GAP Andrés Molina Enríquez

El fin de una era I

Mucho se dijo hace décadas alrededor del hecho de que había que “sacar al PRI de Los Pinos” como condición sine que non para que se le pudiera abrir paso a lo que para entonces se consideraba como la matriz fundacional de todo proceso político virtuoso de fin de siglo: la transición democrática.

Pero luego vino el analfabeto de Vicente Fox para mostrarnos que la realidad de las cosas era que nada había cambiado una vez que, efectivamente, “se sacó al PRI de Los Pinos” en el 2000, y que su llegada al poder era más bien la modulación de un mecanismo de continuidad del bloque histórico neoporfirista que –ahora lo sabemos mejor– tuvo un ciclo de despliegue que fue de Salinas de Gortari a Enrique Peña Nieto, es decir, de 1988 a 2018, siendo los gobiernos del PAN un paréntesis miserable y espurio en donde afloró su vulgaridad empresarial, aspiracionista, motivacional y burguesa de todo lo cual es ahora Xóchitl Gálvez la fase superior y máxima expresión, con cuadros administrativos del ITAM como dispositivos sociales de eslabonamiento para la reorganización gubernamental de largo plazo del modo de acumulación y reconcentración de la riqueza en México y la correspondiente y necesaria “despolitización de la política”, instrumentada mediante el trámite de crear y creerse el mito de la gestión tecnocrática de gobierno por vía de expertos formados en el ITAM y anexos como el CIDE, que se mimetizó a partir de los 80 del siglo pasado, precisamente, para venir a conformar conjuntamente una cantera de cuadros tecnocráticos, modernos y progresistas (atención con esta tríada conceptual), y que serían colocados en una super estructura de órganos autónomos supra-sexenales y en niveles de alta dirección en los gabinetes de turno desde los que se tomarían y ejecutarían las decisiones en torno de lo verdaderamente fundamental (José Antonio Meade es el ejemplo perfecto de esta función transexenal de los cuadros salidos del ITAM, que lo mismo sirvieron para los gobiernos del PAN o del PRI), dejando las menudencias tramitológicas y de ventanilla para los políticos y burócratas de formato tradicional.

En su magistral Historia mínima del neoliberalismo (Colmex, 2015), Fernando Escalante explica con detalle que la clave del neoliberalismo no fue la de separar al gobierno del mercado, sino la de usar al gobierno para desmantelar y despolitizar al Estado y hacerlo funcional a esa nueva forma de acumulación, para lo cual la creación de cuadros tecnocráticos y sus ideólogos (modernos y progresistas, recuerden) se hizo imprescindible: tal fue la función que vino a cumplir el ITAM.

Conforme iba evidenciándose esta realidad, se comenzó entonces a hablar de alternancia en vez de transición como una suerte de versión edulcorada e imperfecta del proceso en cuestión, quedando como papanatas los que antes hablaban con severidad y gallardía sobre la transición democrática y que llegaron incluso a constituirse y auto-concebirse ni más ni menos que como “transitólogos”, y que ahora son incapaces de comprender lo que sucede merced al nuevo y raquítico arsenal conceptual de la ciencia política dominante desde el que, al igual que ocurre con quienes estudian relaciones internacionales, viven en el limbo pánfilo de la democracia institucional (o el de los organismos internacionales), las políticas públicas desideologizadas desde las que se detectan “problemas públicos” de laboratorio y la elección racional como método de análisis social y político como coordenadas para encarar una dialéctica política realista e histórica y socialmente determinada que son ya incapaces de comprender.

Pero lo que estaba gestándose era un proceso de mucha mayor profundidad dialéctica, que en 2018 llegó a su máximo punto de potencia política para emprender un despliegue de transformación de alta implicación estructural, y que nos permite constatar que toda una época está llegando a su fin, cosa de la que estaré hablando en mis próximos artículos.