciéndole quién era yo y explicándole mi devoción por Bill Evans, y planteándole que me gustaría mucho ponerme en contacto con el director, el productor o el responsable del proyecto para ver qué podíamos hacer desde la plataforma del Espacio Cultural San Lázaro de la Cámara de Diputados, al tiempo de ir visualizando prácticamente en automático una proyección de la película acompañada de un conversatorio-concierto en el que se hablara y se interpretara la música de Bill Evans.
Diego me respondió al instante diciéndome que no era con él con quien tenía que hablar sino con el director, Mariano Galperín, y me pasó su correo o teléfono para que no fueran tres días siquiera los que tuvieron que pasar para que yo estuviera ya hablando con Mariano por teléfono con la misma serie de razones: Bill Evans es una de las claves definitorias de mi vida, tengo que ver ya esa película, tenemos que hacer algo con ella en México, le dije más o menos, a lo que me respondió de una manera generosa, inmediata, solidaria, fraterna, diciéndome que sí a todo y pasándome de hecho, así nomás, el link y clave para que pudiera ver desde ya la película en Vimeo, cosa que no quise hacer hasta que llegara el fin de semana siguiente para hacerlo con mi novia, que vive en León.
FARO Aragón
Mientras eso ocurría hablé con mi querido y admirado amigo Alex Mercado, dándole antes que todo la primicia-sorpresa de la existencia de una película sobre una insólita presentación de Bill Evans en una ciudad o pueblo pequeño cerca de Buenos Aires en el año de 1979 en el que se habían vendido solamente ocho boletos, muy cerca ya del fin de sus días, para plantearle luego que hiciéramos entre los dos ese conversatorio-concierto alrededor de su música, vida y legado, a lo que Alex me respondió que sí de inmediato.
Al llegar el fin de semana en cuestión vimos en León por fin BILL 79. La interpretación de Diego Gentile me pareció sencillamente magistral, sobre todo porque, además de parecérsele bastante físicamente, reproduce de una manera fiel y verosímil la personalidad seria y un poco adusta de Bill Evans, además de que la película –que definitivamente no es una biopic, en efecto, tal como en su momento me explicó Mariano y como se puede comprobar al verla– trata en realidad sobre el tramo final del infierno psicológico y existencial en el que se encontraba, detonado a raíz del suicido de su hermano Harry Evans (George en la película), añadido al de su ex mujer Ellaine Schultz y la más lejana de Scott LaFaro, proyectándose todo sobre el fondo de una destructiva, dolorosa y desoladora adicción a la heroína que hizo de él un hombre roto y que al final sería la causa determinante de su muerte un 15 de septiembre de 1980 con escasos 51 años, algunos meses antes de lo cual se lo llevaron a San Nicolás Argentina para presentarse en medio del concurso de belleza del pueblo, que es de lo que trata la película sin que de hecho se pueda escuchar una sola pieza tocada por él, pues, además de no ser una biopic según tengo dicho, tampoco es una película sobre su música en particular o sobre el jazz en general.
Con la película vista y Alex Mercado en la complicidad total fue que luego me puse en contacto con la Secretaría de Cultura del Gobierno de la Ciudad de México para plantearles lo que ya tenía perfectamente visualizado: una proyección-conversatorio-concierto co-producido entre ellos y el Espacio Cultural San Lázaro para presentarse en toda la red de centros culturales de la Ciudad de México, particularmente en la Red de FAROS, con una premier en el Auditorio Aurora de la Cámara de Diputados a lo que vino a sumarse sobre la marcha una presentación final en la CINETECA Nacional. Todo de junio a noviembre más o menos.
Treinta años después de que yo supiera de la existencia de “los acordes de Bill Evans”, de que lo escuchara por primera vez en el concierto de Tokio del 73, de que Enrique Nery me inoculara una pasión por él, su música y su estilo que me cambió para siempre, de tantos y tantos días y noches soñando despierto por tocar algún día más o menos como él sin lograrlo en realidad la verdad sea dicha aunque sí pudiendo leer sus partituras acumulándolas al por mayor –tal es mi privilegio, mi descanso y mi modesta dicha– y treinta años después, en fin, de que la impronta, la música y el estilo de Bill Evans vinieran a situarse como las coordenadas esenciales de mi vida, había logrado organizarle un homenaje junto al talento convocado por Mariano Galperin y Alex Mercado en una gira por la red de centros culturales de la ciudad de México: FAROS Aragón, Azcapotzalco, Indios Verdes, Miacatlán, Oriente, Tecómitl y Tláhuac, además de los Centros Culturales José Martí, Pirámide, Rule y Xavier Villaurrutia, al que se añadió una presentación en la preparatoria de la Universidad Franco Mexicana de Lomas Verdes: ‘There’s the journey’, diría Martin Scorsese.
III
Al final terminamos viendo Alex y yo más o menos quince veces BILL 79. Al principio la veíamos completa, pero conforme fue avanzando el calendario de presentaciones yo lo que hacía casi siempre era irme a la biblioteca del FARO o Centro Cultural en el que estuviéramos para leer un rato.
Recuerdo por cierto que en la biblioteca del FARO Tláhuac o Tecómitl me encontré un libro, que yo desconocía por completo, en el que aparecía un texto o entrevista, ya no recuerdo bien, de Gustavo Bueno sobre filosofía de la religión que no tenía en mi radar (y lo tengo leído prácticamente todo) y que me leí con muchísimo interés mientras avanzaba la película. Desafortunadamente, en la biblioteca no tenían fotocopiadora para poder llevarme una copia del texto.
Centro Cultural Pirámide
La experiencia fue entrañable y llena de amor definitivo por el arte, el jazz y por Bill Evans. Fue un conjunto de eventos genuinos, espontáneos y, según quisimos hacerlo Alex y yo, generosos. Como se sabe, la estrategia de los FAROS es la de situarlos en zonas periféricas de la ciudad como polos de gestión y vitalización cultural, acercando la belleza y el arte a sectores sociales que, de no ser por sitios como ese, sería muy difícil que pudieran conocer, como fueron los casos, particularmente, de los ubicados en zonas rurales como Tláhuac o Tecómitl, pero también Indios Verdes.
En muchos de ellos, si no es que en casi todos, los comentarios de la gente en el coloquio que abríamos para los efectos era de agradecimiento profundo y sincero por haberles dado a conocer un universo tan bello, sutil y extraordinario como el de Bill Evans, al que jamás habían escuchado y cuya existencia jamás hubieran podido nunca imaginar de no haber sido por el coloquio-concierto realizado entre Alex y yo como ejercicio de complemento y contextualización de una película las claves de la cual solamente los iniciados y conocedores iban a ser capaces de descifrar.
IV
No teníamos un guion demasiado elaborado, solamente un esquema general dentro de cuyo marco nos íbamos moviendo improvisadamente, así que cada presentación, así fuera sobre las mismas cosas y temas, fue en realidad una aventura. Primero, obviamente, la proyección de la película, tras de lo cual Alex se sentaba en su piano y yo en una de las sillas del escenario y tocaba We will meet again, que es la pieza que le compuso Evans a su hermano tras su muerte, y que tiene una profundidad bella, triste y melancólica de gran trascendencia y que situaba al auditorio en un tono crepuscular muy especial, entrañable y caricioso, como complemento de una tesitura igualmente triste de la película y que los preparaba anímica y auditivamente para el conversatorio que yo arrancaba, luego de la primera pieza tocada por Alex, con la lectura de fragmentos de la reseña que hace años escribí sobre la biografía de Bill Evans, How my heart sings de Peter Pettinger, que intercalaba luego durante la charla con la lectura del prefacio de John McLaughlin al libro autobiográfico de Laurie Verchomin The Big Love. Live & Death with Bill Evans y las piezas o de Bill Evans o tocadas recurrentemente por él que Alex interpretaba según íbamos decidiendo sobre la marcha: Seascape, Sugar Plum, Waltz for Debby, Blue in Green, The Two Lonely People, Peace Piece, A House is Not a Home, Days of Wine and Roses y algunas otras más, luego de lo cual abríamos un espacio para preguntas del público antes de que arribáramos al final del acto con la interpretación, igualmente triste y bella, trascendental y significativa, de I Will Say Goodbye.
Centro Cultural Rule
La audiencia no fue siempre tan copiosa en algunos sitios, pero en otros sí logramos de hecho abarrotar el auditorio (Cineteca, Tecómitl). En todo caso, yo sé bien que en todas y cada una de las presentaciones quienes asistieron salieron con el corazón estremecido no queriéndose ir hasta que Alex tocara la última nota. De eso puedo dar certificado ante notario. Y estoy seguro de que luego de haber escuchado a Alex Mercado interpretar a Bill Evans, y de haber conocido un aspecto de su vida así haya sido el terminal y más sombrío, jamás volverán a escuchar la música de la misma manera luego de haber quedado tocados por el genio de Evans/Mercado.
En algunas ocasiones nos sorprendieron los comentarios del público sobre la película, como cuando uno de ellos hizo la sutil asociación entre la pieza Blue in Green de Miles Davis y la presencia de esos dos colores en el traje azul de Bill Evans en la secuencia final de la película y el verde que él mismo elige para ayudarle con su maquillaje a Fabiana, la chica participante en el concurso que lo sorprende en su camerino al que se mete para terminar de arreglarse para la prueba final.
En otro momento, una joven conmovida nos dijo que, de algún modo, la presentación que hacíamos Alex y yo ante un escaso público de una lejana zona rural de la ciudad de México y desconocedor de Bill Evans era una repetición de lo que de hecho le ocurrió a Evans mismo teniendo que tocar frente a un público también escaso e igualmente desconocedor de él en una ciudad situada en el extremo norte de la provincia de Buenos Aires.
El formato en todo caso resultó sensacional, al grado de que Mariano Galperín llegó a comentar que pareció de hecho que así estuvo planeado desde el principio: la película primero y un conversatorio-concierto después para contextualizar, complementar y profundizar.
Y es que BILL 79 es una gran obra fílmica llena de insinuaciones, de claves deslizadas solamente por la superficie y que sólo los conocedores pueden llegar a comprender, además de que la principal insinuación de todas fue la musical, pues tan sólo y a lo mucho se logra escuchar distorsionadamente My foolish heart y se menciona casi imperceptiblemente al final The Two Lonely People, que obviamente no toca Bill Evans ni mucho menos. Quien lo hizo, y como nadie más pudo haberlo hecho, fue nuestro entrañable Alex Mercado, con quien terminé por cultivar una bella, cómplice y genuina amistad por la que me siento afortunado y bendecido.
El genio creativo de Mariano Galperín, por su parte, se destila en todas y cada una de las escenas y secuencias de BILL 79, que luego de verla cinco o seis veces completas ha resultado para mí una pieza de arte que quiero y que atesoro como si hubiera sido realizada por mí mismo. Y aunque no se nos deja escucharlo tocar en ningún momento de la película, la escena final nos lo ofrece de cuerpo entero: encorvado todo, la cabeza casi pegada al teclado, hombre roto por el dolor, la pérdida, la tristeza, la adicción y no sabemos ni sabremos nunca si incluso, también, por el fracaso, y el deseo de encontrarse pronto, muy pronto, con su hermano.
Para Alex Mercado.
I
Supongo que ya son más o menos como treinta años cuando escuché por vez primera el nombre de Bill Evans. Su nombre nada más, pero no su música todavía. Fue en casa de un maestro de jazz piano que tuve, César de la Cerda, con quien no recuerdo ya cómo fue que llegué –era la década de los noventa del siglo pasado– pero cuyo estudio todavía recuerdo perfecto cada que paso por ahí, situado en el edificio que está en la esquina de Ángel Urraza y Amores, en la colonia del Valle de la ciudad de México.
No sabía ni podía saber entonces la forma en la que ese nombre, esa música y esos acordes habrían de convertirse en el molde estético que troquelaría y totalizaría mi forma de estar en el mundo desde el plano de su configuración artística y de aproximación a la belleza.
El fenómeno es sólo comparable a lo que hizo conmigo José Vasconcelos o André Malraux por cuanto a mi forma de estar también en el mundo pero desde el plano de su configuración política y de aproximación, correspondientemente, a la pasión histórica, o a lo que José Revueltas, Antonio Gramsci y Gustavo Bueno hicieron por cuanto al de mi formateo filosófico e intelectual.
Desconozco qué ha sido de ese querido profesor. Han pasado tantos años. Y ya no recuerdo en realidad cuánto tiempo estuve tomando clases con él, pero sí que recuerdo una hoja –o eran varias, una serie de apuntes que preparaba para nosotros, me parece– en las que nos mostraba una suerte de listado de principios fundamentales de armonía moderna que venían luego acompañados con una tipología de acordes dentro los cuales destacaba “los acordes de Bill Evans”.
Esa fue la primera vez que escuché su nombre, y esa la primera, también, en la que llegó a mis oídos la sutil y suave tensión disonante de sus acordes compactados en un extremo (que me recordaban un poco a la sintaxis pianística de George Shearing) con una nota de contrapunto en la mano izquierda que le confería un contraste que jamás había escuchado, y que a partir de entonces se convirtió en la ecuación armónica –sutil, elegante, exigente, contrapunteada, vanguardista siempre– que define mi oído y que busco siempre en todo lo que escucho.
Habrá sido más o menos por esos mismos años cuando por fin pude conocer su música. Fue en casa de Yuko Fujino, donde me deleitaba extasiado disfrutando la amplísima colección de CDs de jazz que tenía cuando de pronto puso el concierto de Tokio de 1973, en donde estaba acompañado por Eddie Gómez y Marty Morell y en donde me sorprendió interpretando Esta tarde vi llover de Armando Manzanero, traducida como Yesterday I heard de rain. ‘Este es Bill Evans’, pensé, ‘ahora lo entiendo todo’.
Ese día algo estalló en mi cabeza. Un universo armónico quedó definido ahí para siempre y comprendí por fin por qué de la Cerda definía a los de Bill Evans como una categoría de acordes aparte. Después vino el magisterio fundamental de Enrique Nery también más o menos por esos años, y desde entonces y hasta el mismísimo día de hoy Bill Evans es el artista que más busco, el que más influencia tiene sobre mí en todos los aspectos, el que escucho todos los días por lo menos una vez y sobre el que busco qué hay de nuevo en internet prácticamente todos los días, también, en el ejercicio de un entusiasmo optimista, incontrolable y adolescente que es tan común para mí como el aire que respiro.
Centro Cultural José Martí
II
Y fue haciendo eso, precisamente, que hace nueve meses más o menos, por ahí de marzo si no recuerdo mal, me vine a cruzar en Youtube con el trailer de la película BILL 79, ante la que quedé congelado. ¿Qué era eso? ¿Era una “biopic” de Bill Evans? ¿Quién lo protagonizaba? ¿Quién la dirige? ¿Por qué 79? Tenía que verla ya.
En cosa de una hora ya había visto todo lo que había sobre la película: todos los trailers y todas las entrevistas (al protagonista Diego Gentile, y al director Mariano Galperín), todas las reseñas y un mini-documental sobre esa bizarra presentación solitaria en San Nicolás Argentina de 1979.
Y en cosa de otro rato más, o al día siguiente más bien, no recuerdo ya, tenía enviado un mensaje por Instagram a Diego Gentile, diciéndole quién era yo y explicándole mi devoción por Bill Evans, y planteándole que me gustaría mucho ponerme en contacto con el director, el productor o el responsable del proyecto para ver qué podíamos hacer desde la plataforma del Espacio Cultural San Lázaro de la Cámara de Diputados, al tiempo de ir visualizando prácticamente en automático una proyección de la película acompañada de un conversatorio-concierto en el que se hablara y se interpretara la música de Bill Evans.
Diego me respondió al instante diciéndome que no era con él con quien tenía que hablar sino con el director, Mariano Galperín, y me pasó su correo o teléfono para que no fueran tres días siquiera los que tuvieron que pasar para que yo estuviera ya hablando con Mariano por teléfono con la misma serie de razones: Bill Evans es una de las claves definitorias de mi vida, tengo que ver ya esa película, tenemos que hacer algo con ella en México, le dije más o menos, a lo que me respondió de una manera generosa, inmediata, solidaria, fraterna, diciéndome que sí a todo y pasándome de hecho, así nomás, el link y clave para que pudiera ver desde ya la película en Vimeo, cosa que no quise hacer hasta que llegara el fin de semana siguiente para hacerlo con mi novia, que vive en León.
FARO Aragón
Mientras eso ocurría hablé con mi querido y admirado amigo Alex Mercado, dándole antes que todo la primicia-sorpresa de la existencia de una película sobre una insólita presentación de Bill Evans en una ciudad o pueblo pequeño cerca de Buenos Aires en el año de 1979 en el que se habían vendido solamente ocho boletos, muy cerca ya del fin de sus días, para plantearle luego que hiciéramos entre los dos ese conversatorio-concierto alrededor de su música, vida y legado, a lo que Alex me respondió que sí de inmediato.
Al llegar el fin de semana en cuestión vimos en León por fin BILL 79. La interpretación de Diego Gentile me pareció sencillamente magistral, sobre todo porque, además de parecérsele bastante físicamente, reproduce de una manera fiel y verosímil la personalidad seria y un poco adusta de Bill Evans, además de que la película –que definitivamente no es una biopic, en efecto, tal como en su momento me explicó Mariano y como se puede comprobar al verla– trata en realidad sobre el tramo final del infierno psicológico y existencial en el que se encontraba, detonado a raíz del suicido de su hermano Harry Evans (George en la película), añadido al de su ex mujer Ellaine Schultz y la más lejana de Scott LaFaro, proyectándose todo sobre el fondo de una destructiva, dolorosa y desoladora adicción a la heroína que hizo de él un hombre roto y que al final sería la causa determinante de su muerte un 15 de septiembre de 1980 con escasos 51 años, algunos meses antes de lo cual se lo llevaron a San Nicolás Argentina para presentarse en medio del concurso de belleza del pueblo, que es de lo que trata la película sin que de hecho se pueda escuchar una sola pieza tocada por él, pues, además de no ser una biopic según tengo dicho, tampoco es una película sobre su música en particular o sobre el jazz en general.
Con la película vista y Alex Mercado en la complicidad total fue que luego me puse en contacto con la Secretaría de Cultura del Gobierno de la Ciudad de México para plantearles lo que ya tenía perfectamente visualizado: una proyección-conversatorio-concierto co-producido entre ellos y el Espacio Cultural San Lázaro para presentarse en toda la red de centros culturales de la Ciudad de México, particularmente en la Red de FAROS, con una premier en el Auditorio Aurora de la Cámara de Diputados a lo que vino a sumarse sobre la marcha una presentación final en la CINETECA Nacional. Todo de junio a noviembre más o menos.
Treinta años después de que yo supiera de la existencia de “los acordes de Bill Evans”, de que lo escuchara por primera vez en el concierto de Tokio del 73, de que Enrique Nery me inoculara una pasión por él, su música y su estilo que me cambió para siempre, de tantos y tantos días y noches soñando despierto por tocar algún día más o menos como él sin lograrlo en realidad la verdad sea dicha aunque sí pudiendo leer sus partituras acumulándolas al por mayor –tal es mi privilegio, mi descanso y mi modesta dicha– y treinta años después, en fin, de que la impronta, la música y el estilo de Bill Evans vinieran a situarse como las coordenadas esenciales de mi vida, había logrado organizarle un homenaje junto al talento convocado por Mariano Galperin y Alex Mercado en una gira por la red de centros culturales de la ciudad de México: FAROS Aragón, Azcapotzalco, Indios Verdes, Miacatlán, Oriente, Tecómitl y Tláhuac, además de los Centros Culturales José Martí, Pirámide, Rule y Xavier Villaurrutia, al que se añadió una presentación en la preparatoria de la Universidad Franco Mexicana de Lomas Verdes: ‘There’s the journey’, diría Martin Scorsese.
III
Al final terminamos viendo Alex y yo más o menos quince veces BILL 79. Al principio la veíamos completa, pero conforme fue avanzando el calendario de presentaciones yo lo que hacía casi siempre era irme a la biblioteca del FARO o Centro Cultural en el que estuviéramos para leer un rato.
Recuerdo por cierto que en la biblioteca del FARO Tláhuac o Tecómitl me encontré un libro, que yo desconocía por completo, en el que aparecía un texto o entrevista, ya no recuerdo bien, de Gustavo Bueno sobre filosofía de la religión que no tenía en mi radar (y lo tengo leído prácticamente todo) y que me leí con muchísimo interés mientras avanzaba la película. Desafortunadamente, en la biblioteca no tenían fotocopiadora para poder llevarme una copia del texto.
Centro Cultural Pirámide
La experiencia fue entrañable y llena de amor definitivo por el arte, el jazz y por Bill Evans. Fue un conjunto de eventos genuinos, espontáneos y, según quisimos hacerlo Alex y yo, generosos. Como se sabe, la estrategia de los FAROS es la de situarlos en zonas periféricas de la ciudad como polos de gestión y vitalización cultural, acercando la belleza y el arte a sectores sociales que, de no ser por sitios como ese, sería muy difícil que pudieran conocer, como fueron los casos, particularmente, de los ubicados en zonas rurales como Tláhuac o Tecómitl, pero también Indios Verdes.
En muchos de ellos, si no es que en casi todos, los comentarios de la gente en el coloquio que abríamos para los efectos era de agradecimiento profundo y sincero por haberles dado a conocer un universo tan bello, sutil y extraordinario como el de Bill Evans, al que jamás habían escuchado y cuya existencia jamás hubieran podido nunca imaginar de no haber sido por el coloquio-concierto realizado entre Alex y yo como ejercicio de complemento y contextualización de una película las claves de la cual solamente los iniciados y conocedores iban a ser capaces de descifrar.
IV
No teníamos un guion demasiado elaborado, solamente un esquema general dentro de cuyo marco nos íbamos moviendo improvisadamente, así que cada presentación, así fuera sobre las mismas cosas y temas, fue en realidad una aventura. Primero, obviamente, la proyección de la película, tras de lo cual Alex se sentaba en su piano y yo en una de las sillas del escenario y tocaba We will meet again, que es la pieza que le compuso Evans a su hermano tras su muerte, y que tiene una profundidad bella, triste y melancólica de gran trascendencia y que situaba al auditorio en un tono crepuscular muy especial, entrañable y caricioso, como complemento de una tesitura igualmente triste de la película y que los preparaba anímica y auditivamente para el conversatorio que yo arrancaba, luego de la primera pieza tocada por Alex, con la lectura de fragmentos de la reseña que hace años escribí sobre la biografía de Bill Evans, How my heart sings de Peter Pettinger, que intercalaba luego durante la charla con la lectura del prefacio de John McLaughlin al libro autobiográfico de Laurie Verchomin The Big Love. Live & Death with Bill Evans y las piezas o de Bill Evans o tocadas recurrentemente por él que Alex interpretaba según íbamos decidiendo sobre la marcha: Seascape, Sugar Plum, Waltz for Debby, Blue in Green, The Two Lonely People, Peace Piece, A House is Not a Home, Days of Wine and Roses y algunas otras más, luego de lo cual abríamos un espacio para preguntas del público antes de que arribáramos al final del acto con la interpretación, igualmente triste y bella, trascendental y significativa, de I Will Say Goodbye.
Centro Cultural Rule
La audiencia no fue siempre tan copiosa en algunos sitios, pero en otros sí logramos de hecho abarrotar el auditorio (Cineteca, Tecómitl). En todo caso, yo sé bien que en todas y cada una de las presentaciones quienes asistieron salieron con el corazón estremecido no queriéndose ir hasta que Alex tocara la última nota. De eso puedo dar certificado ante notario. Y estoy seguro de que luego de haber escuchado a Alex Mercado interpretar a Bill Evans, y de haber conocido un aspecto de su vida así haya sido el terminal y más sombrío, jamás volverán a escuchar la música de la misma manera luego de haber quedado tocados por el genio de Evans/Mercado.
En algunas ocasiones nos sorprendieron los comentarios del público sobre la película, como cuando uno de ellos hizo la sutil asociación entre la pieza Blue in Green de Miles Davis y la presencia de esos dos colores en el traje azul de Bill Evans en la secuencia final de la película y el verde que él mismo elige para ayudarle con su maquillaje a Fabiana, la chica participante en el concurso que lo sorprende en su camerino al que se mete para terminar de arreglarse para la prueba final.
En otro momento, una joven conmovida nos dijo que, de algún modo, la presentación que hacíamos Alex y yo ante un escaso público de una lejana zona rural de la ciudad de México y desconocedor de Bill Evans era una repetición de lo que de hecho le ocurrió a Evans mismo teniendo que tocar frente a un público también escaso e igualmente desconocedor de él en una ciudad situada en el extremo norte de la provincia de Buenos Aires.
El formato en todo caso resultó sensacional, al grado de que Mariano Galperín llegó a comentar que pareció de hecho que así estuvo planeado desde el principio: la película primero y un conversatorio-concierto después para contextualizar, complementar y profundizar.
Y es que BILL 79 es una gran obra fílmica llena de insinuaciones, de claves deslizadas solamente por la superficie y que sólo los conocedores pueden llegar a comprender, además de que la principal insinuación de todas fue la musical, pues tan sólo y a lo mucho se logra escuchar distorsionadamente My foolish heart y se menciona casi imperceptiblemente al final The Two Lonely People, que obviamente no toca Bill Evans ni mucho menos. Quien lo hizo, y como nadie más pudo haberlo hecho, fue nuestro entrañable Alex Mercado, con quien terminé por cultivar una bella, cómplice y genuina amistad por la que me siento afortunado y bendecido.
El genio creativo de Mariano Galperín, por su parte, se destila en todas y cada una de las escenas y secuencias de BILL 79, que luego de verla cinco o seis veces completas ha resultado para mí una pieza de arte que quiero y que atesoro como si hubiera sido realizada por mí mismo. Y aunque no se nos deja escucharlo tocar en ningún momento de la película, la escena final nos lo ofrece de cuerpo entero: encorvado todo, la cabeza casi pegada al teclado, hombre roto por el dolor, la pérdida, la tristeza, la adicción y no sabemos ni sabremos nunca si incluso, también, por el fracaso, y el deseo de encontrarse pronto, muy pronto, con su hermano.
FARO Tecómitl
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