Jamás había leído a Ricardo Piglia. Nada. Sólo había visto en algún momento una serie de conferencias suyas sobre Borges en internet, y, más que Borges como tal, lo que me interesaba en realidad era esa pasión intelectual suya –quiero decir de Piglia– a la hora de abordarlo. Es una forma de configuración casi filosófica del entendimiento (o análoga a ella) manifestada bajo la forma de la pasión literaria que, cuando se da, me resulta fascinante. Lo imagino como un conversador intenso, ante el que era difícil aburrirse pienso yo.
He consultado con dos amigos sobre él. El primero, que llamaremos S y que es colombiano, me lo recomendó bastante, diciéndome que una de sus novelas (que ahora no recuerdo) era de lo mejor que había leído en mucho tiempo. Aún no la tengo. Estamos en la pesquisa inicial; en la averiguación de las claves de un universo literario.
El segundo amigo, que también tenemos que llamar S pero que es argentino, no me lo recomendó en absoluto. ‘No te pierdes de gran cosa’, me dijo más o menos. Hay por ahí en él una antipatía que explica su poco interés por Piglia. Suele pasar.
Pero ya había sido por lo que me dijo S el colombiano que yo me animé por fin a pedirme por internet Los diarios de Emilio Renzi, que no son otra cosa que los diarios completos de Piglia organizados en tres bloques: Años de formación, Los años felices y Un día en la vida. Nació en 1940 y murió en 2017.
El libro me está resultando una lectura fundamental. 1,236 páginas de escritura en letra pequeña y apretada mediante las que se me está revelando el itinerario de un lector, un gran lector, en el proceso de transmutación configuradora de un escritor en toda regla. Me reconozco por entero en la explicación de esa dialéctica creativa dada como tensión poética entre la lectura y la escritura manifestada como una doble necesidad vital y descontrolada por incontrolable. Pareciera que nada más en la vida le importó en realidad a Piglia que la comprensión histórica, cultural y social de esta dialéctica.
´¿Cómo se convierte alguien en escritor, o es convertido en escritor? No es una vocación, a quién se le ocurre, no es una decisión tampoco, se parece más bien a una manía, un hábito, una adicción, si uno deja de hacerlo se siente peor, pero tener que hacerlo es ridículo, y al final se convierte en un modo de vivir (como cualquier otro).’ (p. 18)
Manía, hábito, adicción, necesidad: nunca mejor explicado. El hecho mismo de haber comenzado con estos apuntes sobre Emilio Renzi es una comprobación aplastante de lo que el propio Piglia nos acaba de decir. Y es que, de hecho, al tiempo de que estoy escribiendo esto, me doy cuenta de que el fenómeno que se me acaba de manifestar leyendo estos diarios –en el sentido de querer escribir como adicción y necesidad al tiempo de avanzar en la lectura– sólo aparece, con un mismo grado de intensidad, cuando leo a Chesterton. Digamos que hay entonces una suerte de “efecto Chesterton”, y hay también tal vez –según veo– un “efecto Piglia”, o por lo menos es eso lo que me está ocurriendo leyendo sus diarios.
Pero primero está la lectura, desde luego; imposible que fuera de otra manera: ‘Punto primero, los libros de mi vida entonces, pero tampoco todos los que había leído sino sólo aquellos de los cuales recuerdo con nitidez la situación, y el momento en que los estaba leyendo. Si recuerdo las circunstancias en las que estaba con un libro, eso es para mí la prueba de que fue decisivo. No necesariamente son los mejores ni los que han influido: pero son los que han dejado una marca. Voy a seguir ese criterio mnemotécnico, como si no tuviera más que esas imágenes para reconstruir mi experiencia. Un libro en el recuerdo tiene una cualidad íntima, sólo si me veo a mí mismo leyendo. Estoy afuera, distanciado, y me veo como si fuera otro (más joven siempre). Por eso, quizá pienso ahora, aquella imagen –hacer como que leo un libro en el umbral de la casa de mi infancia– es la primera de una serie y voy a empezar ahí mi autobiografía.’ (p. 20)
La descripción es contundente: si me recuerdo visualmente leyendo un libro significa que el libro en cuestión fue decisivo, que me dejó una marca. Tal fue para mí la experiencia con Los días terrenales de Revueltas, La muerte de Virgilio de Broch y España frente a Europa de Gustavo Bueno, por mencionar tres que de verdad lo han sido. El primero y el último los comencé a leer y los terminé en el Ateneo de Madrid, el de Broch lo comencé a leer en un Starbucks de la Condesa en ciudad de México. Me estoy viendo ahora mismo leyéndolos respectivamente.
Y entonces se da luego el impulso que nos vuelca hacia el teclado (o al cuaderno u hoja de papel, que ya no fueron opción histórica para mí), pero siempre teniendo como procedencia el libro entre las manos: ‘¿Por qué nos dedicamos a escribir después de todo? Se nos da por ahí, ¿a causa de qué? Bien, porque antes hemos leído.’ (p. 20). Pero ojo, primera condición, que es al mismo tiempo corpórea y psicológica: ‘para leer, hay que aprender a estar quieto.’ (p. 22).
Y entonces es posible la experiencia como tal: ‘La primera lectura, la noción, subrayó, de primera lectura es inolvidable porque es irrepetible y es única, pero su cualidad epifánica no depende del contenido del libro sino de la emoción que ha quedado fijada en el recuerdo… la impresión vivida que está ahí, ahora, descolgada sin remitente, sin fecha, en la memoria. El valor de la lectura no depende del libro en sí mismo, sino de las emociones asociadas al acto de leer. Y muchas veces atribuyo a esos libros lo que corresponde a la pasión de entonces (que ya he olvidado).’ (p. 22)
El paso siguiente, en el itinerario de un gran lector–escritor, es el registro de sus libros fundamentales. Yo ya he dado el nombre de tres, por ejemplo. Piglia habla también de tres. De tres autores: Camus, Pavese y Stendhal. En los tres casos, más que el qué lo fundamental era el cómo de la lectura, el proceso de constitución de una razón apasionada como mecanismo de articulación de una tensión intelectual o teorética en el sentido aristotélico. Y las ganas de transmitir, de contagiar la pasión vivida. Eterna cuestión.
‘Yo, que no había leído nada significativo desde la época del libro al revés, me acordé que había visto, en la vidriera de una librería, La peste de Camus, otro libro de tapas azules, que acababa de aparecer… Me acuerdo que compré el libro, lo arrugué un poco, lo leí en una noche y al día siguiente se lo llevé al colegio… Había descubierto la literatura no por el libro sino por esa forma afiebrada de leerlo ávidamente con la intención de decir algo a alguien sobre lo que había leído: pero ¿qué?… Eterna cuestión. Fue una lectura distinta, dirigida, intencional, en mi cuarto de estudiante, esa noche, bajo la luz circular de la lámpara… No recuerdo todo lo que he leído, pero puedo reconstruir mi vida a partir de los estantes de mi biblioteca: épocas, lugares; podría organizar los volúmenes cronológicamente. El libro más antiguo es La peste. Luego hay una serie de dos: El oficio de vivir de Pavese y Stendhal par lui-mëme. Fueron los primeros que compré, a los que siguieron cientos y cientos. Los he traído y llevado conmigo como un talismán o un fetiche, y los he puesto sobre las paredes de piezas de pensión, departamentos, casas, hoteles, celdas, hospitales.’ (pp. 30 y 31).
Jamás había leído a Ricardo Piglia. Nada. Sólo había visto en algún momento una serie de conferencias suyas sobre Borges en internet, y, más que Borges como tal, lo que me interesaba en realidad era esa pasión intelectual suya –quiero decir de Piglia– a la hora de abordarlo. Es una forma de configuración casi filosófica del entendimiento (o análoga a ella) manifestada bajo la forma de la pasión literaria que, cuando se da, me resulta fascinante. Lo imagino como un conversador intenso, ante el que era difícil aburrirse pienso yo.
He consultado con dos amigos sobre él. El primero, que llamaremos S y que es colombiano, me lo recomendó bastante, diciéndome que una de sus novelas (que ahora no recuerdo) era de lo mejor que había leído en mucho tiempo. Aún no la tengo. Estamos en la pesquisa inicial; en la averiguación de las claves de un universo literario.
El segundo amigo, que también tenemos que llamar S pero que es argentino, no me lo recomendó en absoluto. ‘No te pierdes de gran cosa’, me dijo más o menos. Hay por ahí en él una antipatía que explica su poco interés por Piglia. Suele pasar.
Pero ya había sido por lo que me dijo S el colombiano que yo me animé por fin a pedirme por internet Los diarios de Emilio Renzi, que no son otra cosa que los diarios completos de Piglia organizados en tres bloques: Años de formación, Los años felices y Un día en la vida. Nació en 1940 y murió en 2017.
El libro me está resultando una lectura fundamental. 1,236 páginas de escritura en letra pequeña y apretada mediante las que se me está revelando el itinerario de un lector, un gran lector, en el proceso de transmutación configuradora de un escritor en toda regla. Me reconozco por entero en la explicación de esa dialéctica creativa dada como tensión poética entre la lectura y la escritura manifestada como una doble necesidad vital y descontrolada por incontrolable. Pareciera que nada más en la vida le importó en realidad a Piglia que la comprensión histórica, cultural y social de esta dialéctica.
´¿Cómo se convierte alguien en escritor, o es convertido en escritor? No es una vocación, a quién se le ocurre, no es una decisión tampoco, se parece más bien a una manía, un hábito, una adicción, si uno deja de hacerlo se siente peor, pero tener que hacerlo es ridículo, y al final se convierte en un modo de vivir (como cualquier otro).’ (p. 18)
Manía, hábito, adicción, necesidad: nunca mejor explicado. El hecho mismo de haber comenzado con estos apuntes sobre Emilio Renzi es una comprobación aplastante de lo que el propio Piglia nos acaba de decir. Y es que, de hecho, al tiempo de que estoy escribiendo esto, me doy cuenta de que el fenómeno que se me acaba de manifestar leyendo estos diarios –en el sentido de querer escribir como adicción y necesidad al tiempo de avanzar en la lectura– sólo aparece, con un mismo grado de intensidad, cuando leo a Chesterton. Digamos que hay entonces una suerte de “efecto Chesterton”, y hay también tal vez –según veo– un “efecto Piglia”, o por lo menos es eso lo que me está ocurriendo leyendo sus diarios.
Pero primero está la lectura, desde luego; imposible que fuera de otra manera: ‘Punto primero, los libros de mi vida entonces, pero tampoco todos los que había leído sino sólo aquellos de los cuales recuerdo con nitidez la situación, y el momento en que los estaba leyendo. Si recuerdo las circunstancias en las que estaba con un libro, eso es para mí la prueba de que fue decisivo. No necesariamente son los mejores ni los que han influido: pero son los que han dejado una marca. Voy a seguir ese criterio mnemotécnico, como si no tuviera más que esas imágenes para reconstruir mi experiencia. Un libro en el recuerdo tiene una cualidad íntima, sólo si me veo a mí mismo leyendo. Estoy afuera, distanciado, y me veo como si fuera otro (más joven siempre). Por eso, quizá pienso ahora, aquella imagen –hacer como que leo un libro en el umbral de la casa de mi infancia– es la primera de una serie y voy a empezar ahí mi autobiografía.’ (p. 20)
La descripción es contundente: si me recuerdo visualmente leyendo un libro significa que el libro en cuestión fue decisivo, que me dejó una marca. Tal fue para mí la experiencia con Los días terrenales de Revueltas, La muerte de Virgilio de Broch y España frente a Europa de Gustavo Bueno, por mencionar tres que de verdad lo han sido. El primero y el último los comencé a leer y los terminé en el Ateneo de Madrid, el de Broch lo comencé a leer en un Starbucks de la Condesa en ciudad de México. Me estoy viendo ahora mismo leyéndolos respectivamente.
Y entonces se da luego el impulso que nos vuelca hacia el teclado (o al cuaderno u hoja de papel, que ya no fueron opción histórica para mí), pero siempre teniendo como procedencia el libro entre las manos: ‘¿Por qué nos dedicamos a escribir después de todo? Se nos da por ahí, ¿a causa de qué? Bien, porque antes hemos leído.’ (p. 20). Pero ojo, primera condición, que es al mismo tiempo corpórea y psicológica: ‘para leer, hay que aprender a estar quieto.’ (p. 22).
Y entonces es posible la experiencia como tal: ‘La primera lectura, la noción, subrayó, de primera lectura es inolvidable porque es irrepetible y es única, pero su cualidad epifánica no depende del contenido del libro sino de la emoción que ha quedado fijada en el recuerdo… la impresión vivida que está ahí, ahora, descolgada sin remitente, sin fecha, en la memoria. El valor de la lectura no depende del libro en sí mismo, sino de las emociones asociadas al acto de leer. Y muchas veces atribuyo a esos libros lo que corresponde a la pasión de entonces (que ya he olvidado).’ (p. 22)
El paso siguiente, en el itinerario de un gran lector–escritor, es el registro de sus libros fundamentales. Yo ya he dado el nombre de tres, por ejemplo. Piglia habla también de tres. De tres autores: Camus, Pavese y Stendhal. En los tres casos, más que el qué lo fundamental era el cómo de la lectura, el proceso de constitución de una razón apasionada como mecanismo de articulación de una tensión intelectual o teorética en el sentido aristotélico. Y las ganas de transmitir, de contagiar la pasión vivida. Eterna cuestión.
‘Yo, que no había leído nada significativo desde la época del libro al revés, me acordé que había visto, en la vidriera de una librería, La peste de Camus, otro libro de tapas azules, que acababa de aparecer… Me acuerdo que compré el libro, lo arrugué un poco, lo leí en una noche y al día siguiente se lo llevé al colegio… Había descubierto la literatura no por el libro sino por esa forma afiebrada de leerlo ávidamente con la intención de decir algo a alguien sobre lo que había leído: pero ¿qué?… Eterna cuestión. Fue una lectura distinta, dirigida, intencional, en mi cuarto de estudiante, esa noche, bajo la luz circular de la lámpara… No recuerdo todo lo que he leído, pero puedo reconstruir mi vida a partir de los estantes de mi biblioteca: épocas, lugares; podría organizar los volúmenes cronológicamente. El libro más antiguo es La peste. Luego hay una serie de dos: El oficio de vivir de Pavese y Stendhal par lui-mëme. Fueron los primeros que compré, a los que siguieron cientos y cientos. Los he traído y llevado conmigo como un talismán o un fetiche, y los he puesto sobre las paredes de piezas de pensión, departamentos, casas, hoteles, celdas, hospitales.’ (pp. 30 y 31).
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