Los entusiasmos de R.D.

Freud, un genio triunfante

Yo jamás he ido ni con el psicólogo ni con el psicoanalista. Y creo además que tampoco iré en mucho tiempo, si no es que nunca en realidad. Las razones de esta tal vez -no lo niego- injustificada soberbia, para alguien metido en pleno siglo XXI tan saturado de terapias de todo tipo, y de soteriologías y sectas de la más estrafalaria y siniestra índole, me son del todo desconocidas. O por lo menos es algo en lo que nunca me he detenido a pensar. Inseguridades, traumas, obsesiones, «derrotas del alma» y vicios desde luego que los tengo, aunque no a un nivel que suponga para mí la preocupación por «ir con un especialista por ayuda».

Los libros, desde luego, son mi principal obsesión, o vicio, o tal vez quizá mejor mi salvación, porque es la que desplaza a todas las demás, y en ello se me va la vida, o mis angustias o, sobre todo, mis soledades, y esto de la soledad creo yo es algo con lo que no todos pueden lidiar. Los libros suponen también para mí, y esto es algo de verdad importante, una elegancia: es la elegancia del entendimiento que me recuerda aquélla idea tan extraordinaria de Spinoza según la cual la libertad de la mente -a mí me gusta decir mejor la potencia de la mente- es la felicidad: mentis libertas seu beatitudo. La felicidad o la elegancia, y también el estilo, de donde puede entonces proceder, ésta es la cuestión, la soberbia. Aquí puede estar escondida una de las razones por las cuales, digamos, no me ha hecho falta nunca ir con el psicólogo.

Y es que al ser también un ateo materialista empedernido -lo que no supone ni mucho menos que desprecie o no comprenda o no me interese la religión o el cristianismo como realidades o magnitudes históricas-, resulta ser que el desdén por el psicoanálisis, o la psicología en general, no proviene por el lado de las certezas que la fe suministra a quien la tiene. Tampoco soy de esos, con lo cual los libros: aquí puede estar la razón.

Sigmund Freud. Este es el personaje en cuestión. Padre de toda una corriente intelectual, podemos decir incluso que de toda una ideología, el psicoanálisis, que ha pasado desapercibida por mí -ha sido de hecho despreciada por mí, para ser más exactos- a lo largo de toda mi vida. Robertson Davies pensaba de otra forma sobre el asunto, o por lo menos así me lo parece luego de leer su pequeña pero sustanciosa reseña del primer tomo de la biografía de Freud del doctor Ernest Jones, aparecida, la reseña, el 20 de febrero de 1954 en la revista Saturday Night de Toronto (fundada en 1887).

The Young Freud, 1856-1900 es el título en cuestión. Y ahí Jones ofrecía a sus lectores el Freud que todos, según Robertson Davies, deseaban conocer: ‘Cualquier libro sobre Freud -nos dice- que trate de simplificar su trabajo, o de darle un aire artificial de romance, será seguramente una falsificación de todo lo que fue, además de una negación de todos los principios a los que consagró su vida. El Dr. Jones no nos ha ahorrado detalle alguno sobre la formación inicial de Freud, de sus estudios médicos y neurológicos, de aquellas fases de su vida médica que no estaban relacionadas con el psicoanálisis. Se ha dispuesto a darnos la vida de Freud en su totalidad, y a pesar de su habilidad literaria hay largos pasajes que deben de ser un pesado y fatigoso trabajo para el lector no-médico. Pero el impacto total de este primer volumen es fuerte y fino. Este es Freud tal como lo habíamos querido conocer’.

Frente a la decepción de su Estudio autobiográfico, en la que el propio Freud esconde más de lo que muestra sobre su vida, y los estudios que solo se concentran en el Freud tardío o en el padre del psicoanálisis, hete aquí el trabajo de Ernest Jones que, según Robertson Davies, nos lo permite -o le permitió verlo a él- en la trayectoria que lo llevó de un joven sin rumbo ni destino en la vida, a la estampa de un hombre que, al final de ella, daba cuenta de haber desarrollado la calma magnificente de un genio triunfante, que hablaba con autoridad plena y probada, y cuyo prestigio era una barrera infranqueable para todos sus detractores.

Formado en una familia que pareciera haber sido más un lastre que un apoyo para su progreso, y en un ambiente y un tiempo adversos para un judío vienés como él, Sigmund Freud parece haber estado empujado por una determinación individual por la excelencia, por un afán por destacar entre sus pares que, a la postre, terminó siendo el motor fundamental de configuración de un carácter y un destino, forjado a base de esfuerzo y dedicación.

Al final de su bello texto, Robertson Davies recuerda el desdén que, según consigna Jones, también tuvo hacia Freud en su tiempo Thomas Mann, que lo veía con la soberbia de un literato de genio que le echaba en cara no conocer con la solvencia suficiente el caudal de obras literarias antiguas y modernas en las que también se daba cuenta de los abismos del alma y de la mente humana, a lo que Davies revira que, con todo su genio y maestría indiscutibles, Mann erraba en su dardo contra Freud, toda vez que la intuición de un poeta no puede compararse nunca con la potencia de una teoría científica, que es lo que Freud quiso hacer con su obra. Otra cosa es la discusión por saber si lo logró.

Yo creo que no: Freud no logró nunca cerrar gnoseológicamente su campo, pero esto nos lleva ya de frente al plano de la filosofía de la ciencia para la deliberación en torno del cual será mejor buscar quizá una ocasión más propicia. Solamente diré que, además de los libros, aquí puede estar también entonces una razón más por la cual yo no he ido nunca, así como tampoco creo en realidad ir jamás, al psicólogo o al psicoanalista, cuestión que, gracias a los entusiasmos de Robertson Davies, no supone ni mucho menos que no quiera ahora buscar y leer nomás pueda, y siempre que se logre encontrar, aquélla mentada biografía de Sigmund Freud que Ernest Jones publicara en Canadá por ahí de los cincuenta del siglo pasado, y que hoy se ilumina para nosotros con un brillo atractivo, nítido y aleccionador.

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