Ismael Carvallo Robledo
Tejer y destejer la trama y urdimbre de las representaciones intelectuales que del mundo tenemos, al compás de las transformaciones que modifican incesantemente el telar de cada época histórica en la que está inmersa, ha sido y es la tarea fundamental de la filosofía. Y lo será siempre. Por eso no tiene fin.
Originado hace un aproximado de veinticinco siglos alrededor del zócalo de la cultura griega, el saber filosófico riguroso y en sentido estricto -es decir, como geometría de las ideas- se ha abierto camino en la marcha de la civilización occidental como sistema crítico de equilibrio racional, a la manera de un mapamundi omnicomprensivo y omniabarcador que nos ofrece la cartografía del mundo en equidistancia polémica tanto con el escepticismo organizado de la ciencia -de la que no obstante, por otro lado, no puede prescindir-, como con el fundamentalismo, la especulación metafísica y la superstición. Entre el nihilismo (todo vale, nada importa) y el dogmatismo (sólo hay una única verdad), la filosofía crítica y sistemática se sitúa como asidero racional.
Cada gran transformación tecnológica, militar, ideológica, científica, política, religiosa o económica repercute, desde un plano de primer grado, en la configuración de las morfologías de nuestro mundo: en la comprensión clasificatoria tanto de las causas como de las resultancias objetivas de la dialéctica de esa configuración, realizada desde un plano de segundo grado que se despliega después de la producción y hechura de las cosas porque es precisamente entre medio de ellas como se abre paso, se define la necesidad histórica y político-estatal de la filosofía –‘se trata de saber cómo ha de habérselas una ciudad con la filosofía para no perecer’ (Platón, República)-.
La historia de los diversos sistemas o mapamundis para comprender el mundo, que no pueden entenderse más que dentro de las plataformas históricas, políticas y lingüísticas dentro de las que se nos han ofrecido políticamente -a través de los grandes imperios- como alternativas de comprensión global del hombre, el mundo y la materia (el mapa greco-helenístico, el mapa romano, el mapa judeocristiano, el mapa latino medieval, el mapa anglosajón, el mapa germánico, el mapa soviético o el mapa hispánico), es, de alguna manera, la historia filosófica, interna, de la filosofía.
Pero decir interna quiere decir implantada, políticamente implantada, que es como si dijéramos también históricamente situada. Parafraseando a Benedetto Croce –él hablaba de la historia- la filosofía, si es verdadera, es entonces filosofía del presente. No es, por tanto -ésta es la cuestión-, un ejercicio especulativo dado en el vacío o fuera de este mundo, a través del cual se desarrollen, desde una comodidad a la que pueden acceder solamente los privilegiados, reflexiones sutiles, sensibles, humanísticas o emancipatorias sobre el ser, la nada, la existencia, la dominación, la violencia o los oprimidos, así como tampoco es el comentario especializado, de profesor para profesor, de lo que en el pretérito sobre el particular hayan dicho Platón, Hegel, Adorno o Santo Tomás, de los que no obstante tampoco se puede prescindir aunque sea polémicamente, como referente a distancia o como contrapunto dialéctico: Hegel no supo lo que es la televisión y Adorno, por más aguda que haya sido su dialéctica negativa, no supo lo que es el Estado Islámico. Santo Tomás, por su parte, ya en el siglo XIII, sí que tuvo a bien tomar nota de los riesgos ontológicos del averroísmo -con ese Dios abstracto e incorpóreo, que no se puede ver ni nombrar ni representar, tan distinto del Dios trinitario, y encarnado, del cristianismo-, base filosófica del islam.
La filosofía no es entonces ni especulación ética o humanística en el vacío ni comentario sobre textos del pasado: es inmersión racional (con referencias materiales), rigurosa (sistemática) y despiadada (impía: no puede aceptar dato revelado alguno) en las contradicciones del mundo, para la comprensión del cual se tienen que poder manipular las franjas de configuración (científica, política, tecnológica, moral) que en cada etapa histórica se nos ofrecen como base de la realidad: si en el sistema de la razón de Kant está codificada la Física de Newton, la Geometría de Euclides, la Biología de Linneo o la Moral de Rousseau, dice Gustavo Bueno, un nuevo sistema de la razón, a la altura de nuestro tiempo, tiene que poder codificar los nuevos componentes de la realidad de nuestro presente, es decir, tiene que poder codificar la Física cuántica, las Geometrías no Euclidianas, la Biología evolucionista, la Moral socialista o, en efecto, las implicaciones geopolíticas de algo como el Estado Islámico, el poderío económico de China, la fuerza militar de Rusia o las modificaciones en el mapa de las reservas energéticas del planeta, así como las consecuencias morales o demográficas del aborto transformado en “derecho humano” (¿cabe mayor corrupción ideológica que esa?) o los problemas de incompatibilidad cultural (religiosa) implícitos en la dialéctica de los grandes flujos migratorios más allá del humanitarismo.
Ahora bien, el hecho de que la tarea pueda ser incómoda en más de un sentido, es muestra fehaciente de que la filosofía es y ha sido también, y lo será siempre -pensemos en Sócrates si no, no sé si me explico-, una profesión peligrosa, cosa que, por lo demás, ésta es la cuestión, ¿ya me entienden?, tampoco tiene fin.
Viernes 24 de junio, 2016. Diario Presente. Villahermosa, Tabasco.
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Ismael Carvallo Robledo
Tejer y destejer la trama y urdimbre de las representaciones intelectuales que del mundo tenemos, al compás de las transformaciones que modifican incesantemente el telar de cada época histórica en la que está inmersa, ha sido y es la tarea fundamental de la filosofía. Y lo será siempre. Por eso no tiene fin.
Originado hace un aproximado de veinticinco siglos alrededor del zócalo de la cultura griega, el saber filosófico riguroso y en sentido estricto -es decir, como geometría de las ideas- se ha abierto camino en la marcha de la civilización occidental como sistema crítico de equilibrio racional, a la manera de un mapamundi omnicomprensivo y omniabarcador que nos ofrece la cartografía del mundo en equidistancia polémica tanto con el escepticismo organizado de la ciencia -de la que no obstante, por otro lado, no puede prescindir-, como con el fundamentalismo, la especulación metafísica y la superstición. Entre el nihilismo (todo vale, nada importa) y el dogmatismo (sólo hay una única verdad), la filosofía crítica y sistemática se sitúa como asidero racional.
Cada gran transformación tecnológica, militar, ideológica, científica, política, religiosa o económica repercute, desde un plano de primer grado, en la configuración de las morfologías de nuestro mundo: en la comprensión clasificatoria tanto de las causas como de las resultancias objetivas de la dialéctica de esa configuración, realizada desde un plano de segundo grado que se despliega después de la producción y hechura de las cosas porque es precisamente entre medio de ellas como se abre paso, se define la necesidad histórica y político-estatal de la filosofía –‘se trata de saber cómo ha de habérselas una ciudad con la filosofía para no perecer’ (Platón, República)-.
La historia de los diversos sistemas o mapamundis para comprender el mundo, que no pueden entenderse más que dentro de las plataformas históricas, políticas y lingüísticas dentro de las que se nos han ofrecido políticamente -a través de los grandes imperios- como alternativas de comprensión global del hombre, el mundo y la materia (el mapa greco-helenístico, el mapa romano, el mapa judeocristiano, el mapa latino medieval, el mapa anglosajón, el mapa germánico, el mapa soviético o el mapa hispánico), es, de alguna manera, la historia filosófica, interna, de la filosofía.
Pero decir interna quiere decir implantada, políticamente implantada, que es como si dijéramos también históricamente situada. Parafraseando a Benedetto Croce –él hablaba de la historia- la filosofía, si es verdadera, es entonces filosofía del presente. No es, por tanto -ésta es la cuestión-, un ejercicio especulativo dado en el vacío o fuera de este mundo, a través del cual se desarrollen, desde una comodidad a la que pueden acceder solamente los privilegiados, reflexiones sutiles, sensibles, humanísticas o emancipatorias sobre el ser, la nada, la existencia, la dominación, la violencia o los oprimidos, así como tampoco es el comentario especializado, de profesor para profesor, de lo que en el pretérito sobre el particular hayan dicho Platón, Hegel, Adorno o Santo Tomás, de los que no obstante tampoco se puede prescindir aunque sea polémicamente, como referente a distancia o como contrapunto dialéctico: Hegel no supo lo que es la televisión y Adorno, por más aguda que haya sido su dialéctica negativa, no supo lo que es el Estado Islámico. Santo Tomás, por su parte, ya en el siglo XIII, sí que tuvo a bien tomar nota de los riesgos ontológicos del averroísmo -con ese Dios abstracto e incorpóreo, que no se puede ver ni nombrar ni representar, tan distinto del Dios trinitario, y encarnado, del cristianismo-, base filosófica del islam.
La filosofía no es entonces ni especulación ética o humanística en el vacío ni comentario sobre textos del pasado: es inmersión racional (con referencias materiales), rigurosa (sistemática) y despiadada (impía: no puede aceptar dato revelado alguno) en las contradicciones del mundo, para la comprensión del cual se tienen que poder manipular las franjas de configuración (científica, política, tecnológica, moral) que en cada etapa histórica se nos ofrecen como base de la realidad: si en el sistema de la razón de Kant está codificada la Física de Newton, la Geometría de Euclides, la Biología de Linneo o la Moral de Rousseau, dice Gustavo Bueno, un nuevo sistema de la razón, a la altura de nuestro tiempo, tiene que poder codificar los nuevos componentes de la realidad de nuestro presente, es decir, tiene que poder codificar la Física cuántica, las Geometrías no Euclidianas, la Biología evolucionista, la Moral socialista o, en efecto, las implicaciones geopolíticas de algo como el Estado Islámico, el poderío económico de China, la fuerza militar de Rusia o las modificaciones en el mapa de las reservas energéticas del planeta, así como las consecuencias morales o demográficas del aborto transformado en “derecho humano” (¿cabe mayor corrupción ideológica que esa?) o los problemas de incompatibilidad cultural (religiosa) implícitos en la dialéctica de los grandes flujos migratorios más allá del humanitarismo.
Ahora bien, el hecho de que la tarea pueda ser incómoda en más de un sentido, es muestra fehaciente de que la filosofía es y ha sido también, y lo será siempre -pensemos en Sócrates si no, no sé si me explico-, una profesión peligrosa, cosa que, por lo demás, ésta es la cuestión, ¿ya me entienden?, tampoco tiene fin.
Viernes 24 de junio, 2016. Diario Presente. Villahermosa, Tabasco.
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