La querencia. Bitácora de un lector

Existencialistas mexicanos y Julio César en la In Tlilli In Tlapalli

I.

Tenía mucho tiempo, años, que no visitaba la librería de mi querido y legendario amigo Víctor García Colín In Tlilli In Tlapalli, ubicada en Orizaba 13, colonia Roma Norte, a la vuelta del Bar Covadonga, a donde había ido a comer ese día de abril, miércoles 17, para conversar con otro amigo sobre algunas cuestiones de trabajo.

El Covadonga y la In Tlilli In Tlapalli son lugares de gran significado en mi vida, pues hubo épocas en las que iba todo el tiempo. Estamos hablando más o menos de un período que fue de 2006 al 2012 más o menos, en donde por razones de tipo político (estábamos en la primera campaña por la presidencia de López Obrador) resulta ser que la oficina en la que trabajábamos estaba en la calle de Mérida, a unas cuadras nomás del Covadonga, a donde entonces solía ir con la frecuencia propia de una segunda oficina. Tertulias, borracheras, discusiones, más discusiones, conversaciones, horas y horas de lectura tuvieron lugar no sé yo cuántas veces durante tantísimo tiempo en ese lugar que hoy me resulta tan querido.

Y otro tanto ocurría con la librería del gran Víctor García Colín, el “compañero”, como le comencé a decir desde el principio en reciprocidad camaraderil y al que saludaba y con quien conversaba siempre –sobre marxismo y anarquismo, sobre la Revolución mexicana, sobre China y el maoísmo, sobre Andrés Molina Enríquez– todas las veces que iba con la misma frecuencia con la que me iba al Covadonga, siendo la suya una de las fuentes de abastecimiento principales de mi biblioteca.  

II.

Debe de saberse, por lo demás, que Víctor García Colín es una figura ciertamente legendaria: el último director de la Regeneración original, la fundada por los Flores Magón ni más ni menos, y pieza clave dentro del movimiento mexicanista autodenominado “Movimiento Confederado Restaurador de las Culturas del Anauak” organizado hacia finales de la década de los 60 del siglo pasado –en el contexto del 68, precisamente– y que luego se bifurcaría en diversas corrientes, una de las cuales es la que él encabeza y coordina todavía desde las oficinas ubicadas en la parte trasera de la librería: una oficina saturada de libros antiguos y una sala de juntas con una mesa grande dispuestos hasta el fondo del recinto en una espacio de atmósfera clandestina y conspirativa a la que el compañero Colín suele invitar a los amigos.

Recuerdo y recordaré siempre la altísima estima y reconocimiento intelectual que le tiene a Andrés Molina Enríquez, y que yo comparto punto por punto al grado de considerarme, para efectos ideológico-políticos concretos, como “molinaenriquista”.

Yo quiero mucho al compañero Colín, y ora que lo vi otra vez un poco más cansado voy a procurar visitarlo nuevamente con mayor frecuencia. En una entrevista que anda por ahí en internet, dice sobre los libros cosas de 24 quilates, bellísimas:

‘El libro da calidad a la vida y marca nuestra existencia. Los jóvenes de mi época estuvimos enmarcados dentro del pensamiento radical, en el acenso de la revolución socialista. Todos nosotros, obligados por las circunstancias, leímos a Marx, leímos a Lenin, leímos todo el pensamiento revolucionario, y fue ésta la que también determinó nuestra lectura. Cada libro es una puerta y cada puerta lo lleva a otras puertas, entonces se entra a la cultura, que es un laberinto, en donde se abren y cierran puertas hasta perderse. Cada libro tiene una serie de soluciones, y desata una serie de preguntas. Y en el laberinto de la vida, hacia el final cuando está uno ya viejo, es cuando se arrepiente de haber leído muchas cosas que no le sirvieron, y se da cuenta uno de la incapacidad de leer todo lo que tiene uno que leer porque no alcanza el tiempo.’ (Índice político, 21 de noviembre, 2017).

III.

En esta última visita a la In Tlilli In Tlapalli, me recibió un tipo muy amable al que no conocía y que vi por primera vez en una visita previa de hace tres semanas más o menos y en la que, en cosa de cinco minutos, identificó las zonas de la librería en las que me detuve, lo que denota que tiene buen ojo de librero. No estaba ahí el compañero Colín en ese momento. ‘Está descansando, pero ahorita viene’, me dijo cuando le pregunté por él de bote pronto.

Al mismo tiempo, luego de haberme reconocido y al tiempo, también, de irme acercando algunos libros que ya tenía en la mano presta a ponerlos ante mi vista en el ejercicio soberano de su oficio, me dijo de inmediato esto: ‘tenemos nuevas cosas muy buenas de filosofía’, y me dio un ejemplar muy raro en tapa azul marino de Los existencialistas mexicanos de Oswaldo Díaz Ruanova, editado en 1982 por Editorial Rafael Giménez Siles (Colección Fundamentos). Luego de unos instantes de revisarlo opté por llevármelo conmigo.

No sabía nada en absoluto tanto del autor como de la editorial, pero al abrirlo y ojear el índice vi que Díaz Ruanova hablaba un poco en clave autobiográfica (lo que de inmediato te hace saber que fue partícipe de ciertos ambientes o circuitos académicos o intelectuales o culturales) de Villaurrutia y José Revueltas, así como de Vasconcelos, Caso y Alfonso Reyes, y también de Ortega y Gasset o Jorge Portilla o Emilio Uranga, además de José Gaos y Octavio Paz, analizándolos todos –según se identifica de inmediato tanto por el título del libro como por los títulos de cada uno de los artículos en cuestión– en función de las relaciones, influencia o discrepancias con, para o respecto de Heidegger, Sartre, Jaspers, Unamuno o Kierkegaard, es decir, para con todos los santos patronos de esa corriente, el existencialismo, que tan lejana y poco interesante me resulta en realidad (el primer artículo es sobre el concepto de angustia y cosas de esas tanto en Heidegger como en Villaurrutia, que por aburrido decidí no terminarlo y pasarme al siguiente sobre Ortega y Gasset, que está mucho mejor), pues yo me considero más proclive o partidario, contra la angustia psicológica de todos estos –y no tomándome las cosas tan en serio pues la cosa no da para tanto–, de la alegría materialista e intelectual, expansiva y jovial de Aristóteles, Spinoza o Chesterton. 

El libro me gusta no obstante, sobre todo por los detalles filtrados, ya digo, desde la perspectiva autobiográfica del autor. Ésta es la cuestión.

Antes de pagar, me dijo el joven (no recuerdo su nombre, cosa por la que me disculpo) que el compañero Colín ‘ya venía’. Al aparecer por entre los anaqueles traseros de la librería, lo saludé con mucho gusto, luego de lo cual me dijo al instante: ‘¿Quiere ver una joya compañero?’, a lo que desde luego le dije que sí, y nos condujimos por el mini-laberinto trasero para entrar a su oficina-santuario anarco-mexicanista. Detrás de su sillón se estiró para alcanzar algo que yo no pude detectar muy bien hasta que lo tomó por fin con su mano.

Era una joya sublime y suprema, efectivamente. Se trataba de un libro empastado en piel color hueso del siglo XIX o yo no sé si del XVIII, del tamaño de una cajetilla de cigarros poco más o poco menos, tal vez poco más: digamos que del tamaño de mi mano. Se trataba de una biografía de Julio César escrita en latín, con una letra pequeñísima y apretada que sorprendía por lo diminutas y por la pulcritud y belleza editorial, gráfica y visual.

Tenía en las manos una joya bibliográfica integral ciertamente. Me habló con razón el compañero. Un libro perfecto. ‘¿Cuánto pide por esto compañero?’, le pregunté. ‘Pido _____, compañero. Pido _____. Es una inversión también.’, fue su respuesta. ‘Excelente –le dije yo–, como debe de ser.’ Era una cantidad elevada aunque razonable, y la pieza lo vale sin duda ninguna.

Le devolví el libro y nos dirigimos a la salida, sólo que ya sin pasar por el laberinto sino por la puerta que te lleva directo a la calle de Orizaba. Le dije adiós al compañero Colín (‘volveré pronto a saludarlo otra vez compañero, muy pronto’, pensé en silencio para mí) y me pasé a un café nuevo, ahí nomás al lado, a tomar algo fresco y comenzar a revisar a detalle Los existencialistas mexicanos mientras pasaba el tiempo para dirigirme a una charla/clase que tenía que dar a las 6 de la tarde en punto.

El calor era verdaderamente sofocante en grado superlativo. Insoportable. Pero un café de olla helado que me tomé, y la lectura del libro de Díaz Ruanova hizo un poco más potable y refrescante aquella tarde temprana de mediados de abril.