La pregunta no es de respuesta tan rápida o sencilla, y desde luego que a estas alturas sirve de muy poco acudir al origen etimológico según el cual la filosofía es un amor al saber.
En mi caso particular, llegué a la filosofía en una serie de cursos sabatinos que realicé hace muchos años sobre ciencia política, en uno de los cuales tuvimos algunas sesiones en donde se abordaron temas y autores enmarcados bajo el concepto de filosofía política contemporánea, lo que suponía –según puedo comprender ahora mucho mejor– una suerte de desbordamiento del ámbito científico-categorial en el que se situaban las cosas que habíamos estado estudiando, propias más bien de la ciencia política o de la sociología, es decir, de las ciencias humanas.
Digamos que del problema del sistema político mexicano o de la teoría de los partidos políticos pasamos a analizar cuestiones como los de la democracia en general o la diferencia entre lo público y lo privado como regiones de la ontología del Estado, es decir, que parecía que entre medio del conjunto de cosas prácticas y de los conceptos con los que se intentaba dar cuenta de ellas había disueltas también nociones abstractas, las ideas, que cumplían una función fundamental y determinante, constitutiva de la realidad analizada pero de una manera como si dijéramos velada, oculta, invisible de algún modo, no evidente en todo caso, o por lo menos no para todos.
Después vino el período de estudio en Inglaterra, donde cursé la maestría en Economía Política Internacional. Fue el momento de toma de contacto con la obra de Marx, a través, sobre todo de Antonio Gramsci y de sus intérpretes británicos, tras de lo cual me desplacé a Madrid donde cursé estudios de doctorado en Historia. Ahí fue José Ortega y Gasset el autor que estuve leyendo con detenimiento, sin perjuicio de que ya me había leído en México, años atrás, La rebelión de las masas. También leí mucho en esos años a Lukács, manteniéndome en la línea del marxismo.
Tiempo después vino el momento fundamental, que fue el conocimiento de la obra de Gustavo Bueno, mi maestro. Ahí fue cuando todo se acomodó en lo relativo a la filosofía, y fue entonces también cuando todo lo que antes había sido intuición o atisbo cobró consistencia y sentido.
De Bueno aprendí que la filosofía es una suerte de disposición del entendimiento –él habla de saber– de segundo grado, a partir del cual te es posible sobrevolar, digámoslo así, el plano de organización de la realidad práctica tal como se nos ofrece a la experiencia histórica, que se despliega luego en diversidad de ámbitos de configuración: el familiar, el cultural, el social, el económico, el político, el religioso, el ideológico.
La forma histórica es la primera alternativa de sistematización de la experiencia en el sentido dicho, la otra es la filosófica. Esta es la razón por la cual destacan de manera tan clara, en la antigüedad clásica, las propuestas de Polibio y de Platón en relación al ideal del gobernante (y por extensión del político, podríamos pensar): según el primero, el ideal es que el gobernante fuera historiador, según el segundo que fuera filósofo. La figura que sintetizó ambas perspectivas en su cabeza y en su obra fue Carlos Marx.
En ambos casos, la política queda dispuesta en una escala que está por encima de la realidad inmediata, cotidiana, así como también queda implicada en un ámbito de acción que supone el manejo de abstracciones (el Estado, la soberanía, la potencia, la corrupción) y una perspectiva de largo plazo para poder apreciar el movimiento de los siglos y de las generaciones, que es una de las cosas por las cuales la política es una tarea solemne y de alguna manera trágica, porque desborda al individuo.
La filosofía te sirve entonces para sistematizar la realidad, para mapearla y para comprender cómo unas cosas están relacionadas con otras, pero desconectadas, también, de muchas otras más. Porque no todo está conectado con todo.
La pregunta no es de respuesta tan rápida o sencilla, y desde luego que a estas alturas sirve de muy poco acudir al origen etimológico según el cual la filosofía es un amor al saber.
En mi caso particular, llegué a la filosofía en una serie de cursos sabatinos que realicé hace muchos años sobre ciencia política, en uno de los cuales tuvimos algunas sesiones en donde se abordaron temas y autores enmarcados bajo el concepto de filosofía política contemporánea, lo que suponía –según puedo comprender ahora mucho mejor– una suerte de desbordamiento del ámbito científico-categorial en el que se situaban las cosas que habíamos estado estudiando, propias más bien de la ciencia política o de la sociología, es decir, de las ciencias humanas.
Digamos que del problema del sistema político mexicano o de la teoría de los partidos políticos pasamos a analizar cuestiones como los de la democracia en general o la diferencia entre lo público y lo privado como regiones de la ontología del Estado, es decir, que parecía que entre medio del conjunto de cosas prácticas y de los conceptos con los que se intentaba dar cuenta de ellas había disueltas también nociones abstractas, las ideas, que cumplían una función fundamental y determinante, constitutiva de la realidad analizada pero de una manera como si dijéramos velada, oculta, invisible de algún modo, no evidente en todo caso, o por lo menos no para todos.
Después vino el período de estudio en Inglaterra, donde cursé la maestría en Economía Política Internacional. Fue el momento de toma de contacto con la obra de Marx, a través, sobre todo de Antonio Gramsci y de sus intérpretes británicos, tras de lo cual me desplacé a Madrid donde cursé estudios de doctorado en Historia. Ahí fue José Ortega y Gasset el autor que estuve leyendo con detenimiento, sin perjuicio de que ya me había leído en México, años atrás, La rebelión de las masas. También leí mucho en esos años a Lukács, manteniéndome en la línea del marxismo.
Tiempo después vino el momento fundamental, que fue el conocimiento de la obra de Gustavo Bueno, mi maestro. Ahí fue cuando todo se acomodó en lo relativo a la filosofía, y fue entonces también cuando todo lo que antes había sido intuición o atisbo cobró consistencia y sentido.
De Bueno aprendí que la filosofía es una suerte de disposición del entendimiento –él habla de saber– de segundo grado, a partir del cual te es posible sobrevolar, digámoslo así, el plano de organización de la realidad práctica tal como se nos ofrece a la experiencia histórica, que se despliega luego en diversidad de ámbitos de configuración: el familiar, el cultural, el social, el económico, el político, el religioso, el ideológico.
La forma histórica es la primera alternativa de sistematización de la experiencia en el sentido dicho, la otra es la filosófica. Esta es la razón por la cual destacan de manera tan clara, en la antigüedad clásica, las propuestas de Polibio y de Platón en relación al ideal del gobernante (y por extensión del político, podríamos pensar): según el primero, el ideal es que el gobernante fuera historiador, según el segundo que fuera filósofo. La figura que sintetizó ambas perspectivas en su cabeza y en su obra fue Carlos Marx.
En ambos casos, la política queda dispuesta en una escala que está por encima de la realidad inmediata, cotidiana, así como también queda implicada en un ámbito de acción que supone el manejo de abstracciones (el Estado, la soberanía, la potencia, la corrupción) y una perspectiva de largo plazo para poder apreciar el movimiento de los siglos y de las generaciones, que es una de las cosas por las cuales la política es una tarea solemne y de alguna manera trágica, porque desborda al individuo.
La filosofía te sirve entonces para sistematizar la realidad, para mapearla y para comprender cómo unas cosas están relacionadas con otras, pero desconectadas, también, de muchas otras más. Porque no todo está conectado con todo.
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